miércoles, febrero 12, 2025

Huida de Elba (7): Ceguera borbónica



La difícil restauración
Los exiliados
Una monarquía anárquica
Esto no durará
Soult
El affaire Raucourt
Ceguera borbónica
Una situación cada vez más deteriorada
La conspiración bonapartista sin Bonaparte
Viena
De nuevo, potencia mundial
Un balance discutible
El emperador de Liliput
Las cuitas de María Luisa
La partida
Diles que voy


 

Con estos antecedentes no del todo edificantes, el personal no estaba en la mejor situación para enfrentar el 21 de enero. Y esto se notó en que la actitud de la mayor parte de la gente al paso del cortejo fúnebre, sin llegar a ser retadora, tampoco fue de gran respeto. De hecho, durante el camino hubo un accidente, ya que uno de los caballos, en el bulevar de los Italianos, resbaló y se cayó, provocando una sonora y global carcajada en las calles. El duque de Orléans, al fin y al cabo hijo de un traidor a los ojos realistas (el conocido como Philippe-Egalité) fue abucheado por grupos legitimistas. Allí, como se puede ver, había leches para todos. Sobre todo en el faubourg Saint-Denis, la cosa ya parece que tomó tintes bastante polémicos. No se dejaron de escuchar gritos de à la lanterne!; y los propios soldados que guardaban el orden de la marcha le cantaban al carro la cancioncilla Bon voyage, monsieur Dumollet.

[Inciso. À la lanterne! era, durante la revolución, y más allá, el grito podemita por excelencia ligado a dicha revolución. Esto es así porque durante este periodo tan edificante, los enemigos de la revolución, que en ocasiones eran personas de la nobleza y, en otros, simples y puros enemigos de los revolucionarios (a ver si te crees que no hubo gente que dio la vida por tener un conflicto de lindes con alguno de los Koldos del partido jacobino), murieron linchados. Hubo un momento en que ese linchamiento se formalizó en eso que llamamos guillotina; pero, antes, simplemente eran asesinados a hostias y navajazos en la calle, y lo normal es que, muertos o vivos, fuesen colgados de alguna farola. De ahí que ¡a la farola! se convirtiese en el grito más común del sans coulotte del avanzar sin transar de toda la vida. Y te hago este inciso porque las comidas familiares, las aulas de secundaria y hasta los departamentos de Historia Contemporánea están petados de sedicentes expertos en la revolución francesa y su tiempo posterior que de esto no tienen ni puta idea. Este asunto es una buena prueba del algodón para pillarlos].

En Saint-Denis, la homilía del funeral fue cosa del obispo de Troyes (Etienne Marie de Boulogne). Su voluntad de reconciliación nacional era tan neta que hizo girar su sermón en torno a las palabras del rey David: Guardaos de matarlo pues, quién podría poner su mano sobre el ungido de Yahvé y salvarse (Samuel 1 26:9). La cosa fue tan bestia que un hombre tan poco sospechoso de opositor como el mariscal Nicolas Charles Oudinot, que había tenido un papel significativo en la procesión, dijo en voz bien alta, al salir de la iglesia: “Ahora ya no va a haber más remedio que nos matemos unos a otros”.

Llegó la noche, pero no llegó el nuevo San Bartolomé, protagonizado esta vez por los radicales realisto-religiosos de La Vendée de los que todo el mundo llevaba un mes hablando. Mucha gente pensó, eso sí, que la matanza había sido parada por la anécdota del funeral de la Raucourt, en lo que había tenido de demostración de cómo se las podía gastar el pueblo de París cuando le tocaban (y le tocan) los huevos. Que, insisto, son cosas que se dijeron; yo, personalmente, considero que la idea de hacer una matanza aquella noche sólo fue concebida, y defendida, por una estrechísima franja de legitimistas ultras, sin capacidad propia. Supieron desde el primer momento que algo así sólo se puede abordar con la comprensión, ayuda o pasotismo de las fuerzas del orden; y yo creo que siempre supieron que de eso no habría nada; primero, porque muchos generales, y el propio rey, exigirían que todo parase. Y, segundo, porque la guardia nacional, a malas, con seguridad actuaría por sí sola. Aun así, hubo mucha gente (sin ir más lejos, Carnot) que pasó toda la noche en vela y fuertemente armada.

Cuatro días después del acto de exaltación legitimista, el día 25, se supo en todo París que el consejo de guerra que había juzgado al general Exelmans lo había declarado no culpable. La decisión, que se había producido en Lille, había sido, además, unánime; los miembros del tribunal, claramente, buscaron darle todo un zasca a su ministro de la Guerra. Además, todo el mundo se sorprendió del detalle de que las gentes de Lille, una población tenida por todos por fuertemente legitimista, sacasen al ex imputado de la sala en andas y lo llevasen en procesión triunfante por las calles. Tal y como había prometido, su defensor había sido Comte, y todo el mundo está de acuerdo en que hizo una defensa que debería estudiarse en las facultades de Derecho (eso, claro, si el estudio del empoderamiento, la sostenibilidad y las gilipolleces dejase tiempo; y si los profesores de universidad supiesen quién fue Comte). Ambos protagonistas: Exelmans y Comte, fueron literalmente sumergidos en un mar de cartas de felicitación de todos los rincones del país. El mariscal Soult, el García Ortiz de esta historia, había quedado con el culo al aire.

