lunes, febrero 17, 2025

Huida de Elba (10): Viena




El tratado de paz de Francia se había firmado el 30 de mayo de 1814. En dicho tratado, Francia no sólo se había rendido. Ésa es la interpretación fácil. En realidad, había renunciado a ejercer su soberanía sobre más de 30 millones de personas. Para los amantes de la cifra y la precisión, aquí os dejo la distribución: departamentos belgas, holandeses, suizos, alemanes e italianos: 13.690.880 personas; ducado de Lucca y Piombino: 179.000; Reino de Italia: 6.703.200; provincias ilíricas y Siete Islas: 1.943.418; Francfort, Berg, Erfurt, Neuchâtel, la Pomerania sueca y otros territorios: 1.290.805; Westfalia: 1.928.799; ducado de Varsovia: 3.929.636; Sajonia: 2.085.911.

El Congreso de Viena, denominación que está muy bien tirada porque fue un congreso y se celebró en Viena, tenía por objetivo fundamental repartirse a buena parte de estas personas. Aquello, pues, fue, fundamentalmente, el primer intento multilateral de organizar Europa, y su error estuvo en que trató de hacerlo utilizando un esquema que empezaba a oler a rancio. Pero esto es muy fácil decirlo: haber avizorado, en 1815, nuevas formas de organización internacional, habría reclamado unos coeficientes intelectuales de ésos que sólo se dan un par de veces en cada generación.

Francia fue admitida al Congreso. Pero lo fue únicamente como formalidad. Sobre los franceses pesaba como un baldón el artículo 1 del tratado secreto que habían firmado al rendirse: les dispositions à faire des territoires cédés seront réglés sur les bases arrêtés par les puissances alliées entre elles. Es decir, Francia estaría en los debates de repartición; pero sólo de miranda.

Los franceses, como todo el mundo, comenzaron a buscar pronto culpables. Tratando de conseguir cualquier cosa menos tener que admitir su culpa colectiva, comenzaron a creer, en muchos casos, en teorías, alguna de las cuales ya hemos citado, según las cuales algún que otro general se habría rendido por interés personal y, sobre todo, la gran culpa que colocaban sobre las espaldas de Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord, por haber firmado, el 30 de abril, es decir algunos días antes de la rendición propiamente dicha, una convención por la cual Francia se desarmaba de una cincuentena de plazas fuertes sin las cuales, obviamente, ya no podía defenderse. Sin embargo, ¿qué podría haber firmado o no firmado Talleyrand? Lejos de lo que muchos franceses querían creer, él no había dejado a Francia inerme, sino que se había limitado a rubricar dicha impotencia. En abril de 1814, Francia estaba cautiva, desarmada, invadida; los aliados eran dueños de París; el país estaba fortísimamente dividido, una parte del Ejército se había pronunciado; el rey estaba en Inglaterra. ¿Acaso el maniobrero diplomático francés, maniobrero como el cura que era, podía haber firmado otra cosa? El mundo está lleno de listillos que te dicen convencidos que ellos sí que habrían metido ese penalty que falló no sé qué jugador, y que eliminó a España del Mundial; aunque lo cierto es que ni habrían sido capaces de tocar la pelota con la puntera. Y no faltan licenciados en Historia muy parecidos a este modelo. 

El 30 de mayo, los aliados habían regulado las fronteras de Francia y, lo que es más importante, le habían obligado a firmar que respetaría su decisión en lo relativo a la distribución del resto. El 29 de junio, en Londres, firmaron un nuevo tratado, quizás el más humillante desde el punto de vista de los franceses de uniforme, por el que se comprometían a mantener sus fuerzas armadas listas; pero, ahora, para proteger esos acuerdos que la ponían de rodillas.

Francia, sin embargo, todavía tenía una baza que jugar: las potencias que habían ganado las guerras napoleónicas estaban lejos de ser un grupo de colegas. A Napoleón le había terminado por derrotar una coalición de Ñetas y Latin Kings que, sin embargo, conforme se disipaba la pólvora en los campos de batalla, comenzaban a mostrar sus netas divergencias.

