viernes, octubre 04, 2024

Mao (23): Tres muertos de mierda

Papá, no quiero ser campesino
Un esclavo, un amigo, un servidor
“¡Es precioso, precioso!”
Jefe militar
La caída de Zhu De
Sólo las mujeres son capaces de amar en el odio
El ensayo pre maoísta de Jiangxi
Japón trae el Estado comunista chino
Ese cabronazo de Chou En Lai
Huida de Ruijin
Los verdaderos motivos de la Larga Marcha
Tucheng y Maotai (dos batallas de las que casi nadie te hablará)
Las mentiras del puente Dadu
La huida mentirosa
El Joven Mariscal
El peor enemigo del mundo
Entente comunista-nacionalista
El general Tres Zetas
Los peores momentos son, en el fondo, los mejores
Peng De Huai, ese cabrón
Xiang Ying, un problema menos
Que ataque tu puta madre, camarada
Tres muertos de mierda
Wang Ming
Poderoso y rico
Guerra civil
El amigo americano
La victoria de los topos
En el poder
Desperately seeking Stalin
De Viet Nam a Corea
El laberinto coreano
La guerra de la sopa de agujas de pino
Quiero La Bomba
A mamar marxismo, Gao Gang
El marxismo es así de duro
A mí la muerte me importa un cojón
La Campaña de los Cien Ñordos
El Gran Salto De Los Huevos
38 millones
La caída de Peng
¿Por qué no llevas la momia de Stalin, si tanto te gusta?
La argucia de Liu Shao Chi
Ni Khruschev, ni Mao
El fracaso internacional
El momento de Lin Biao
La revolución anticultural
El final de Liu Shao, y de Guang Mei
Consolidando un nuevo poder
Enemigos para siempre means you’ll always be my foe
La hora de la debilidad
El líder mundial olvidado
El año que negociamos peligrosamente
O lo paras, o lo paro
A modo de epílogo  


 A pesar de estas dificultades, Mao Tse Tung siempre tuvo muy claro que el éxito del comunismo chino pasaba por una campaña monstruo de resignificación de los chinos; de cambio en sus presupuestos e inquietudes ideológicas. Para esto nació, a principios de 1942, la zheng feng, estrategia normalmente suele se traducida como “Campaña de Rectificación”.

El primer objetivo de la campaña fueron los, por así decirlo, influencers de la juventud. Y, entre ellos, el más importante, Wang Shi Wei. Wang era un escritor comunista de apenas 35 años que había traducido a Engels y a Trotsky.

Wang Shi Wei escribió en el principal periódico de Yenan un artículo, Lilas salvajes, cuyo planteamiento era preguntarse por qué la juventud de Yenan estaba tan deprimida (aunque hay que matizar que Wang Shi se refería, en realidad, a la juventud masculina; la femenina, con una ratio de 18 hombres por mujer, debía de tener los clítoris aplanados). Y se contestaba: “en realidad, lo que le pasa a la juventud es que han venido para participar en la revolución, pero todo lo que hacen es sacrificarse; no están aquí ni para conocer los placeres de la comida, ni del sexo, ni de la vida”·. Y continuaba: lo que había matado las ilusiones de todos había sido la institucionalización de los privilegios. Volvió sobre el mismo tema, con más violencia aún, diez días después. Y, posteriormente, expresó sus ideas en un póster que fue emplazado en la Puerta del Sur de la ciudad, algo así como la avenida Raimundo Fernández Villaverde de Yenan.

Toda aquella popularidad le convenció a Mao de que tenía que cargarse a El Rubius. Y lo hizo con lo que tenía más cerca: acusándolo de trotskista. Así que lo metió en el maco, de donde ya no saldría, pues murió joven. Bueno, “murió”. Cuando Yenan fue evacuada en 1947, los comunistas se lo llevaron con ellos; y, por el camino, parece ser que “un incontrolado” se lo cargó. Murió a machetazos, y su cadáver fue tirado a un pozo seco.