Los legitimistas estaban convencidos de que Exelmans iba a ser condenado. Tanto es así que uno de los jefes in pectore de su partido, el duque de Berry, ya había visitado las Tullerías para dejarle claro al rey que no debía ceder a tentación alguna de mostrar alguna medida de gracia tras la sentencia.

La sentencia Exelmans sirvió para enriquecer a un periódico de París, Le Censeur, que fue el único que hizo caso omiso de las “insinuaciones” de palacio en el sentido de que no se publicase nada de lo que había pasado en Lille. Siendo, como era, la única fuente de información, su edición se agotó hasta el último número, y en no pocos cafés de París fue leído en comandita. La prensa legitimista no publicó ni una línea; pero cuando se percató de que todo el mundo conocía la noticia, optó por ponerse al frente de la manifestación, felicitándose por el resultado de la sentencia que, argumentaba, venía a demostrar que en la Restauración borbónica que había independencia judicial. Y no les faltaba razón porque, las cosas como son, en tiempos de Bonaparte, a un tribunal militar no se le ocurría ni vaciar y limpiar los ceniceros sin la aquiescencia imperial.

Eso sí, el conas de Soult puso su cargo a disposición del rey.

A decir verdad, en las Tullerías, muy en consonancia con la estrategia de la Prensa legitimista, se hacía el paripé de que se estaba encantado con la sentencia; pero la realidad es que echaban las muelas con Soult. En la visión de los Borbones, un consejo de guerra es como un referendo: si lo convocas, es porque lo vas a ganar. Soult, se decía en las habitaciones de palacio, debería haberse cerciorado de que los generales que formaron parte del tribunal iban a fallar lo que tenían que fallar.

El problema, sin embargo, era que eso ya no era tan fácil en aquella Francia. Como sabía bien Soult, que recibía informes diarios, el descontento con la Restauración era un virus que estaba emponzoñando el Ejército hacia arriba, llegando también a los más altos mandos. En la cúpula militar, todos aquellos generales que tenían dotaciones en el extranjero (ésas que, recordaréis, Macdonald había intentado indemnizar) habían sido perdidos para la causa, pues era mucha pasta la que se estaban jugando. Luego estaban los que habían sido pasados a medio sueldo, que directamente estaban de una mala hostia de cojones. Y luego los que, como Exelmans, habían sido, por una razón o por otra, maltratados por el poder. Siempre, en todo momento histórico, sorprende cómo las personas que están en el poder, y que saben bien que el Poder, con mayúsculas, está petado de gentes que están en el él tan sólo por la pasta y las gabelas, luego van y piensan que en los escalones inmediatamente inferiores la gente les va a apoyar a ellos gratis et amore

Al general Éduard Jean-Baptiste Milhaud se le retiró la cruz de San Luis porque los legitimistas lo consideraban un regicida. Al general Louis Nicolas Davout le inventaron una historia injuriosa, según la cual habría robado los fondos del Banco de Hamburgo, por lo que quedó sin mando en tropa, fue expulsado de la Cámara de los Pares y enviado al culo de Francia. Dominique-Joseph René Vandamme se presentó junto con los oficiales de su mismo grado a una audiencia con el rey, en la que tuvo que ser testigo de que un oficial le conminase en voz alta a irse a tomar por culo de allí. 24 horas después, Dupont le envió una orden en la que le daba 24 horas para abandonar la ciudad y establecerse en sus estados de Cassel. Este tipo de salidas de pata de banco de un régimen que decía que quería la reconciliación de los franceses, pero no creía una palabra de lo que decía, generó una actitud castrense que queda bien resumida en una frase del general Claude Louis Chouard: “Siempre he detestado a Bonaparte; pero los Borbones hacen que me caiga bien”.

El estilo envarado y de regreso del Antiguo Régimen, a pesar de que los Borbones no eran tan idiotas como para considerar que a eso era a lo que habían regresado, se hacía especialmente jodido en el caso de las mujeres. Os explico. La revolución francesa, la Convención y el Imperio habían roto muchas cosas, y entre las que habían roto, había dos muy evidentes: la primera, la reserva de los grandes puestos del Estado, civiles y militares, para personas de alcurnia. La segunda era la regla según la cual las personas se casaban siempre dentro de su nivel del ascensor social. Ambos factores conspiraban para que, en realidad, en la alta Administración de la Francia de la Restauración borbónica, hubiese muchas consortes de hombres importantes, con entrada en las Tullerías pues, que eran de humilde extracción. Hijas de toneleros que, o bien se habían casado con hombres de superior condición, o bien se habían casado con hombres como ellas que habían medrado al calor de los nuevos tiempos.

