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Enrique, el que a todos contentaba
El órdago de Pacheco/Mendoza
Nunca te fíes de un francés
El follón del matrimonio de Enrique y Juana
¿De qué murió Pedro Girón?
La última trucha de Alfonso
Guisando
Lo de Fernando se va definiendo
Isabel se quita la careta
Fernando, en Castilla
Una boda en pecado, un legado papal corrupto, y el momento más bajo para los esposos
Guerra de bebés
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El 7 de marzo de 1471,
exactamente un año después de que el matrimonio le hubiese escrito una carta al
rey Enrique, salió de Dueñas una nueva misiva. Esta vez, sin embargo, ya no
eran los dos quienes la firmaban, sino sólo Isabel, lo cual hace pensar que,
tal vez, fue un texto elaborado sin el conocimiento de su marido, de Carrillo,
o de los dos.
Protestaba airadamente en la
carta Isabel por los insultos que contra ella había proferido Jouffroy en Val
de Lozoya (provocados, probablemente, por el hecho de que el obispo de Albi
opinase que la mejor forma de haber arreglado las cosas habría sido que Isabel
hubiera aceptado casarse con Berry cuando pudo hacerlo). Acto seguido, atacaba
la infanta de Castilla y reina de Sicilia con su argumento más demoledor: no se
puede ir por la vida diciendo una cosa y la contraria. Enrique, en Guisando,
había declarado que Juana era hija de unas relaciones ilegales de su esposa;
además, le recordaba Isabel, él y Juana nunca habían estado legalmente casados
(a lo que bien podría contestar Enrique: pues anda que tú...)
Enrique había prometido en
Guisando divorciarse de su medio mujer, enviarla a Portugal en compañía de su
hija, y nada de eso había hecho. Lejos de otorgarle a su hermana las ciudades
prometidas, se las había dado a otros. Consideraba que “sería una gran desgracia”
para Castilla, le decía a Enrique, “que dierais cobre en vez de oro y una
heredera ajena en lugar de una legítima sucesora”.
La carta de Isabel era todo un
desahogo, lo que hace pensar que pudiera ser que la hubiese escrito ella sola.
Al final del día, sin embargo, yo debo decir que no lo creo. Y no lo creo
porque la misiva, meticulosamente analizada, revela varios importantísimos, sutiles
puntos jurídicos que es muy difícil que
Isabel, apenas una adolescente en esos momentos, dominase por sí sola. Mi
sensación es que hay algún aburrido y ajado jurisconsulto detrás de estas
notas.
El punto esencial que plantea la
misiva es éste: el derecho castellano, al revés de la imagen que mucha gente
tiene de la Edad Media, no otorgaba al rey derecho a hacer en cada momento lo
que se saliese del ciruelo. A los ojos de las viejas leyes del reino, ir a
Guisando I y decir somos anticapitalistas y aborrecemos de la casta y luego ir
a Guisando II y decir ahora queremos un gobierno de coalición con la casta, era
un acto de dudosa constitucionalidad. Al contrario, como digo, de la forma que
tiene mucha gente de contemplar el Derecho constitucional (digámoslo así)
medieval, que para estas visiones no es derecho sino simple y puro albedrío
personal, en un reino medieval como Castilla todos los ciudadanos, al
declararse súbditos de un rey, se declaraban servidores de un mandadero que siempre haría lo mejor para el reino
y que se comprometía a respetar sus reglas
básicas, notablemente en el terreno religioso. Por decirlo de forma muy
resumida, los súbditos se comprometían a ser súbditos; pero el rey se
comprometía a ser un buen rey, y eso pasaba por no hacer las cosas como le
diese la gana y sin escuchar a nadie.
Por todo ello, si el rey Enrique,
en Guisando, había jurado que su hija Juana no lo era, no podía llegar en Val
de Lozoya y decir ahora me peta decir que sí lo es, a menos que hubiese
exhibido pruebas de que su confesión de Guisando lo fue bajo presión o amenaza.
Ciertamente, en Lozoya exhibió un documento papal que le daba la razón; pero
eso, en un reino que se había apartado de la disciplina papal durante años muy
recientemente, no era decir mucho, la verdad.
Desde un punto de vista práctico
o procesal, todo eso quería decir, y yo cuando menos tengo la impresión de que
quien aconsejó a Isabel las palabras que escribió lo tenía en la cabeza; todo
eso, digo, quiere decir que el rey Enrique no podía quedarse en su palacio de
Segovia diciendo: hala, Juana es la heredera, y punto pelota. Tenía que
convocar Cortes. De hecho, tenía que hacerlo porque el tesoro castellano estaba
temblando y en Castilla no se aprobaba un impuesto sin el OK parlamentario.
Sin embargo, si Isabel pensaba
que las Cortes de Segovia se verían presididas por la cuestión sucesoria, de
nuevo, como en la anterior convocatoria, se dio con un palmo en las narices.
