miércoles, noviembre 06, 2019

Isabel al poder (9: lo de Fernando se va definiendo)

Otros escalones de esta escalera:

Cuando Peralta, el enviado del rey aragonés que quería pedir la mano de Isabel para Fernando, llegó a la Corte castellana, el rey y su mano (Pacheco) lo recibieron como a un lechero que trajese leche pasada. Peralta afectó sentirse muy contrito por la frialdad con que el monarca recibió su petición de mano pero, en realidad, era postureo. Aquel hombre no estaba en Castilla para negociar con Enrique porque, simple y llanamente, sabía que Enrique nunca daría su visto bueno a la boda de su medio hermana con Fernando de Aragón. Estaba allí para negociar con el trío de conspiradores que podríamos llamar la Tripe C (Carrillo, Cárdenas, Chacón) que estaba dispuesto a ciscarse en las condiciones de Guisando y casar a Isabel con o sin la anuencia real. No le fue difícil, pues Ocaña no estaba, ni lo está, lejos de Yepes, donde como sabemos el arzobispo tenía su queli.

Peralta no tenía problema en escabullirse por la noche e irse a Yepes de cañas con el arzobispo. Pero entrevistarse con Isabel ya era otra cuestión. Ciertamente, la infanta era huésped de Cárdenas, su parcial; pero, al tiempo, estando en Ocaña, una ciudad de la orden de Santiago, estaba de facto rodeada de espías de Pacheco, que anotaban hasta cuando le bajaban las reglas.

Una noche, Peralta se embarcó en una pequeña barca que se dejó llevar por el anchuroso Tajo hasta un lugar pactado, donde lo esperaban Cárdenas y Chacón. Estos dos lo condujeron al palacio de Cárdenas en Ocaña, consiguieron meterlo de tapadillo e introducirlo en las habitaciones de la infanta donde, con las cortinas echadas y apenas a la luz de una vela, el embajador aragonés y la futura reina de Castilla tuvieron una entrevista. Cuando menos en la reconstrucción de los hechos que yo me hago, la princesa todavía dudó algo. En fecha tan tardía como diciembre de 1468, da la impresión de que todavía creía en la posibilidad de que, al inicio de 1469, las Cortes castellanas la votasen heredera de la corona de Castilla. Sin embargo, pocas semanas después, ya en el nuevo año, la encontramos convencida de su necesidad de casarse at all costs con Fernando de Aragón; y el amor, por mucho que los dizque novelistas históricos moñas se empeñen, no tuvo nada que ver en ello, pues en el momento en que Isabel de Castilla tomó la determinación de casarse sí o sí, ni siquiera había visto todavía un retrato de su futuro marido. No, no fue el amor, sino el dinero: las montañas de pasta que Juan de Aragón le prometió, sobre todo, a Cárdenas y a Chacón, para que le comieran la oreja a la niña y la convencieran.

El 7 de enero de 1469, Fernando de Aragón, obviamente aleccionado por su padre, firma en Cervera  las capitulaciones matrimoniales con Isabel de Castilla que habían preparado los leguleyos aragoneses. Cinco días después, el propio rey Juan ratificó el contenido de dichas capitulaciones, y se las envió por un SEUR a Carrillo, a Yepes.

En un proceso paralelo, comenzaban a llegar los representantes de las Cortes convocadas meses antes en Ocaña. Sin embargo, algo raro pasó pues, a pesar de haberse cursado la convocatoria con meses de tiempo, poco más de la mitad de las ciudades que fueron convocadas enviaron representantes. Además, el punto principal de su orden del día era tributario, relacionado pues con la necesidad de allegar recursos para el monarca. De la cuestión de Isabelinchi se habló poco. Los procuradores de los territorios que habían protestado contra los términos de los acuerdos de Guisando ni siquiera se tomaron la molestia de presentarse en Ocaña. Taimadamente, Enrique, que yo creo que tenía las mismas ganas de proclamar a su hermana heredera de su corona que de perforarse un testículo con una alcayata, pretextó la falta de quorum para levantar la sesión. Tuvo que reabrirla, sin embargo, porque los diputados presentes le presionaron en tal sentido. Entonces delegó la cuestión en Pacheco y Fonseca, y se fue a cazar.