Estas mujeres fueron el objeto claro de un muy calculado desprecio en palacio. Es el caso, por ejemplo, de Laure Adelaide Constance Permon, una más que aseada escritora francesa, por cierto. Laura era hija de todo un personaje, Panoria Commeno, un corso que se decía a sí mismo descendiente de los emperadores de Bizancio, pero que era bastante don Nadie. Sin embargo, se casó con Jean-Andoche Junot, uno de los generales más jóvenes de Napoleón; por lo que adoptó el patronímico de su marido. Yo creo que algún día me animaré a hablaros de esta mujer un poco más profundamente.

En 1814, Laura Junot era condesa de Abrantes, y así merecía ser tratada en las recepciones de palacio. Sin embargo, la condesa de Angulema gustaba de saludarla siempre llamándola madame Junot, con lo que dejaba claro que la consideraba una puta plebeya de mierda. Las mujeres del entorno legitimista de palacio solían hablar sobre las que no pertenecían al mismo delante de ellas y en voz alta, sin guardar ningún decoro. Se decían entre ellas cosas como: “¿Tú sabes quién es ésa? Es que ni me suena; creo que es una mariscala” (en alusión a que estaba casada con algún militar). Pero, insisto: lo decían delante de la apelada y en voz alta.

Aquella crueldad alcanzaba niveles de sutilidad verdaderamente dignos de mejor fin. La mujer del mariscal Michel Ney, que era duque de Elchingen y príncipe de la Moscova, era Aglaé Auguié; es decir, era la hija de la conocida como madame Auguié, que era señorita de cámara de la reina María Antonieta y, cuando supo de su suplicio, se volvió loca y se suicidó. Era, pues, una mujer que había dado por la causa de los Borbones, por así decirlo, mucho más lo que habían dado todas aquellas cacatúas que, en su mayoría, todo lo que habían hecho había sido exiliarse para seguir viviendo su vida muelle. La de Angulema, especie de jefa in pectore de la Corte borbónica femenina, nunca se atrevió a despreciarla; pero la trataba como la señora de la casa trata al hijo huerfanito de una criada que tuvo. Y, por supuesto, jamás la apelaba de duquesa ni de princesa, cosas ambas que era. Los contemporáneos nos han dejado testimonios en el sentido de que Aglaé, siempre que iba a una recepción en las Tullerías, salía de allí arrasada por las lágrimas. Ney, quien como Pedro Sánchez estaba muy enamorado de su mujer, sufría doblemente por todo aquello; hasta el punto de que le confesó no pocas veces a otros altos mandos militares que no tenían que ir periódicamente a Las Tullerías que, en realidad, eran ellos los que tenían suerte.

En este orden de cosas, la primera cosa que pasó fue que el relevo de Dupont se reveló como bastante inútil; en realidad, los cuadros del Ejército odiaban incluso más a Soult. En apenas unas semanas, el flamante Félix Bolaños de los Borbones le había prohibido a los oficiales de medio suelto residir en París, había arrastrado por el fango al general Exelmans, había otorgado pensiones a los radicales de La Vendée, había declarado de medio sueldo a 700 oficiales más, y había creado toda una promoción de nuevos generales formada íntegramente por emigrados y gentes de La Vendée. Asimismo, como ya os he contado, había impuesto en los regimientos una cuestación “Pazo de Meirás” en la que los oficiales tuvieron que hacer aportaciones “voluntarias” para levantar un monumento a Luis XVI. Había nombrado Gran Canciller de la Legión de Honor al conde de Brujas, que apenas había tenido mando sobre un regimiento pagado por Inglaterra. Los oficiales de medio sueldo que, tras la sentencia Exelmans, habían decidido desobedecer la orden de 17 de diciembre y permanecer en París, se presentaban cada jueves (día de audiencia pública) en la rue Saint Dominique, el Ministerio, para dar por culo. Muy pronto fueron varios miles.

Por otra parte, las novedades del Congreso de Viena, que, como ya os he comentado y más que os comentaré, apuntaban a una coalición que podría elevar la temperatura de Europa más que el cambio cismático, habían decidido a Luis XVIII a firmar una leva de 60.000 hombres. Se decidió que la gran parte de este contingente se llenaría con los desertores que, en número de miles, habían dejado sus cuarteles en los meses anteriores, y que ahora eran considerados “personas regresadas a su hogar sin permiso” para no tener que meterlos en la trena. El problema es que toda aquella gente se había marchado por algo. Habían dejado de tener incentivos para ser soldados; y la situación que se presentaba ahora no era diferente que la que le había llevado a desertar. En consecuencia, muchos de ellos meta-desertaron; es decir: fueron llamados, convocados, enviados a sus cuarteles; y desertaron por segunda vez cuando estaban de camino. A finales de febrero, de los 60.000 llamados, sólo habían aparecido 35.000.

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