Después de eso, Mao y su estrecho colaborador Kang Sheng comenzaron a elaborar acusaciones contra la mayoría de las organizaciones comunistas que actuaban en zonas nacionalistas, por ser espías del enemigo. Esta campaña convirtió a todos los jóvenes voluntarios que habían llegado a Yenan en sospechosos de traición. Todo lo que había en apoyo de estas acusaciones era la declaración de un voluntario de 19 años, que para decir las cosas que había declarado había sido privado de sueño durante siete días.

Así que comenzaron los arrestos a miles. En puridad, pronto el gesto de arrestar se hizo tan costoso que las propias escuelas de buenos jóvenes comunistas fueron convertidas en cárceles; los alumnos quedaron presos en sus propias aulas. Aquellos presos no tenían derecho alguno. Un miembro de la seguridad e Mao, Shi Zhe, le contó al historiador Jung Chang que, en un hospital donde necesitaban cuerpos para hacer una investigación, Kang Sheng les llevó tres de estos jóvenes “contrarrevolucionarios”, los ejecutó y luego les regaló los cuerpos. Por supuesto, las fuerzas de seguridad, bajo instrucciones del propio Mao, generalizaron la tortura, que incluía la privación de sueño, los latigazos, mantener al preso colgado de las muñecas, o apretar las rodillas hasta romperlas (tortura conocida como “el banco del tigre”). Se comenzaron a organizar grandes asambleas de personas llevadas a la histeria, donde los acusados eran presentados y torturados para que implicasen a otros. Cuando decían el nombre de alguno, esa persona era subida a la tarima a hostia limpia y conminada a confesar.

Este tipo de actuaciones era simultánea con la celebración de larguísimas sesiones de adoctrinamiento, que acabarían por convertirse en marca de la casa del maoísmo. En el peor estilo de los países musulmanes radicales, diversas formas de esparcimiento, como la música y la danza, fueron prohibidas. Las personas eran conminadas a irse a su casa para escribir largas confesiones donde incluyesen todas sus faltas; una práctica que, hay que decirlo, no fue inventada por los comunistas chinos: la copiaron de los japoneses (otros que tal). Los informes que se escribían en términos demasiado vagos eran severamente criticados. Las personas, por lo tanto, eran embarcadas en un proceso continuado de revisión de su memoria y de escritura de nuevos episodios, en los que, a ser posible, implicasen a otros. La apelación a la privacidad personal no existía porque, recordad, con Marx en la mano, lo objetivo y lo subjetivo se dan la mano y , por lo tanto, no se pueden diferenciar. La resistencia a estas prácticas era, en sí misma, la prueba de que el resistente era un espía. Una vez detenido o preso, al individuo no se le permitía escribir cartas, ni siquiera a su familia.

La Campaña de Rectificación, en palabras de Jung Chang, “convirtió a los jóvenes voluntarios desde apasionados exponentes de la justicia y la igualdad, en robots”. Este efecto se apreciaría muchas más veces en las décadas de maoísmo por venir. Muy pronto, los más listos de entre los periodistas que estuvieron en China (no, desde luego, Snowrrondo) se fueron dando cuenta de que, cada vez más, las diferentes personas que entrevistaban daban básicamente las mismas respuestas sobre cuestiones en las que obviamente cada uno tiene una opinión diferente. Cada vez, daba más la impresión de que la opinión de un chino sobre cuál era la mejor película que habían visto en aquel año había sido, en realidad, decidida en una asamblea.

Una de las cosas que hizo la Campaña de Rectificación, y que en mi opinión es perfectamente trazable hoy en día en la forma de ser y de hablar de muchos chinos, es la ausencia de humor o sarcasmo. Aquellos de vosotros que seáis fans de La que se avecina recordaréis que los tres consejos que recibe el alcalde Pastor la primera vez que se reúne con el inversor chino son: no llegar tarde, nunca señalar con un dedo solo, y nunca hacer bromas.

