martes, febrero 18, 2025

Huida de Elba (11): De nuevo, potencia mundial





El Congreso comenzó sus trabajos el 3 de noviembre. Durante toda su duración, sin duda hubo comisiones y órganos designados para discutir los diferentes temas; pero buena parte de los asuntos se ventilaban fuera de tesitura, sobre todo en visitas entre soberanos. Por lo demás, estamos hablando de la que, probablemente, ha sido la mayor reunión de soberanos y de personas principales de la Historia europea. En Viena estaba la enorme familia imperial austríaca, el zar y la zarina de Rusia, el rey de Prusia, el rey y la reina de Baviera, los reyes de Dinamarca y de Würtemberg, los príncipes herederos alemanes, diplomáticos de todos los países de Europa, el príncipe Eugène Beauharnais (el hombre pretendido por Fouché), el príncipe prusiano-polaco Antoni Henryk Radziwill, el príncipe Karl Philip von Schwartzenberg, uno de los vencedores de Napoleón, el príncipe belga Charles Joseph Fürst de Ligne; el príncipe de Lambesc, Charles-Eugène de Lorraine, la nobleza austríaca e húngara al completo, más una auténtica multitud de curiosos, liantes y espías.

Conforme fueron avanzando las sesiones y definiéndose las posturas, la entente ruso-prusiano fue haciéndose más inquietante. Sus soberanos fueron enviando mensajes a casa, a sus Estados Mayores, dictándoles movimientos de tropas que resultaban poco halagüeños. Por su parte, soberanos y diplomáticos de ambas naciones se mostraban crecientemente chulescos y mandones en entrevistas y bailes. A finales de noviembre, el tema era tan claro que Metternich y Castlereagh, a pesar de que no tenían ninguna gana de dar ese paso, comenzaron a pensar en las posibles virtudes de una alianza con Francia. El príncipe Schwartzenberg, quien ni siquiera había sido presentado a Talleyrand, se puso a diseñar una campaña militar europea en la que contaba con la participación de 100.000 soldados franceses. Hasta tal punto estaba seguro de que París, en aquel tema, en realidad no tenía decisión ninguna que tomar. Haría lo que se le dijese que hiciera, y punto.

A principios de diciembre, a causa de una nota redactada por Metternich que los prusianos consideraron insultante, los anglo austríacos comenzaron a pensar seriamente en acercarse a Talleyrand. El diplomático francés, si hemos de creer las cosas que le escribió a su jefe el rey Borbón, entendió perfectamente que aquél no era el momento de andarse con reivindicaciones. Así pues, cuando Castelreagh y Metternich se le acercaron para explicarle que siempre les había caído muy bien, el astuto francés se guardó muy bien de comenzar a reclamar tierras en la orilla izquierda del Rhin, y otros pagos. Se limitó a decir que para Francia sería un honor derramar sangre en la guerra que se le planteaba (que era una guerra para defender los intereses del rey de Sajonia, lo cual tiene huevos), sin añadir nada más. Sabía que el pago que iba a recibir merecía la pena. A partir de esas jornadas pre navideñas, Francia volvió al podio de las grandes potencias, y a Talleyrand se lo comenzó a recibir en las recepciones como a Jesucristo.

Talleyrand, sin embargo, siempre tuvo dos defectos. El primero de ellos fue que nunca, en los tiempos que ahora os relato, terminó de descomprimir sus neuronas respecto del recuerdo de los tiempos en los que era el portavoz diplomático de un Napoleón que tenía a Europa a sus pies. Como buen francés, y como buen sacerdote, a Talleyrand le encantaba que le lamiesen el pene; aunque, que yo sepa, sólo le gustaba que se lo hiciesen metafóricamente. Su mentalidad chauvinista no se baja del carro de que tanto él como sus intereses eran la polla de Montoya, y se le notaba demasiado. Se le notaba, sobre todo, en el gesto de aceptar la recuperación de un estatus que era más formal que otra cosa a cambio de absolutamente nada. Richelieu jamás, y jamás es jamás, habría firmado al pie de ese papel.

El segundo defecto de Talleyrand es común al 98% de los seres humanos; iba por la vida convencido de que no había nadie más listo ni más hábil que él.

Pero lo había. Los prusianos, a los que cierta propaganda anglo-francesa, en buena parte comprada en el siglo XX por esos anglofranceses 2.0 que llamamos estadounidenses, quiere ver en los prusianos a unos tipos de cabezas cuadradas que lo único que saben hacer es comer chucrut y bombardear aldeas. Prusia, sin embargo, había hecho sus deberes, en relativamente poco tiempo además, y se había convertido en una nación moderna, capaz de la sutilidad. Su sutilidad llegó el 30 de diciembre. Los alemanes, para entonces, ya tenían clara la jugada de Metternich y de Castlereagh. No querían la guerra que habían imaginado ingleses y austríacos, primero porque estaban convencidos de que no sería tan breve como Schwartzenberg había calculado; y, segundo, porque avizoraban que podía convertir Francia en un avispero, sobre todo si en medio de la movida los Borbones eran multiplicados por cero. Los prusianos, por decirlo de alguna manera, y aunque ni ellos lo formularan así, tenían miedo de 1848, y lo menos que querían era que se produjese treinta años antes.