Las Cortes segovianas bastante tuvieron con poder discutir una política adecuada
para enfrentar las consecuencias del caos que había creado el rey con sus
devaluaciones monetarias, provocadas por la mala cabeza del Trastámara, que permitió
una enorme inflación de cecas, como consecuencia de la cual las monedas falsas
circulaban con el mismo volumen, o incluso más, que las reales.
A principios de 1471, en medio de
esta situación de indefinición y mala hostia, el ladino rey aragonés hizo un
movimiento inteligente: le ofreció como esposa a su nieta, Ana de Aragón, a
Luis de la Cerda, duque de Medinaceli. Fue una más de las jugadas inteligentes
de Juan, siempre atento a los movimientos del viento. De la Cerda era un
Mendoza, y aquel matrimonio abrió una importante cuña en una familia que era
una importante valedora del rey Enrique.
En marzo, el duque estaba en
Medina de Rioseco junto a Carrillo, Enríquez y los esposos. Allí, delante de
una pequeña multitud, la infanta leyó la carta que le había escrito al rey
antes de enviarla y, acto seguido, distribuyó copias entre sus parciales que,
acto seguido, las harían clavar en la puerta de las iglesias de media Castilla.
Los esposos buscaban convertirse en trending
topic a toda costa.
En un proceso paralelo, Isabel y
Fernando presionaban al suegro y padre, el rey de Aragón, para hacer efectivas
las capitulaciones matrimoniales. Eran conscientes de que sin dinero no podría
haber causa, así pues enviaron cobradores a Sicilia y a la propia Zaragoza,
donde reclamaron las villas prometidas de Elche y Crevillente. Estas dos
villas, sin embargo, en el marco de la situación general de resistencia
aragonesa hacia lo que se consideraba un condicionado de la boda excesivamente
gravoso, se negaron a alimentar las arcas de una infanta castellana. Isabel
protestó ante su suegro con una carta escrita en términos perentorios y muy
duros, que debió impresionar lo suficiente a Juan como para trabajar para el
cumplimiento de las condiciones.
Mientras tanto, el rey Enrique
esperaba, infructuosamente, la llegada de los soldados del duque de Berry. No
sabía que el hermano del rey de Francia, sin embargo, estaba en otra onda: en esas mismas
semanas de la primavera del 1471, estaba enviando mensajeros al Papa Pablo II,
para conseguir de él autorización para romper su promesa de fidelidad al rey
Luis, así como la de casarse con Juana. Pasarían algunos meses antes de que
Berry descubriese su jugada y le pidiese al duque de Borgoña la mano de su hija
María.
El año 1471, sin embargo, todavía
habría de terminar con una noticia mucho peor para los intereses de Enrique: el
25 de julio fallecía en Roma Pablo II, el Papa, uno de sus principales
valedores. Murió, además, de forma inesperada, lo que dejaba los asuntos del
Vaticano en el alero. El 22 de agosto, fue elegido para su puesto Francesco
della Rovere, quien habría de elegir el nombre de Sixto IV. Sixto tenía una
visión opuesta a la de su antecesor sobre los problemas de Castilla: en lugar
de ver el matrimonio de los reyes de Sicilia como un obstáculo para la paz en
el reino, consideraba que era la gran oportunidad para allegarla pues, creía, de
no estar ellos la muerte del rey Enrique, que algún día llegaría, sumiría a la
nación en una guerra civil imparable. Así pues, el 1 de diciembre el Papa
redactó y oficializó la bula que, a toro pasado, legalizaba el matrimonio entre
los dos.
De un plumazo, pues, los dos
puntales de Val de Lozoya desparecieron en apenas unas semanas: primero, un
Papa legalmente constituido, esto es teológicamente hablando designado por el
Espíritu Santo, había sancionado el matrimonio entre Isabel de Castilla y
Fernando de Aragón; y, por otro lado, el duque de Berry se desdijo de su
promesa de casar con la hija del rey Enrique, un renuncio éste que era todo lo
que necesitaba media Castilla para terminar de convencerse de que la chavala
era ilegítima.
Llevado por los nervios, la
urgencia, la sed de venganza o la simple volatilidad mental (esto último,
altamente probable), Enrique de Trastámara cometió un error estratégico a
principios de 1472, y le concedió la villa de Sepúlveda a su siempre querido
Pacheco. Digo que fue un error estratégico porque si había una comarca dentro
de Castilla que los esposos, conocedores de que allí había tema, se estaban
trabajando a fondo, enviando emisarios, reclutando lanceros y haciendo
propaganda, ésa era toda la zona del Guadarrama donde está ubicada la preciosa
villa segoviana. Como consecuencia, los sepulvedanos se alzaron en contra de la
concesión y petaron el pueblo de estandartes con el yugo y las flechas.