Todo empezó, probablemente, con la construcción del culto personal a la figura de Mao y de los grandes personajes del PCC. Se comenzó, como digo, por eliminar los chistes sobre ellos (cualquier persona de mi generación sabe, que en los años sesenta y setenta, los chistes sobre Franco eran deporte nacional; como también lo fueron los chistes sobre el comunismo en la URSS); y se terminó por eliminar cualquier elemento sarcástico o humorístico. El Régimen inventó un concepto: “Hablar con palabras raras”, dentro del cual se englobaba todo lo que no era hablar plano y en plan realismo socialista. Ésta, como digo, es la razón por la cual los chinos, personas a las que cuando menos yo considero naturalmente dotadas para el sarcasmo dañino, suelen ser enormemente comedidas al hablar.

A comienzos de 1944, el orden de cosas creado por Hitler con su invasión de la URSS había cambiado ya radicalmente. La URSS empujaba hacia occidente, mientras desde las playas de Normandía otro ejército llegaba para hacer una pinza mortal sobre los alemanes. Fue en esas condiciones cuando Mao se dijo: ha llegado el momento de luchar contra Japón. Esta decisión fue simultánea a una desescalada inmediata del terror y la represión; ahora que empezaba a pensar en la guerra final contra el Kuomintang, Mao comenzó a pensar que podría necesitar a algunos de los más brillantes entre los que estaba metiendo en el maco y asesinando. Aún así, Mao le dijo a la KGB que en el PCC había un 10% de espías cuando inicialmente había estimado esa cifra en el 1%. De hecho, Mao esperó bastante para llevar a lo práctico la desescalada que había ordenado. No fue hasta la primavera de 1945 cuando diversas víctimas de la represión comenzaron a ser rehabilitadas. 

Lo que cambió su idea, sin duda, fue Yalta. El hecho de que en la conferencia Stalin aceptase, siquiera formalmente y a cámara lenta, entrar en guerra contra Japón, acercaba notablemente el momento en que comenzaría el enfrentamiento con el Kuomintang. Mao necesitaba generales. Para entonces, miles de aquellos jóvenes voluntarios de hogaño ya no podían ser rehabilitados; estaban muertos, en ocasiones ellos y sus familias. Mao, en todo caso, contaba con el hecho de que aquellos hombres, una vez sacados de la prisión y tras serles ofrecida una especie de disculpa (que Mao siempre ofrecía en nombre de otros, porque él nunca era quien se había equivocado), en realidad no tenían más alternativa que seguir siendo comunistas y acabar, de alguna manera, justificando la violencia que se había practicado contra ellos. De hecho, la inmensa mayoría así lo hizo.

Por lo demás, hay que reconocer que la campaña de terror había tenido como consecuencia que los pocos o muchos contactos que pudiera tener el Kuomintang dentro del PCC habían perecido. Ahora, el Partido tenía un informe de casi cada miembro del Partido, y los tenía a todos completamente controlados. Eso hacía que el PCC fuese enormemente eficiente en su lucha contra los nacionalistas.

El gran problema para Mao era que el liderazgo de Chiang Kai Shek era incontestable. Él era quien le había hablado de tú a tú a las potencias coloniales; era quien estaba en guerra contra Japón; era quien había situado a China entre los cuatro grandes, junto a EEUU, la URSS y Reino Unido. El gran reto para Mao era darle la vuelta a eso y convertirse a sí mismo en el fundador de la nueva China.

Mao sabía que en el camino por desacreditar a Chiang, su principal victoria había sido la masacre del IV Ejército, dos años antes. Así que decidió repetir el hit parade.

Tse Min, el hermano de Mao, había estado destinado en Xinjiang, en el noroeste de China. Teóricamente, la cercanía con la URSS garantizaba el color político de la provincia; pero el caso es que, en 1942, el señor de la guerra local se decidió en sentido exactamente contrario. En ese momento, Tse Min y el resto de los mandos comunistas locales comenzaron a enviar telegramas a Mao para que los sacase de allí; pero Mao les dijo que no se les ocurriese moverse. Los quería muertos, porque quería mártires.