Así las cosas, Prusia formuló el siguiente planteamiento: ellos necesitaban Sajonia. Tenían derecho a controlarla y, de hecho, para ellos tenía una gran importancia estratégica (exactamente la misma razón por la que Viena no quería que la tuviese). Pero, ojo, comprendían que a Federico Augusto no se le podía hacer el tacto prostático sin más; tenía derecho a alguna ración de vaselina. Y esa razón era, ojo, la cesión a su favor de algunas de las tierras que tras el tratado de París ocupaban los prusianos en la rivera izquierda del Rhin.

En otras palabras: yo invito, paga Francia. Un auténtico contradiós histórico, ya que los franceses, a lo que estaban, y están, acostumbrados, es a estar en el otro lado de la ecuación.

Se trataba de crear un nuevo Estado con los territorios del príncipado de Luxemburgo y algunas provincias renanas, incluyendo Trier y Bonn. La idea, de todas formas, parece que no fue de los prusianos, sino del zar.

La proposición estaba muy bien pensada por los prusianos. Como se corresponde con una idea inicialmente manejada por alguien tan pro francés como el zar, era formalmente una gran victoria para París. El gran objetivo de Talleyrand en Viena era impedir que Prusia controlase Luxemburgo o Maguncia; en corto, se trataba de conseguir que Francia y Prusia no tuviesen frontera común, teniendo en cuenta las implicaciones militares que ello podría tener. La propuesta, formalmente, conseguía ese objetivo, al colocar entre ambas naciones a un Estado-tampón, formado por 700.000 habitantes que habían sido súbditos franceses, eran mayoritariamente católicos, y ahora tendrían un soberano también católico que, además, estaba emparentado con el rey Luis XVIII (eran primos). Sin embargo, era un pegolete de puta madre. Se cagaba y se meaba sobre todos los derechos históricos y consuetudinarios existentes en la zona, en los cuales la monarquía sajona jamás había tenido palito que tocar. Talleyrand, pues, yo cuando menos no sé muy bien si de buen o mal grado, la hubo de rechazar.

La propuesta de Hardenberg, en todo caso, lo que era, sin duda, es contraria a los intereses austríacos, puesto que suponía la aparición de una nueva frontera con Prusia. Y tampoco gustó nada en Londres, dado que los ingleses estaban muy empeñados en que Prusia se convirtiese en algo así como el guardián de las veleidades francesas; querían a los prusianos mirando a occidente. Pero lo más importante es que se coscaron de que los prusianos estaban jugando inteligentemente con los franceses; que si no habían caído ahora, podían caer en otra. Por esta razón el 3 de enero de 1815, decidieron intimar a Talleyrand para la conclusión de una alianza que tuviese un poco más vinculado al listillo francés.

El tratado partía del concepto general de que ninguna de las tres potencias firmantes estaba pensando en agrandar su territorio; que todo su objetivo era “perfeccionar el tratado de París”. Austria e Inglaterra que, en virtud de aquel tratado, habían recuperado todas sus posesiones, se declaraban satisfechas con ello; como se declaraba Francia, que en aquel documento había perdido todo lo que podía perder. En la práctica, pues, aquella alianza le otorgaba a Francia simplemente el derecho a luchar por Austria e Inglaterra, y sus intereses geopolíticos. Como digo, es mucho más que probable que Talleyrand se sintiese encantado de haberse conocido tras haber firmado aquel meconio porque, como os he dicho, vivía convencido de que hasta el nacimiento de Stephen Hawking no iba a haber sobre la Tierra nadie más inteligente que él.

El tratado, sin embargo, tenía tantas aristas que sus firmantes estuvieron de acuerdo en mantenerlo secreto. Inglaterra y Austria, en todo caso, pagaron: el llamado Comité de los Cuatro pasó a llamarse Comité de los Cinco, ya que Francia fue admitido en su seno.

En una cosa acertaron tanto Castelreagh como Metternich y, sobre todo, Talleyrand, que era el más firme creyente en este principio: en el momento en que se comenzara a agitar el fantasma de la guerra, todo el mundo haría lo posible por evitarla. El zar Alejandro suavizó su postura, y ofreció adquirir el control de sólo una parte del condado de Varsovia; y Federico Guillermo se mostró dispuesto a tomar nada más que una parte de Sajonia. Hubo muchas horas de discusiones técnicas, pero finalmente los Cinco estuvieron de acuerdo en estos principios. A mediados de febrero de 1815, el tema sajón-polaco se había resuelto.

El Congreso siguió abierto, siento, también, la reunión internacional quizás más cara de la Historia (220.000 florines diarios, que llevados a precios de hoy nos darían una cifra bastante estratosférica). Se había acordado lo mollar, pero todavía quedaban muchas cosas que discutir. De entre ellas, las que más le interesaban a Francia eran: la soberanía de Parma, el destronamiento de Murat y, por supuesto, el temita de qué se podía hacer con Napoleón.