Talleyrand llegó a Viena el 23 de septiembre. Su recepción formal fue fantástica, con toda la fanfarria de la diplomacia de la época. Pero, en realidad, los aliados habían movido ficha contra él apenas horas antes. El 22 de septiembre, efectivamente, los representantes austríaco, ruso, británico y prusiano se habían reunido para tomar una decisión que habría de repetirse en Teherán poco más de un siglo después: se juramentaron para que ninguno de ellos parlamentara con Francia sin que antes hubiese un acuerdo de todos ellos en torno a tema de discusión. Se acordó, pues, que no aceptarían más negociación que la negociación con todos.

Metternich le comunicó esta decisión el día 30 a Talleyrand, tras haberlo invitado a su casa. Al francés, obviamente, aquello le pareció muy peligroso. París prefería pequeñas negociaciones más o menos fragmentarias que tener que someterlo todo a un acuerdo unánime de los ocho países participantes en la conferencia, aunque en realidad estamos hablando de las cuatro potencias que habían ganado la guerra. La expectativa de los Borbones se había centrado, hasta entonces, en una negociación territorio a territorio, en la que las filias y fobias de cada uno se fuesen mostrando, porque eso, pensaban, mostraría rápidamente grietas entre los aliados, crearía rencores y alentaría venganzas; y ése era un terreno en el que Talleyrand podía moverse. Exigió el francés un debate previo sobre cómo se iba a debatir en aquella reunión; reglas claras, pues. El francés y el austríaco se despidieron de malas maneras.

Al regresar a la embajada, Talleyrand redactó un memorando oficial sobre el tema que remitió a todos los plenipotenciarios. Aquello excitó la ira de Robert Stewart, segundo barón de Londonderry y normalmente conocido como Lord Castlereagh, que era el principal diplomático inglés. Castlereagh criticó duramente a Talleyrand por haber realizado una nota oficial sobre una comunicación oficiosa que se le había hecho de forma confidencial. Friedich Wilhelm Christian Karl Ferdinand von Humbolt, barón de Humbolt (hermano de Friedich Wilhelm Heinrich Alexander von Humbolt, que suele ser más conocido; aunque poca gente sabe que la universidad Humbolt de Berlín no se llama así por Sandro, sino por Charlie Nando) y miembro de la delegación prusiana, también reaccionó muy violentamente. El conde Karl Robert Nesselrode, aristócrata alemán al servicio del zar de Rusia (una de las mejores kabecitas del Congreso, EMHO), acusó a Talleyrand de estar buscando una grieta en la muralla aliada; que era exactamente lo que estaba haciendo. Karl August Fürst von Hardenberg, el peso pesado de la delegación prusiana, puso el dedo en la llaga señalando que los franceses todavía tenían ambiciones sobre la rivera izquierda del Rhin, y sobre Bélgica, “aunque sea al precio de una nueva guerra”. Metternich dejó claro que los asuntos de las cuatro potencias seguirían organizándose entre ellas, y no entre todos los participantes como había pretendido el francés.

La posición en la que quedó Talleyrand después de descubrir sus cartas fue muy desabrida. En estricto cumplimiento de las formalidades diplomáticas, era invitado y admitido entre sonrisas y aspavientos de las anfitrionas en cada baile que se organizaba (y se organizaban muchos); pero todo el mundo se daba cuenta de que las personas situadas a menos de dos metros de él cesaban bruscamente toda conversación. El francés, pues, adquirió fama de francés: un tipo al que no se le pueden hacer confidencias, porque si le interesa las utilizará como si no lo fuesen. En corto, pues: un Macron de la vida. El diplomático francés hizo todo lo que pudo por demostrar que Francia no tenía ambiciones territoriales. Algo que pretendía demostrar con su propio gesto de haber renunciado al título de príncipe de Benevento, pues en Viena se presentaba y firmaba siempre como príncipe de Talleyrand.