Pacheco, de nuevo al mando del cotarro, no hizo otra cosa que matar el partido. Sometió a las Cortes un montón de decisiones pendientes, muchas de ellas soportadas con plúmbeos expedientes que los representantes se vieron obligados a estudiar, de modo y forma que los señores diputados acabaron hasta los cojones de serlo. Las Cortes se disolvieron en abril sin haber tomado decisión alguna que merezca lugar en el frontispicio de la Historia. Y digo esto porque yo soy de los que piensan que Isabel no fue proclamada heredera de la corona de Castilla por las Cortes de Ocaña; algo que, de todas formas, está sujeto a discusión entre historiadores y mediopensionistas en general. Ella misma, Isabel, siempre sostendría, en cartas posteriores, que se había producido una aclamación en su favor en Ocaña e, incluso, le escribió en una ocasión a su hermano Enrique que eso era algo de común conocimiento, esto es, que se había producido con entera publicidad. Lo que yo no tengo claro es que dicho pronunciamiento, si es que existió, tuviese entera legalidad. Las actas de las Cortes no lo recogen y, si lo hubo, en todo caso tuvo que ser realizado por un número muy menguado de representantes pues, como hemos dicho, la asistencia a Ocaña fue magra y, sobre serlo, la estrategia de Pacheco de cansar a los representantes con asuntillos y tocadas de pelotas probablemente provocó un exilio posterior. Es probable, pues, que a Isabel, literalmente, la proclamaran legítima heredera de la Corona castellana Manolo y El de la Guitarra.

En estas condiciones, la única opción de Carrillo (porque era Carrillo quien estaba montando todo aquello, no Isabel; yo ya sé que hacerse pajillas con la imagen de una adolescente tardomedieval empoderada y tal tomando el toro por los cuernos y blablalá, es muy atractiva; pero, las cosas como son, Isabel, a esas alturas de la película, visto que las predicciones de Carrillo sobre Guisando se habían verificado con precisión milimétrica, no iba ni a comprarse un Women's Secret sin que lo supiera el arzobispo de Toledo); la única opción de Carrillo, digo, era, dicho en lenguaje actual, reactivar el golpe de Estado. Buscar la legitimidad de su patrocinada en otro sitio distinto de las Cortes constitucionales: la opinión de los nobles rebeldes. Reactivar, pues, la idea de que Enrique era indigno de ser rey, y que ello se exigía que Isabel tomase las riendas del país.

Así pues, en medio del mayor secreto, por medio de cartas cifradas que entregaban mensajeros que pretendían ser cualquier otra cosa, los nobles rebeldes fueron consultados sobre la situación. Tres semanas después, la mayoría de ellos, según concluyó Tezanos-Carrillo, estaba a favor de la boda de Isabel con Fernando de Aragón. Full steam ahead, and damn the torpedoes!

Con esta caución en la mano, Carrillo firmó los papeles que Peralta le puso delante, aceptando el compromiso de casar a Isabel con Fernando.

Con estos papeles, Peralta se fue a Aragón acompañado del señor de Bembibre, Gómez Manrique, un tipo que era poeta porque hubiera sido un crimen que no lo fuese, siendo como era sobrino de Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana; y tío de Jorge Manrique, el de las vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es la pensión del sistema de reparto. Ambos llevaban, como digo, la prueba documental de que la novia estaba por la labor de casarse con el novio, además de la primera carta que Isabel le escribía a su futuro churri.

Aquel gesto, sin embargo, había sido más difícil de lo que parece. Carrillo y Peralta habían discutido en Yepes y casi habían llegado a las manos cuando repasaron las capitulaciones que el aragonés traía firmadas desde el Ebro. El tema fundamental de desacuerdo eran los derechos de Fernando como rey consorte de Castilla. Carrillo consideraba que los aragoneses habían hecho una lectura muy laxa y beneficiosa de ese oficio consorcial y, consecuentemente, firmaron, pero firmaron exigiendo cambios formales y de fondo en las propias capitulaciones. Así las cosas, el 5 de marzo, de nuevo en Cervera, Fernando firmó una nueva versión del contrato matrimonial, ratificada siete días después en Zaragoza por su padre.