Enrique, por una vez, se encabronó (y a quien se encabrona poco le suele pasar que
lo hace a destiempo) y ordenó a sus soldados entrar en la ciudad a reprimir a
los lugareños, que eran los únicos teóricos opositores que iban a encontrar.
Pero eso es teórico porque, aprovechando el manto de la noche, los jefes de la
ciudad dejaron entrar a Fernando y sus tropas; así pues, antes de que las
tropas de Enrique pudiesen cargar, Fernando había declarado que Sepúlveda era
de Isabel y de él mismo.
La proclamación de Sepúlveda, que
recordemos tal vez no se habría producido de no haber existido el gesto
anterior de cederla a Pacheco, provocó una oleada de entusiasmo isabelista.
Ciudades como Agreda o Aranda de Duero se declararon suyas. En paralelo, el rey
Juan también conseguía que en Aragón las cosas le dejasen de ir como el culo.
Desde finales de 1470, con la muerte de Jean de Lorraine, los catalanes se
habían quedado sin un líder claro para su rebelión, por lo que la mayoría de
los nobles locales, poco a poco, se fueron declarando proaragoneses. En agosto
de 1471, los maños habían recuperado la perla gerundense. El rey Juan, además,
estableció un pacto de alianza con Carlos el Temerario, siempre amigo de los
enemigos de París, y con Ferrante, rey de Nápoles. Barcelona era el último
bastión de la resistencia y, aunque las cosas estaban muy de cara para los
aragoneses, su rey no se fiaba y, de hecho, quería a su hijo Fernando a su
lado. Luis XI le había prometido a René de Anjou, líder de los rebeldes
catalanes (por el nombre ya se ve que era de la periferia de La Garriga, el nen) unos sólidos refuerzos que, sin
embargo, y a despecho de los temores del rey de Aragón, nunca pisaron Cataluña.
Ya en mayo de 1472, Berry falleció en lo mejor de la vida, 26 años, y
automáticamente los borgoñones acusaron al rey francés de haberlo envenenado.
No pocos historiadores, en realidad, consideran que la verdad es bastante
prosaica, y es que el duque murió de sífilis. Sin embargo, como bien sabemos,
de toda la vida de Dios lo importante no es lo que las cosas son, sino lo que
parece que son. A Carlos el Temerario la muerte de su casi aliado le vino de
perlas para cargar contra Francia, que era lo que quería. Al invadir la
Vermandois, obligó a los franceses a defenderse, lo que hizo que perdiesen muy
rápidamente el interés por el teatro catalán.
La muerte de Berry, además,
dejaba ya definitivamente al rey de Castilla sin candidato para su hija, que
entonces tenía diez años. Considerando que los arroyos que había pisado hasta
el momento se habían secado, Enrique decidió mirar en otra dirección, hacia
Nápoles. Miró hacia allí porque allí estaba Ferrante, rey de Nápoles, bastardo
de Alfonso V de Aragón. De poder apañarse una boda entre Juana y el hijo de
Ferrante, primo de Fernando al fin y al cabo, se habría podido plantear una
competencia entre dos matrimonios de, por así decirlo, parecido valor
dinástico. Aquí, sin embargo, fue donde se desplegó en toda su eficiencia el
acuerdo alcanzado por Ferrante con el rey de Aragón, pues, vinculado por la
alianza entre ambos, declinó el plan.
En mayo y junio de aquel año, dos
meses extraordinariamente productivos para la armada aragonesa, el rey Juan
tomó Montserrat, Sarriá, Vic, Manresa y, last
but not least, la perla de la (inexistente) corona catalana: Barcelona. Los
barceloneses, la verdad, se sintieron en su mayoría aliviados por el final del
asedio. En primer lugar, porque el ser humano, incluso el de origen
catalán, tiene la mala costumbre de alimentarse al menos tres veces al día, y
el asedio aragonés había puesto esa costumbre muy difícil. En segundo lugar, la
gran mayoría de los habitantes de la ciudad había llegado a la conclusión de
que era imposible estructurarse a espaldas de la corona aragonesa. Una más de
las consecuencias de esos tiempos tardomedievales: el tiempo en el que las
tierras cambiaban de obediencia, en realidad, prácticamente había terminado en
Europa occidental; lo que pasa es que todavía había mucha gente que no se daba
cuenta.
En marzo de 1472, Fernando,
prestando oídos a las peticiones de su padre, se presentó en Zaragoza, donde
estuvo tres meses. En julio se desplazó al palacio de Pedralbes, que entonces
estaba a un tiro de piedra de Barcelona propiamente dicha, donde se entrevistó
con su papá. Juan quería que su hijo completase con él las negociaciones con
Carlos el Temerario y el final de la guerra en Cataluña y, además, también
quería que estuviese con él cuando llegase Rodrigo Borgia, el legado del Papa
Sixto, que venía con la bula matrimonial bajo el brazo. Isabel y su niña
quedaron en Alcalá de Henares, fuertemente custodiadas por las tropas de
Carrillo.
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