lunes, noviembre 18, 2019

Isabel al poder (11: Fernando, en Castilla)

Otros escalones de esta escalera:

Mientras Isabel escuchaba a Alfonso de Coca ponderar las muchas virtudes del joven príncipe aragonés (que en realidad ya era rey, si bien de Sicilia), el arzobispo Carrillo andaba preocupado. Al jefe del partido isabelista no le había gustado ni un pelo que Enrique no se hubiese molestado ni siquiera en contestar la misiva de su medio hermana. Buen conocedor de las sutilezas del poder castellano, Carrillo temía que la combinación del desprecio de Enrique hacia los postulados de Isabel, combinado con las noticias que de seguro estaban llegando a todas partes de que sus tropas se dirigían al norte, provocaría una serie de movimientos orquestales en la oscuridad. Y no se equivocó. Varios de los parciales de la infanta, de formas más o menos taimadas, cambiaron de bando. En opinión del prelado, esta repentina pérdida de fuerza del bando isabelista sólo se podría contestar si recuperaba la iniciativa haciendo patente la ayuda de Aragón.

En otras palabras: había llegado la hora de que Nando se dejase caer por Castilla. Cárdenas y Palencia fueron los mensajeros escogidos, y viajaron de incógnito a Aragón. El plan era llegarse a Burgo de Osma, entonces población casi fronteriza entre Castilla y Aragón, donde deberían recibir el apoyo de Pedro de Montoya, obispo de la diócesis; y de Luis de la Cerda, el conde de Medinaceli.

Llegados a Osma, sin embargo, Palencia y Cárdenas hubieron de darse cuenta de que el astuto Montoya se había pasado al bando enriquista. Afortunadamente para el plan histórico de los reyes católicos, los dos viajeros eran mucho más listos que el lenguaraz y un tanto chulesco Montoya. No le refirieron el motivo de su viaje y, en cambio, Montoya sí les dijo que había reunido una tropa de soldados para detener a Fernando en cuanto pisase Castilla y que, ítem más, los eternos Mendoza dirigían en esos momentos varias partidas que patrullaban la raya de Aragón, para aplastar al gusano en cuanto asomase la colita.

Que Montoya era medio lerdo, o tal vez prefirió guardarse un as en la manga por si algún día, al contrario de lo que él esperaba, el bando constitucionalista enriquista perdía la partida, lo demuestra que, sin sospechar aparentemente lo que estaba haciendo, les extendió a ambos viajeros sendos pasaportes para que pudiesen pasar a Aragón. A finales de septiembre, los dos mensajeros llegaron a Zaragoza. Pero donde esperaban encontrar una Corte dispuesta a ayudarles, se encontraron a un reino en horas bajas, de las más bajas que vivió durante su existencia. El rey Juan ni siquiera estaba en la capital, pues se encontraba en Gerona; y su situación, según le informaron a Palencia, eran tan desesperada que, en lugar de aspirar a recuperar la ciudad de los puchimones, lo que estaba intentando era evitar una deserción masiva de sus tropas por falta de paga (¡ah, los siglos en los que no se había inventado todavía el orgullo nacional para así poder pagarle un puta mierda a los soldados y, aun así, aspirar a que sigan luchando!). Fernando, por su parte, estaba allegando tropas frescas (esto quiere decir: sin impagos) para realizar una nueva ofensiva que ayudase a su papi.

Cuando Cárdenas y Palencia le insinuaron a los mayordomos del rey la posibilidad de que Fernando pasase a Castilla, éstos les recomendaron encarecidamente que no mamasen. Los franceses incluso habían hecho suya la ciudad de Segorbe. Muchos nobles catalanes desertaban del bando aragonés y se pasaban al francés. El ejército aragonés, prácticamente, no tenía más comandante que Fernando, y no podía renunciar a él para irse a conocer a su puñetera novia.

Palencia, sin embargo, era un tipo listo y, por lo tanto, tenía la capacidad de contar las cosas como las cuenta un buen jugador de ajedrez: no te fijes en la jugada que sigue; párate a pensar, mejor, en cómo estará el tablero dentro de tres, cinco o diez jugadas según lo que hagas ahora. El paso de Fernando a Castilla, argumentó el fiel isabelino, era la única esperanza que tenía Isabel de no ser prendida y sometida por Enrique, a la vista de la cascada de nobles que estaban cambiando de bando. Y, si eso ocurría, entonces sí que Aragón ya no tendría ninguna oportunidad de poder equilibrar el poder francés que la atacaba; yo doy por muy probable que Palencia le recordase a los aragoneses que, sometida Isabel al albedrío de su hermano, probablemente acabaría casada con el duque de Berry, lo cual quiere decir que Castilla entraría en la liza entre Francia y Aragón a favor de aquélla. A Fernando este argumento le llegó y, tras algunas consultas, resolvió pasar a Castilla.

