jueves, febrero 13, 2025

Huida de Elba (8): Una situación cada vez más deteriorada



La difícil restauración
Los exiliados
Una monarquía anárquica
Esto no durará
Soult
El affaire Raucourt
Ceguera borbónica
Una situación cada vez más deteriorada
La conspiración bonapartista sin Bonaparte
Viena
De nuevo, potencia mundial
Un balance discutible
El emperador de Liliput
Las cuitas de María Luisa
La partida
Diles que voy


 

Los problemas de la leva tenían plena lógica. A unos ciudadanos como los franceses, que hacía nada habían dominado Europa y que, al fin y a la postre, se habían rendido en una guerra en la que defendían sus fronteras, obviamente no les motivaba demasiado una coalición cuyas principales prioridades eran asegurarle al rey de Sajonia la posesión de una de sus provincias y restituirle el reino de Nápoles a la casa de las Dos Sicilias. Aquello, pues, era como ser ucraniano, rendirse ante Rusia y, después, tratar de sentirse motivado porque la misma Rusia te invitaba a aliarse con ella para ir a la guerra en Indonesia.

El país, por lo tanto, se consumía entre los temores a una guerra total, en la que los franceses estaban convencidos de estar perfectamente situados para recibir la mayor parte de las hostias; un paro endémico, que la medida de los militares del medio sueldo no había hecho sino agravar, puesto que muchos de ellos eran personas dispuestas a trabajar por dos duros; una fortísima resistencia fiscal, que en ocasiones devenía incluso en linchamiento de los recaudadores de impuestos; y, sobre todo, la actitud cada vez más chulesca de los nobles en provincias.

El problema era el de puto siempre. Los nobles habían visto retrotraídas aquellas posesiones que no habían sido vendidas durante los tiempos revolucionarios, convencionales o imperiales; pero seguía quedando claro que, lo que se había vendido, vendido quedaba. Esto, en el campo, era un tema bastante más jodido que en una ciudad como París. Os explico. Si pensáis en una ciudad como Madrid, podéis imaginar a un hombre de noble casta que tuviese varias casas en la ciudad, algunas de las cuales se le devolvieron, otras no. Eso siempre era un problema; pero, al fin y al cabo, si te devuelven la casa de Fuencarral y no la de Carabanchel, siempre puedes dejar de ir por Carabanchel para no acordarte. En el campo, sin embargo, la mayor parte de las posesiones eran colindantes. Sólo los muy grandes propietarios, tipo duques de Alba en España y tal, tenían fincas aquí y allá. La nobleza mediana llevaba siglos intentando, a base de compras y sobre todo matrimonios, conseguir estados homogéneos y comunicables; porque así era más fácil encontrar sinergias en su explotación (ésta es la razón principal de que, hasta hace ciento y pico de años, en realidad el amor haya tenido muy poco que ver con el matrimonio). Así las cosas, muchos nobles en provincias pasaron a recuperar parte de sus arroyos, pero bajo la premisa de que algunos de los tramos de dicho arroyo ya no eran suyos. Y eso generaba una enorme conflictividad. Algunos actos fueron muy simbólicos. Por ejemplo, el mariscal Louis Alexandre Berthier, habiendo recuperado su castillo de Grosbois, pero observando que éste había quedado mutilado de buena parte de las tierras que le daban consistencia (cuando menos mientras no se inventase Airbnb), realizó el acto público de remitirle al rey los documentos de propiedad del castillo pues, venía a decir, como se lo devolvían no le servía para una mierda. En Rennes, un hombre que había comprado una casa durante la revolución que le había costado 25.000 francos, le hizo una oferta a su propietario original por la cual le pagaría 5.000 francos para consolidar la propiedad. Una oferta muy generosa teniendo en cuenta el valor de la moneda en aquel entonces, pero que fue rechazada por el interesado quien, por lo que se ve, era un noble de los de “o todo, o nada”. La quería gratis.

Yo comprendo que este tema da para poco análisis si se ve a través del prisma de una conversación entre licenciados en Historia de X. Pero la verdad es que tiene mucha enjundia. Nos guste o no, que ya sabemos que a la mayoría de los licenciados no les gusta, la Restauración borbónica fue eso precisamente: volver a poner en vigor lo que antes lo estuvo. Las normas eran diferentes, ciertamente; pero eran diferentes no por un acto constitucional, es decir, por la constatación de que habían aflorado unos derechos que antes no se reconocían. Las normas eran distintas, cuando menos formalmente, por vehículo de un acto graciable del rey; pues no otra cosa es una carta otorgada; algo que otorga alguien que tiene la capacidad de otorgarlo o de no otorgarlo.

Con el Derecho en la mano, la única manera de justificar veramente una operación de venta de una finca a espaldas de su propietario (en realidad, en una situación en la que dicho propietario no podía hacer uso efectivo de sus derechos como tal) era demostrar, o sostener, la idea de que dicho propietario ejercía una propiedad ilegal. Dicho de otra forma: la finca, la casa, el castillo, el ferrado, se vendió sin intervención del conde de Bla porque el conde de Bla, en realidad, no era su propietario. Era su usurpador.