El diplomático francés, sin embargo, tenía su público. Ya os he dicho que en el Congreso de Viena participaban el doble de naciones de las que cortaban el bacalao. Las naciones que no eran las potencias, y otras que tenían por ahí observadores y espías de diversa laya, estaban lógicamente preocupadas por su futuro; un futuro que adivinaban excesivamente dominado por aquéllos que, como en la publicidad de Pedro Sánchez, habían salido más fuertes de la guerra. Estos estaditos tendían a ver en Talleyrand a su campeón; lo concebían como su baza en la gran mesa de póker del casino, donde ellos nunca serían admitidos. El rey de Baviera le inquirió una vez al representante portugués si se veía con Talleyrand. El lisboeta le confesó que sí, pero que muy de cuando en cuando. El rey de Baviera le retrucó que a él le pasaba lo mismo; quería verle más veces, pero, simple y llanamente, no se atrevía por si los prusianos, como Samuel L. Jackson, le metían un rayo por el culo.

En contra de los intereses de Francia y del resto de los satélites de Viena estaba el hecho de que, en la repartición de los territorios donde ahora Francia había dejado de ser soberana, las cuatro potencias estaban casi de acuerdo. Desde las conferencias de paz de París se habían santificado conceptos como el retorno del Piamonte a las manos del rey de Cerdeña; la soberanía austríaca sobre la Alta Italia y las provincias ilíricas; el control británico sobre Hannover; y la colocación del Holanda y Bélgica bajo la dinastía Orange. Las provincias renanas serían cosa de Prusia y de Baviera.

Esto, sin embargo, era aquello sobre lo que resultaba difícil que alguien pudiera presentar visiones alternativas. Existían, sin embargo, otros temas que eran más fuente de polémica; temas que los aliados, desde que eran aliados, habían intentado evitar, para así no deteriorar sus relaciones.

Exactamente igual que al final de la segunda guerra mundial, el gran elefante blanco en el salón, del que nadie quería hablar, era el ducado de Varsovia. Éste, junto al tema de Sajonia, formaba la dupla de asuntos extremadamente delicados para los que se había convocado aquel congreso. El zar de Rusia, cuyo imperio ya tenía provincias polacas, quería que le diesen el ducado de Varsovia, con el que pensaba crear un Estado fedatario de él, dotado de instituciones liberales. Ciertamente, Alejandro se había planteado ser emperador de Rusia y de Polonia. Ése, de hecho, había sido el plan durante las campañas de 1813 y 1814.Ahora, sin embargo, había cambiado de idea, muy probablemente influido por el pragmatismo de Nesselrode. En lo tocante a Sajonia, Prusia quería quitársela a Federico Augusto, con el argumento de que había sido el último aliado de Napoleón.

Estos dos planes, sin embargo, se encontraban con la oposición tanto de austríacos como de británicos. Austria se negaba a ceder a Rusia los distritos de la Galitzia que estaban incluidos en el ducado de Varsovia. En cuanto al tema de Sajonia, ya bastante preocupados estaban en Viena por la amenaza que suponía Prusia en su frontera septentrional, como para ahora regalarle un balcón más en su frontera oriental si se quedaba con el territorio. En lo que respecta a Londres, el objetivo fundamental de la diplomacia británica en Viena era debilitar a Francia y a Rusia. Consecuentemente, no ponía peros a que Prusia se merendase Sajonia, precisamente porque veía en el fortalecimiento de los proto-alemanes un interesante y fuerte Estado fronterizo que serviría para pararle los pies a los zares. Pero, obviamente, en estos planes no entraba la posesión rusa del ducado de Varsovia.

Los británicos, cagándose y meándose sobre la decisión de acordarlo todo entre todos (cosa que, para qué nos vamos a engañar, también ocurrió en la segunda guerra mundial, sobre todo por parte de la URSS) iniciaron unas negociaciones secretas en las que le ofrecieron a Prusia apoyarles en lo de Sajonia a cambio de que ellos pusieran pies en pared en el tema polaco. El tema, sin embargo, no cuajó. De hecho, Castlereagh, que ambicionaba romper la confluencia prusiano-rusa, lo que hizo fue consolidarla todavía más. Como resultado, Los Cuatro, como todo el mundo les conocía, se convirtieron en Dos más Dos (Inglaterra y Austria contra Prusia y Rusia); lo cual hacía sonar los tambores de guerra y, sobre todo, abría las posibilidades que los franceses siempre habían buscado.