Bajo la luz del viejo derecho castellano, Fernando, por mucho que procediese de una dinastía no castellana, al casarse con Isabel, obtenía una serie de derechos dinásticos sobre la nación. Carrillo, sin embargo, no estaba dispuesto a respetar esas convenciones y, consecuentemente, forzó que las capitulaciones incluyesen algunas cláusulas que, de alguna forma, limitasen los derechos de Fernando sobre Castilla. En las discusiones de Yepes, y ante un Peralta crecientemente mohíno, Carrillo argumentó (y no le faltaba razón) dos cosas fundamentales: una, que Castilla era mucho más grande que Aragón; así pues, era una gilipollez argumentar que, igual que Fernando adquiría el derecho a reinar sobre Castilla (por ejemplo si, como ocurrió, sobrevivía a su mujer), Isabel lo adquiría de gobernar sobre Aragón. Y, dos, que Castilla era un reino plenamente consolidado; un reino que todo lo que podía hacer era expandirse en el momento en que terminase de expulsar al moro de la península; mientras que Aragón era un reino cuyo poder sobre una de sus perlas, Cataluña, era cada vez más dudoso. En otras palabras, Carrillo le dijo a Peralta: este matrimonio os salva a vosotros el culo mucho más que a nosotros; así pues, no jodas, Rodas.

Fernando, por lo tanto, hubo de firmar, primero que todo, que viviría en Castilla de forma permanente. Que podría abandonar el reino, desde luego, pero siempre con conocimiento y autorización de su mujer; especialmente si se llevaba con él a sus eventuales hijos. Debía dejar intactas las propiedades de la Corona (nada pues, de andar por ahí regalando ciudades a los amiguetes sin que lo aprobase la Doña); y a no reclamar las tierras castellanas propiedad del rey Juan, es decir de los viejos infantes de Aragón, y que tantos enfrentamientos habían provocado en tiempos de Álvaro de Luna. El marido no podría, por sí mismo, hacer designaciones municipales sin el nihil obstat isabelino, ni tampoco las eclesiásticas.

Es a la luz de estas leoninas condiciones, diseñadas para que Isabel retuviese personalmente todo el poder efectivo sobre Castilla y, consecuentemente, pudiese legarlo a su muerte a Fernando, como diría Mariano Rajoy, o no, como hay que contemplar el famosérrimo tanto monta, monta tanto, con el que Isabel, una vez que comprobó que se entendía con su marido, decidió organizar el gobierno de las dos monarquías reunidas en el matrimonio. Tanto monta, monta tanto es una forma de decir: sé bien que las normas dicen que mando yo; pero obedeced también a mi marido, porque cuando él habla, hablo yo.

Fernando se comprometía en las capitulaciones a ser el defensor militar de su mujer, asumiendo la comandancia de los ejércitos castellanos y aragoneses. Debía, como esposo de Isabel, reconocer y honrar a Enrique como rey de Castilla “mientras que el rey respetase la paz establecida entre él y su hermana”; pero si estallaba la guerra entre ambos, debía proveer a Isabel con 4.000 lanceros.

Como última previsión de las capitulaciones, a Fernando de Aragón se le imponía unas arras de matrimonio muy superiores a las dotes que se llevaban las mujeres de la familia real aragonesa que iban al matrimonio; algo que sentó en Aragón bastante peor que una patada en los cataplines. En este punto, sin embargo, el rey Juan dijo que Castilla no vería un duro mientras que Isabel no se hubiese independizado de Enrique (cosa que, según dejan claro otros puntos de las capitulaciones, no tenía intención de hacer, cuando menos formalmente).

Llegada la primavera del 1469, la época ideal para allegar mesnadas y plantearse campañas militares, Enrique, aconsejado para ello por Pacheco, decidió poner en marcha una, cuyo objetivo era recuperar la obediencia de muchos territorios al sur de la península. Ya cuando se había producido el acuerdo de Guisando, diversas ciudades de Murcia, Andalucía y Extremadura se habían negado a reconocer a Enrique como rey legítimo, posición que habían dejado más clara aun pasando de la convocatoria de Cortes. Así las cosas, Pacheco terminó por considerar que aquello era ya una cuestión que habría que resolver a bastonazos. Antes de salir hacia el sur, y temiendo un posible ataque desde Aragón si abandonaba el centro de la península, Enrique se amigó definitivamente con el clan de los Mendoza, a los que dejó a cargo de la finca. La poderosa familia se comprometió, además, a guardar a Isabel e intentar convencerla de que se casase con el rey portugués Alfonso. Isabel, sin embargo, presentó a esta idea su resistencia acostumbrada, espoleada ahora por sus convicciones religiosas, puesto que había comprometido ya su matrimonio y consideraba que dar pábulo a cualquier otra unión sería un grave pecado.

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