Dicho y hecho. A principios de 1943, Tse Min y otras 140 personas, todas ellas jefes comunistas y sus familias, incluida la mujer y el hijo del propio hermano de Mao, y una niña que Mao consideraba su hija, Si Qi, fueron encarcelados.

El señor de la guerra se había ido a Chongqing. Allí estaba Chou En Lai, que podía negociar la liberación de los presos y, de hecho, los soviéticos así se lo intimaron al chino. El 10 de febrero, fue el Secretariado del PCC, en una toma de posición colectiva, quien le encargó a Chou la gestión. Dos días después sin embargo, Mao le envió un telegrama personal en el que le listaba los temas que tenía que tratar con los nacionalistas; y la liberación de los de Xinjiang no estaba en la lista.

Meses después, en junio, Lin Biao, quien también estaba en Chongqing, se reunió allí con el embajador soviético Panyushkin. Le informó de que, contrariamente a lo que el soviético pensaba, Chou no había hablado con los nacionalistas del temita de los prisioneros. Entonces apareció el propio Chou quien, confrontado con el embajador, comenzó a decir que sí, que él le había enviado una carta tres meses antes a Chiang Kai Shek, pero que éste no le había contestado. El embajador tuvo muy claro que el chino le estaba mintiendo. Entre otras cosas, sabía bien que apenas unos días antes de aquella entrevista, Chou y Lin se habían visto personalmente con Chiang. Así pues, si tan interesado estaba el PCC en liberar a los presos, habrían sacado entonces el tema.

El 27 de septiembre, Tse Min y otros dos dirigentes comunistas fueron ejecutados, bajo la acusación de estar preparando un golpe. Extrañamente, Mao ocultó la noticia. Aquello no era la masacre que buscaba. Tres muertos de mierda no le servían para nada.

Mao tenía para entonces, eso sí, un consuelo importante; un consuelo sin el cual, quizás, no habría podido montar el momio que montó, como demuestra la actuación, que ya contaremos, de Liu Shao. Ese consuelo era el total control del Partido. El Partido era Mao, y Mao era el Partido, desde, como muy tarde, el otoño de 1941. En ese momento, todas las personas que alguna vez se habían opuesto a Mao en algo se vieron obligadas a realizar sesiones públicas de confesión de sus culpas y de sus muchos errores marxistas. A ese juego se apuntó todo dios, incluso los antiguos jefes del Partido Lo Fu y, sobre todo, Po Ku, el hombre que, realmente había hecho un intento por reducir a Mao a la mera categoría de jarrón de porcelana. Po Ku murió en 1946 en un accidente de avión; hay mucha gente que va por ahí diciendo que si el general Mola se mató o lo mató Franco; pero de los aspectos oscuros de la muerte de Po Ku no habla nadie.

Uno, sin embargo, siempre se resistió: Wang Ming; y, más que probablemente, con eso se ganó el final que se ganó.

Wang Ming fue culpable de infravaloración. Pero, en realidad, no infravaloró a Mao; a quien nunca entendió, fue a Stalin. Cuando estalló la guerra en China, Wang calculó que a Mao le llegaría la desgracia en cuanto Stalin se diese cuenta de que estaba rehuyendo la pelea contra Japón, en contra de los intereses de la URSS. Gracias a su excelente posición en el Politburo, en octubre de 1941 tuvo información precisa de que Dimitrov le había enviado un cablegrama a Mao exigiéndole que moviese el culo hacia la línea de batalla. En esas circunstancias, Wang decidió que tenía una fuerza que, en realidad, no tenía. Cuando fue conminado a realizar su confesión pública, se negó, y comenzó a criticar la actitud de Mao respecto de los japoneses. Además, demostrando con ello que no sabía dónde estaba (porque los comunistas son esos tipos que siempre quieren que los demás debatan, pero jamás quieren debatir entre ellos), propuso que él mismo y Mao tuviesen un debate público. En paralelo, intentó emponzoñar la relación entre Stalin y Mao contándole a los soviéticos (probablemente, al general Pyotr Parfenovitch Vladimirov) que Mao ya había decidido que en ningún caso apoyaría a la URSS en caso de necesidad.

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