Territorialmente hablando, a París, lo que pasase con el ducado de Varsovia o con la puta Sajonia, le importaba un cojón. Los intereses franceses estaban en las riberas del Rhin y del Mosa. Pero, sobre todo, lo que se abría ante los ojos de Talleyrand era la posibilidad de poder volver a colocar a Francia en la lista de las potencias mundiales. Lo que hizo París, porque en esto el rey también tuvo mucho que ver (de hecho, ya antes de comenzar el Congreso había dado instrucciones en este sentido) fue seguir la lógica de la geografía (tiene mucho más sentido un eje París-Londres que un eje París-Berlín; bueno, cuando menos en ese momento, porque hoy en día es justo al contrario); y, sobre todo, apuntarse a una teórica general diplomática que impregnaría la política exterior francesa durante décadas, como bien demuestra la Historia del Segundo Imperio: el decantamiento de Francia, además coherente con su pasado revolucionario y liberal, en favor de los Estados más débiles, de los derechos históricos frente a los derechos de conquista, de la legitimidad ética, por así decirlo. Talleyrand, pues, pidió presupuesto para pagar la cuota del club anglo-austríaco. Una alianza entre Inglaterra, Austria y Francia mantendría Europa bajo el orden de las viejas monarquías de siempre, y tendría la virtud de abrir una posibilidad para salvar el reino napolitano de Murat. Pero, además, suponía, por encima de todo, decorar el frontispicio de la política exterior francesa con los oropeles de la legitimidad y el respeto a las leyes: oponerse a que Prusia desahuciase al mandatario de Sajonia, sin contar para ello con más argumento que la fuerza; y defender los viejos tratados que siempre habían reglado el estatus del condado de Varsovia.

El problema de esta decisión estratégica es que era una muestra, una más, de la insondable doblez francesa; esa capacidad que siempre ha tenido la diplomacia gala, cuando menos desde Francisco I, el amigo de los turcos, de vender a su madre a cambio de una ventaja. Talleyrand sabía bien que si Francia no había terminado, tras la derrota de Napoleón, arrasada y empobrecida hasta niveles insoportables, fue gracias a Rusia o, más en concreto, gracias al zar Alejandro. Llegados a París los aliados, Alejandro fue reconocido el generalísimo de aquellas tropas, lo cual lo convirtió en el verdadero árbitro de la suerte de Francia. Durante la campaña, el zar había pensado en algún tipo de pacto con el propio Napoleón (algo del tipo del estatus de Sadam Husein tras la primera guerra del Golfo), una regencia como la que quería imponer Fouché o, incluso, una solución tan moderna como convocar un referendo para que los franceses decidiesen. Cualquiera de esas soluciones se podría haber planteado; lo cual quiere decir que los Borbones se lo debían, literalmente, todo a Alejandro. Fue el zar quien presionó para reducir las reparaciones de guerra, desde 316 a 25 millones.

Luis XVIII le confesó al príncipe regente de Inglaterra que le debía la corona al zar. Pero, sin embargo, le otorgó el cordon bleu a dicho príncipe y se lo negó al ruso. Asimismo, también rechazó la propuesta de casar al duque de Berry con la gran duquesa Ana Pavlovna Romanova. Alejandro se reunió muchas veces con Talleyrand en Viena, y en casi todas habría de recordarle, amargamente, los muchos servicios que había hecho por Francia. Talleyrand hizo como que no lo entendía. Mientras Castlereagh y Metternich se despachaban con el francés como si fuese la kelly de Europa, Alejandro le decía: “todas las complacencias que mostréis hacia el tema de Varsovia y Sajonia, las mostrará el Imperio respecto de los temas que os puedan interesar”. Francia, en puridad, no tenía más amigo, o cuando menos actor haciendo de amigo, entre las grandes potencias, que Rusia. Metternich odiaba a la nación que había acunado una revolución que estaba cambiando Europa y, además, dudaba de los beneficios de una alianza militar con París. A todo el mundo que le preguntaba, le decía: “Francia ya no tiene ejército”. Fue, precisamente, para tratar de callarle la boca por lo que Luis XVIII, a insinuaciones de Talleuyrand, decidió la leva de los 60.000 hombres. 

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