Hoy en día nos cuesta entender la profundidad de este problema. Pero lo cierto es que es un problema tan profundo que en un país como España seguía ahí 120 años después del tiempo que os relato. En las Cortes republicanas, durante la discusión de la reforma agraria, se produjo un discurso del historiador Claudio Sánchez Albornoz, que pasó sin pena ni gloria porque casi nadie lo entendió, que iba un poco de esto. Albornoz sostuvo en sus palabras que, a la hora de expropiar terrenos rústicos en el marco de la reforma, no era lo mismo expropiar un predio del que el noble de turno fuere propietario, que aquél del que fuere señor. Porque el señorío, argumentaba, es un título de poder y acción sobre una tierra, concedido por el rey, pero no de propiedad. En un título de señorío, tal era la teoría del medievalista, el rey le dice a su noble súbdito algo así como: “a partir de ahora, tú mandas en éstas mis tierras”. Albornoz incluso dudaba de que la condición de señor de un predio pudiera ser transmisible de padres a hijos; y, por lo tanto, venía a decir que, si bien la expropiación de las tierras propiedad de un marqués debía ser indemnizada, la de las que eran controladas por un señor, no; pues el Estado republicano, es decir, el rey vigente, no hacía sino revocar un privilegio que una vez concedió.

La oferta de Rennes fue muy común. Y, además, estaba el hecho de que, en la mayor parte de los casos, la revolución había vendido aquellos activos a precio de amigo (entre otras cosas porque, muy comúnmente, vendedores y compradores eran amigos; en buena parte, todavía está por escribir la Historia del koldismo en la sacrosanta revolución). Los emigrados se negaban a ver sus estados y sus casas malbaratados por dos de pipas. Y se tomaban la justicia por su mano. En Creuse, un oficial del Ejército de permiso se presentó en una cacería en la que participaba el comprador de sus bienes, y lo retó a duelo. En Bouches-du-Rhone, un conde le arreó una paliza a bastonazos al comprador de su casa. En Isère, un emigrado se enfrentó con el comprador de su casa y acabó dándole con un bastón en la cabeza; el prefecto local se negó a investigar los hechos.

Otro colectivo que se había echado completamente al monte era el clero. El prefecto de Nièvre escribía en un informe por esas fechas: “los sacerdotes se han convertido en una gente insoportable”. En algunas partes del país, como Auvergne, reimprimieron el conocido como catecismo de Clermont; es decir, la teórica católica que se enseñaba y se exigía durante el Antiguo Régimen; que no es que se caracterizara por ser mucho más facha que los catecismos posteriores, pero incluía un texto específico (ya desaparecido en ediciones posteriores) sobre la obligación del diezmo. La Iglesia, como podéis ver, siempre epidérmicamente preocupada por las almas de los feligreses, e intensamente motivada hacia su pasta.

La situación, cada vez, dividía más a Francia. En la capital, se decía mucho una frase: le Paris des boulevards fronde, le Paris des faubourgs gronde. Algo así como: el París de los Cayetanos protesta, y el París de los barrios bajos gruñe. En los salones de baile aristocráticos se leía en grupo el Nain jaune, que era un periódico satírico realista; y en las tabernas modestas se cantaba La Marsellesa al segundo o tercer vino. En un proceso muy parecido al que ha ejercido en España recientemente la política oficial de memoria histórica, que no ha hecho otra cosa que revivir a Franco, la actitud de la nobleza y de las fuerzas legitimistas borró casi por completo el deseo neto que muchos franceses, sobre todo los de posición más o menos acomodada, de olvidar a Bonaparte y esperar tranquilamente que muriese en Elba cualquier día; la revolución volvió a estar de moda entre jóvenes y personas apuntadas al bando de la resistencia.

Comenzaron a generarse efectos que sólo pueden entender quienes alguna vez han vivido en entornos de censura; los que sólo han oído hablar de ella, o la han leído en los libros, no pueden saber en propiedad de lo que estoy hablando. En Buenos Aires, hace años, durante las últimas boqueadas de la dictadura de Videla, Joan Manuel Serrat cantó en el Luna Park. Cuando cantó su canción Cada loco con su tema y declamó el verso [prefiero] un sioux al Séptimo de Caballería, el patio de butacas se volvió loco. Aquel verso, para entonces, era escuchado y cantado en España con total normalidad; pero para los argentinos adquiría un significado muy, muy diferente. Así las cosas, en un teatro de Nantes se exhibió una ópera, La Vestale (Gaspare Spontini, sobre libreto de Étienne de Jouy). Ambientada en la antigua Roma, tiene una escena en la que desfilan unos soldados romanos. Aquellos soldados de Nantes llevaban unas águilas al frente; justo el símbolo de la tropa bonapartista. El personal se puso de pie y le dedicó a los figurantes un aplauso cerrado y persistente. Al día siguiente, los soldados aparecieron sin águilas; el público montó tal tangana que tuvieron que parar la representación e ir a la sala de atrezzo a por los pájaros.