Hizo el viaje disfrazado de arriero. Salió de Zaragoza el 5 de octubre de 1469, acompañado tan sólo por seis personas. Su caracterización funcionó a las mil maravillas, pues el viaje se hizo sin grandes novedades.

El día 7 por la noche, ya en Castilla, la partida se llegó hasta Burgo de Osma, y llamó a las puertas del castillo del conde de Trevino, dentro del cual estaba durmiendo Palencia. El cronista, sin embargo, no esperaba que Fernando llegase tan pronto (lo esperaba para el día siguiente, como muy pronto), y por eso no advirtió a lo guardias. Éstos, pues, ante la llegada de unos desconocidos, dieron la alarma y les tiraron una enorme piedra desde las almenas. De haber caído esa piedra sobre Fernando, habrían, en frase de Churchill (que la dijo sobre Stalingrado, no sobre el pedrolo), girado los goznes de la Historia. Ya escoltado por las tropas de Trevino, Fernando viajó a la fortaleza de Curiel, donde lo esperaba, entre otros, el propio Carrillo.

El 12 de octubre, perfectamente informada de los movimientos de su futuro marido, Isabel le escribe una nueva carta a Enrique. En ella, chulescamente, le informa de que, a pesar de que el rey había dado órdenes de bloquear el paso de Fernando a Castilla, el pretendiente había conseguido entrar en el reino; y volvía a solicitar del rey su aprobación para el matrimonio de ambos. Enrique no contestaría.

Ese mismo día 12, o tal vez el 14 porque el tema no está del todo claro, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón se encontraron físicamente por primera vez. Lo más probable es que el encuentro fuese de noche, para no hacer algarabía de él.

Aquel encuentro, de nuevo, tampoco había sido muy fácil de apañar. Durante días, Carrillo y su protegida habían discutido interminablemente sobre la forma en que se produciría el embroque. Estaba claro que Carrillo llevaría al joven aragonés a las habitaciones de Isabel, donde ésta le recibiría. El arzobispo, sin embargo, quería que, en ese momento, Fernando hincase rodilla en tierra y le besase la mano a Isabel, en expreso reconocimiento de la prelación de ésta como heredera de la Corona de Castilla. Isabel, sin embargo, se negó. Yo siempre he supuesto que estaría perfectamente informada de las grandes dificultades que habían encontrado tanto Fernando como su padre para firmar las segundas capitulaciones matrimoniales (un documento que, digámoslo claramente, era contemplado como ultrajante por no pocos juristas aragoneses); y, por lo tanto, había concluido que enough is enough. Tenía, además, el ejemplo de su propio hermano el rey Enrique, quien, en parecidas circunstancias, le había dispensado a ella graciosamente de la obligación de besarle la mano en señal de sumisión. Isabel, pues, no quería más humillaciones. Pero, una vez más, eso no podía ser porque amase a Fernando, como pretende la teoría moñas, abrazada por diversas dizque novelas históricas. Isabel no podía amar a un tipo al que no conocía; por no mencionar que en el negocio que tenían entre medias, el amor tenía más o menos la misma importancia que la cosecha de caucho en Birmania. No olvidemos que Alfonso de Coca acababa de llegar de Aragón y, probablemente, le había contado cosas. Por ejemplo, que Fernando era persona de recio carácter; y su padre, la verdad, era un tigre con hemorroides. Yo tengo por mí que Isabel había sido sabiamente aconsejada en el sentido de que, si había conseguido ponerle un arnés a un leopardo, lo más lógico era que no tirase mucho de él para que el leopardo se acostumbrase a él y llegase a olvidar que lo llevaba. Carrillo estas cosas no las veía porque estaba, diría la joven Isabel, chapado a la antigua. Pero ése era su problema.

La infanta, de hecho, calló los labios de Carrillo con un argumento terminal: por mucho que sus aspiraciones fuesen legítimas, ella, Isabel, no era reina de ningún reino (recuérdese que se había negado a jurar como reina tras la muerte de su hermano); pues el rey de Castilla, seguía insistiendo, era su hermano Enrique. Fernando, sín embargo, sí que era rey, de Sicilia. Tenía poco pase, pues, que una princesa que formalmente era infanta le exigiese un besamanos a un rey. Como si la infanta Elena recibiese al rey de Noruega, o de Dinamarca, y encima le dijese: "genuflexiónate, tío".

Aun más, las crónicas nos dicen que Isabel le dijo a Carrillo una cosita que, ejem, casa un poquito mal con la visión que se ha querido transmitir de Isabel de Castilla como una especie de feminista adelantada a su tiempo. “La calidad de hombre” de Fernando, le dijo Isabel a Carrillo, “lo pone por encima de la mujer, por derecho y por razón, tal y como lo confirma la ley natural en todas las comunidades” (el papelito donde dice esto está en el Archivo de Simancas; no se sabe por cuánto tiempo, claro, pues quién sabe si algún día esta historia no se reescribirá y nos enteraremos de que lo que realmente dijo Isabel fue: "como mujer empoderada que soy, debiera exigir yo la sumisión formal de todo monarca heteropatriarcal; pero por el bien de mis Estados no lo haré; eso sí, mi buen obispo, recordad de advertirle a mis damas que quiero recibir a Fernando vistiendo mis mejores ropajes morados").