El artículo 5 del tratado de Fontainebleau decía que los ducados de Parma, Piacenza y Guastalla pasarían en su totalidad legítima a la emperatriz María Luisa, para que ella se los transmitiera a sus hijos. Se trataba de un artículo que había sido firmado por Austria, Prusia y Rusia, ratificado en este punto por Inglaterra y garantizado dos veces por Francia, en abril y mayo de 1814. Pero, aquí está el tema, de entre todos estos signatarios uno no puede encontrar a Talleyrand; y eso quiere decir que el chauvinista jefe de la diplomacia francesa no se sentía en modo alguno vinculado por dichas firmas. Así que el francés se fue a ver a Pedro Gómez Labrador, marqués de Labrador, que era el embajador español en el Congreso. Le hizo una oferta que no podía rechazar: otorgar, en realidad, restituir, este principado a María Luisa de Borbón, infanta de España (hija de Carlos IV) y viuda del príncipe Luis de Borbón-Parma, a quien Napoleón hizo rey de Etruria después de que España, en el tratado de San Ildefonso, le entregase a Francia Parma, Piacenza y Guastalla. Las negociaciones fueron muy profundas. Se hablaba de compensar a María Luisa de Austria con el ducado de Lucca, tal vez la ciudad de Rávena, tal vez las islas Jónicas; incluso se habló de cederle unos feudos en Bohemia especialmente beneficiosos. Talleyrand contaba con el prurito ético del emperador austríaco, que ya había dicho todas las veces necesarias que no pensaba influir en decisiones del Congreso que pudieran afectar a su hija.

María Luisa la austríaca, las cosas como son, estaba dispuesta a pasar una noche entera con Torrente si fuese necesario para ser la gobernante de Parma. Sin embargo, carecía de empuje (era más bien asténica) y de apoyos en un Congreso que básicamente la había olvidado. No vivía mal pues estaba retirada en Schönbrunn; pero desde allí poco podía hacer, porque en Viena no se admitió el teletrabajo. Pero le quedaba un apoyo: el general austríaco Adam Albert von Neipperg. Neipperg había dejado la dura vida de los cuarteles y las marchas para convertirse en el chambelán de la viuda en vida de Napoleón. Movido por un cariño hacia su señora que muy probablemente era sincero, tomó para sí el objetivo de que algún día fuese la condesa o reina de Parma, y para ello comenzó a dedicarse a comer las orejas de Metternich y de Castlereagh y otras gentes.Además, le aconsejó a María Luisa que se colocase bajo la protección del zar. El argumento de que los tratados eran los tratados, y que la firma de las personas debería tener un valor, hizo mella en un personaje tan híper formalista como Alejandro. Así que el zar comenzó a visitar a María Luisa y a prometerle que Parma sería suyo.

La actitud del zar cambió totalmente las cosas en la Corte austríaca. Los vieneses, que en realidad estaban deseando batirse el cobre por una de los suyos, vieron el cielo abierto cuando el padre intelectual pasaba a ser otro, y se colocaron en apretada falange a sus espaldas. Sin embargo, para no hacer aparecer la propuesta como demasiado radical, se acordó también que la sucesión del ducado a los hijos de María Luisa no se produciría; y que, además, su vástago sería educado en Austria. En otras palabras, el mensaje fue: o Parma, o tu hijo. Y María Luisa, las cosas como son, no se lo pensó. Supongo que se diría: “siempre puedo adoptar a un chinito”.

Talleyrand, pues, había perdido la partida en la cuestión de Parma. La verdad es que la cosa estaba bastante complicada para él. Su socio en la partida, España, estaba en el Congreso; pero no por casualidad la primera vez que la citamos es hablando de un asunto bastante colateral dentro de la nómina de decisiones que había que tomar en aquella reunión. España tenía dos bazas bien distintas que jugar en Viena: la de la monarquía que se había plegado a los deseos de Napoleón, y la de la nación que había sido la primera en plantarle cara. Lo primero les pesaba como un baldón; lo segundo era menos positivo de lo que parecía. Los ingleses estaban convencidos de haber prevalecido sobre Francia a pesar de la revolución española, no gracias a ella. Los desprecios de Sir John Moore en sus cartas hacia la organización de los españoles son constantes. Por lo demás, todo el mundo en Europa estaba encantado con una España en segundo plano. Parma no es que fuese a sacar de pobres a los Borbones españoles; pero el hecho de que la estabilización de Francia hubiera debido pasar por el regreso de esta familia maniobrera y egoísta como pocas mantenía, de alguna manera, la amenaza teórica de nuevos pactos de familia en el futuro. En este conflicto entre Marías Luisas, conflicto en el que la española, la verdad, tenía elementos de legitimidad de su parte, tenía que ganar la austríaca. Y ganó.

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