En algunos rincones de Francia, como Sarlat, incluso había nutridas partidas de campesinos armados contra el gobierno, por así decirlo. Pero cualquier persona que visitase esos días las Tullerías no captaría ni un adarme de preocupación. El rey Luis XVIII estaba convencido, y en buena parte era convencimiento acertado, de que tenía unas buenas dosis de popularidad, sobre todo en París. Consideraba que si algún día surgía algún problema, se las arreglaría para colocarle el marrón a algún otro miembro de la Casa Real o, mejor, de su gobierno. Además, en ese momento procesal estaba convencido de que las potencias del Congreso de Viena acabarían por decidir sacar a Napoleón de su relativamente blando exilio para enviarlo a algún rincón del mundo donde no podría hacer daño; su candidato mejor eran las Azores.

Los príncipes, por otra parte, eran, los testimonios son bastante machacones en este sentido, bien conscientes de la situación putomiérdica de su popularidad. Conocían bien lo que se decía de ellos en Francia; pero digamos que no les preocupaba. Su campo de actuación era la alta política palaciega, y su principal objetivo cargarse la influencia de Blacas ante el rey, pues el hábil consejero se había convertido en el mayor propagandista de la moderación (ergo, del régimen de la Carta Otorgada) en las habitaciones reales.

Para los príncipes, y muy particularmente para el conde de Artois, Blacas era como un último dique. Si caía, adquiriría poder la idea que verdaderamente les interesaba, que era la revocación de la Carta Otorgada y la convocatoria de los viejos Estados Generales. Si el rey se negaba, estaban dispuestos a encerrarlo en sus habitaciones y comenzar a comerle la oreja para que abdicase. E iban consiguiendo cosas. El 15 de febrero, le arrancaron una poda brutal de académicos bonapartistas.

El descontento y el mal rollo iban tan en aumento en Francia que incluso un prefecto que había sido cesado de su cargo, Fleury de Chaboulon, se pagó un viaje a la isla de Elba para reportarle a Napoleón un informe sobre la situación del país. El movimiento era general. Aquellos diputados que podríamos calificar de “burgueses” o “constitucionalistas”, es decir, representantes de la clase media-alta que había decidido que lo que había que hacer, por encima de todo, era conservar la Carta Otorgada, regresaban de sus circunscripciones en provincias convencidos de que tenían que arrancarle al rey algún tipo de garantía contra la actuación arbitraria del gobierno y de los emigrados. Incluso se hablaba de “un nuevo 14 de julio”.

Estos representantes políticos, sin embargo, estaban un poco en lo que hoy llamamos el centro. A su izquierda estaban los bonapartistas y los jacobinos, que no tenían ninguna prisa de que la Asamblea retomase sus sesiones, porque pensaban que el movimiento que más les convenía era, simple y llanamente, un golpe de Estado. Joseph Fouché, duque de Otranto y ministro del Interior de Napoleón, era el autor intelectual de esta conspiración que, a lo largo de la segunda mitad de 1814, había sido armada, desarmada y rearmada varias veces. Fouché había hecho todo lo posible por entrar en la Cámara de los Pares, pero no lo había conseguido. Sus entrevistas con prohombres del régimen como Vitrolles o Blacas habían sido muy numerosas, pero no le había servido de nada. Desde julio de 1814, Fouché había concebido el plan de sustituir a Luis XVIII por el duque de Orléans; estaba convencido de que, siendo hijo de un regicida y soldado de la revolución, liberales, bonapartistas y jacobinos lo apoyarían; con lo que demostraba que no conocía bien al duque.

Fouché acabó por confesarle sus ideas a Talleyrand, que era otro de los que estaban cada día más desencantados del régimen. Talleyrand habló discretamente con Orléans; el duque, como en realidad era de esperar, se mostró frío y distante ante la propuesta; de hecho, parece que incluso le coscó el mojo al rey. Así las cosas, Fouché y Talleyrand comenzaron a pensar en una regencia. Sobre esta idea se formó un complot en el que estuvieron muchos veteranos generales, antiguos revolucionarios y, como carne de cañón, los mineros del faubourg Saint-Antoine.

El golpe se concretaba en un movimiento de una parte de la guarnición parisina sobre las Tullerías, que vendría a sincronizarse con una revuelta armada en diversos suburbios de la ciudad. Se proclamaría a Napoleón II, con su mamá María Luisa de Austria como regente. Los conspiradores pretendían repatriar a un miembro retirado de la familia imperial, el príncipe Eugène Rose de Beauharnais, que para entonces estaba en Baviera alejado de todo, para la regencia; donde compartiría camarote con Talleyrand, Fouché y el general Davout.

Había, sin embargo, muchas cosas que apañar.

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