Lo realmente importante de aquella entrevista es que, según todos, todos los indicios y todas, todas las impresiones que nos han llegado, Isabel y Fernando se cayeron genial. Creo que se dice algo así como que Isabel decidió al instante que aquel tipo era su crush. En lo personal, pues Isabel pudo comprobar que Fernando, si bien no era un tío guapo (de rostro era un poco papahostias, para qué negarlo), sí tenía hechuras de cross fit; y Fernando pudo comprobar que su futura esposa estaba más cerca de  Michelle Jenner que de Lola Gaos. Y, en lo intelectual, o político, ambos pudieron comprobar que sus ambiciones eran parangonables y, lo que era más importante, su visión estratégica de cómo deberían alcanzarlas, muy parecida. Palencia nos lega a decir que, en aquel encuentro, únicamente la presencia del arzobispo Carrillo consiguió “restringir los impulsos amorosos de los amantes”; algo que, más que probablemente, es una exageración, pues Isabel jamás habría metido mano antes del matrimonio. Creo que la mejor forma de resumir ese encuentro es decir que, en el mismo, Isabel encontró a un hombre con el que sentía que podía correinar.

Horas después de la entrevista, ambos tortolitos se comprometieron formalmente. Luego, ya de madrugada, Fernando y su gente regresaron a Dueñas. El miércoles, 18 de octubre, comenzaron las celebraciones de la boda. En Valladolid, en una hora cercana al crepúsculo, delante de Carrillo, del legado Veneris, de Fabrique Enríquez, de los Manrique y otros grandes de Castilla, Fernando e Isabel intercambiaron sus votos y firmaron la documentación que los convertía en marido y mujer. Para evitar errores del pasado, Carrillo, inmediatamente, mostró a los presentes un bula del Papa Pío II, de fecha 24 de marzo de 1464, en la que se autorizaba aquel matrimonio entre primos. Ésa fue, en todo caso, la boda civil. La religiosa no se verificó hasta el día siguiente, razón por la cual, esa noche, Fernando se mató a pajas.

La boda fue un suceso en Valladolid, aunque hay que reconocer que no faltaron en la ceremonia religiosa partidarios de Enrique y, sobre todo, de Pacheco, que guardaron una actitud incómoda y circunspecta. En todo caso, si el partido isabelista esperaba que la mera noticia del matrimonio iba a poner Castilla a sus pies, eso no pasó. En Aragón, las ciudades sobre todo catalanas protestaron por aquel enlace. En Castilla tampoco se tuvo por buena noticia pues, a juicio de la mayoría de las villas, aquel matrimonio era más la antesala de una guerra civil que el preludio de un acuerdo.

El principal problema, sin embargo, seguía siendo el insondable silencio de Enrique.

El 22 de octubre, Isabel y Fernando enviaron a mensajeros especiales a Segovia con una carta para el rey de Castilla. En ella, los casados informaban de su condición de tales, además de expresar pleitesía respecto de su monarca. Incluían también un resumen de las capitulaciones matrimoniales, supongo que para tranquilizar los pruritos de los juristas castellanos sobre los derechos que había adquirido Fernando con la boda. Y, sobre todo, los esposos trataban de blanquear su gesto de casarse que, sabían bien, era un gesto anticonstitucional.

En efecto: la boda de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, si no fue un golpe de Estado, fue porque no trajo aparejado el intento de hacerse con los resortes del poder. Fue, si se quiere, un golpe de Estado con espoleta retardada, pues pretendía eso mismo, pero no el momento en que se verificaba el matrimonio. Era, desde luego, un acto decididamente anticonstitucional, pues en Guisando había quedado bien claro que Isabel reconocía que Enrique era el rey de Castilla, cegando la vía Carrillo consistente en constituirse en reina de Castilla en el marco de una guerra por la legitimidad; y ese reconocimiento venía a suponer, nos pongamos decúbito prono o supino, que Enrique de Trastámara mantenía su derecho a auditar y permitir cualquier matrimonio que su medio hermana quisiese celebrar. Así las cosas, en su carta Isabel y Fernando reconocían todo eso, reconocían que no deberían haberse casado a su puta bola, sin el consentimiento del rey ni el de los grandes del reino ni las Cortes; pero lo justificaban diciendo que todas esas formalidades habrían tomado tanto tiempo que “en estos reinos se habría producido un gran peligro debido a la ausencia de niños que garantizaran la sucesión”. Un argumento, la verdad, bastante endeble: la misma capacidad teórica que tenía Fernando de inseminar a Isabel la tenía, ya puestos, Carlos de Berry. Y luego estaba el temita de que, cuando menos a ojos de Enrique (y, sobre todo, de su mujer), las de Isabel no eran las únicas trompas de Falopio que había en juego.

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