viernes, febrero 14, 2025

Huida de Elba (9): La conspiración bonapartista sin Bonaparte




El primer problema, efectivamente, era pulsar la voluntad tanto de María Luisa como del príncipe Eugène, pues ninguno de los dos estaba muy a mano. Además, Fouché deseaba que, antes de dar el golpe, se produjese esa novedad que también esperaba el rey, es decir, que Napoleón fuese sacado de Europa; el ex ministro del emperador temía que, si se daba el golpe en Francia y Napoleón estaba cerca, lo más probable es que reaccionase diciendo que qué Regencia ni Regencia, que el que tenía que volver, era él. Y los conspiradores, sobre todo Talleyrand, eran conscientes de que eso rompería Francia, además de convertirla en una paria internacional. Por último, hacía falta conocer el sentir de la Corte de Viena, o sea, de Metternich. Había que asegurarse de que no invadirían el país.

La emperatriz María Luisa estaba en ese momento en Aix, Saboya, tomando las aguas, con y sin gas. Hasta allí, los conspiradores enviaron al médico de Napoleón, Jean-Nicolas Covisart y al pintor Jean-Baptiste Isabey para sondearla. En cuanto a Eugène, Fouché le escribió, y Talleyrand esperaba poder encontrarse con él tras ser enviado como plenipotenciario al Congreso de Viena.

El principal problema para Fouché, curiosamente, no eran tanto aquéllos contra los que quería dar el golpe de mano, sino su antiguo jefe. Es tanto así que, cuando se empezó a dar cuenta de que su proyecto de mandar a Napoleón a tomar por culo a alguna isla en el culo del mundo podría no cuajar, concibió el plan de exiliarlo para siempre. Se fue a las Tullerías, efectivamente, a explicarle a Luis XVIII un plan para asesinar a Napoleón Bonaparte. Al parecer había fichado ya en Linkedin a su Ramón Mercader particular; aunque todo lo estaba montando para que pareciese un atentado legitimista; es decir, buscaba matar dos pájaros de un tiro. Sin embargo, se encontró con qur el Borbón, quien como ya os he dicho era totalmente partidario de que a Napoleón lo sacasen de Europa, negó con cajas destempladas el plan.

En Viena, el adjunto a Talleyrand, que era Emmerich Joseph von Dalberg, duque de Dalberg, asumió personalmente los contactos más delicados con Metternich para no quemar a su jefe; y, de hecho, consiguió que el canciller austríaco aceptase mantener una correspondencia secreta con Fouché. Esta correspondencia, sin embargo, para lo que sirvió fue para dejar claro que el austríaco era cerradamente partidario de la restauración borbónica, y que la idea de la regencia le parecía una chorrada.

En esta situación, y mientras Viena no tomaba una decisión sobre la suerte y residencia final de Napoleón, el duque de Otranto se retiró a su castillo de Ferrières. Sin embargo, le había pasado como ocurre de costumbre en la vida: había iniciado un proceso de fisión atómica que ahora no podía parar. En los cuartos de banderas donde pacían los militares que habían sido contactados, e ilusionados, para aquel loco proyecto, las gentes siguieron haciendo cábalas y organizándose por su cuenta cuando su autor intelectual desapareció de la capital. Así las cosas, en el otoño de 1815 había por todo el país unos fortísimos rumores de golpe de Estado. A finales de octubre, un grupo nutrido de oficiales, algunos en servicio y otros de medio sueldo, fue detenido bajo la acusación de pretender matar a los Borbones. En Viena, el zar se dirigió personalmente a Talleyrand, muy preocupado. El gobierno británico sopesó seriamente la posibilidad de convocar a Wellington a Londres, ante el temor de que, si seguía en París y el golpe se producía, lo pudiesen tomar como rehén. El 4 de noviembre de 1814, de hecho, el propio Wellington recomendaba que la familia real se dispersase por Francia y no permaneciese unida en París. La tarde del 30 de noviembre, Marmont colocó a toda la guarnición de París en armas; hubo convencimiento total de que aquella noche sería el golpe. En realidad, los conspiradores todavía estaban discutiendo sobre la fecha más conveniente.

Después de estos momentos tan comprometidos ocurrió la sentencia Exelmans y el tema de la Raucourt. Estos sucesos terminaron de convencer a los más revolucionarios de que el pueblo de Francia se encontraba de nuevo maduro para un movimiento revolucionario; y, aunque Fouché seguía sin coger el móvil, a la espera de acontecimientos, muchos resolvieron actuar por su cuenta.

El duque de Otranto, acojonado con las perspectivas, regresó a París. Él, que había sido ministro de policía imperial, era un revolucionario moderno en el sentido en que hoy, después de gentes como Lenin o Fidel Castro, podemos entender esa palabra. Era un hombre que entendía perfectamente que los movimientos hay que hacerlos cuando hay que hacerlos; que hay que esperar a que las circunstancias sean las adecuadas. Fouché sabía que el golpe de Estado contra los Borbones no estaba maduro y, además, era consciente de que Napoleón seguía en Europa. Así que regresó a París y comenzó a conferenciar con los que sabía que estaban montando la película por su cuenta, como Davout, Antoine Claire Thibadeau, Jean-Baptiste Drouet d'Erlon, o los hermanos Otanerique y Charles Lallemand.

Fouché quería tranquilizar un poco aquellas almas y, al mismo tiempo, ensanchar un poco el ámbito del movimiento, pues había muchos políticos y generales liberales, jacobinos y bonapartistas que el tema no lo veían nada claro y que rehusaban unirse al rigodón. Para el ex ministro de Napoleón, muy particularmente, fue un golpe no conseguir la aquiescencia de Carnot, que consideraba muy simbólica pues se había convertido en algo así como el Rafa Nadal de los nostálgicos de la revolución. Carnot, sin embargo, no soportaba a los bonapartistas y, muy en particular, estaba convencido de que con un tipo como Fouché no había que ir ni a heredar. Así que, cuando se olió más o menos el pancake, se fue a su finca del Marais, y se quitó de en medio. Además, un fijo del tema, tanto que estaba en la Regencia, es decir el general Davout, se descolgó diciendo que él no pensaba ser de la partida.

Tras la espantada de Davout, el general Franco de aquella conspiración pasaba a ser Drouet d'Erlon. Drouet tenía mando sobre la 16 región militar, por lo que se decidió que, cuando recibiese el adecuado mensaje en clave de París, debería poner cuantas más tropas, mejor, de aquel distrito, en movimiento. Se suponía que esta tropa marcharía hacia París, como Mao o como Mussolini, consiguiendo la adhesión de las diferentes guarniciones que se fuesen encontrando por el camino. Entrarían en París por diversos puntos y confluirían en Las Tullerías, donde se les unirían los oficiales del medio sueldo y los obreros de los suburbios. Se contaba con que la guarnición de París no presentaría combate, y Fouché garantizaba la lealtad de la Guardia Nacional.

Toda aquella planificación, sin embargo, no era sino colocar el carro delante de los bueyes. Los conspiradores estaban de acuerdo sobre cómo iban a conspirar; pero, en realidad, no habían hablado mucho sobre para qué estaban conspirando. En un momento dado, todos se habían puesto de acuerdo en torno al concepto de la Regencia. Sin embargo, ahora ya sabían que era imposible, porque Francisco I, el rey austríaco, había dejado bien claro que no dejaría salir de sus Estados al pequeño rey de Romanos; además, estaba el problema de que, con Napoleón todavía en Elba, lo más probable es que no aceptase dicha Regencia, lo que colocaría en situación muy desabrida a los bonapartistas.

Estos bonapartistas resolvían el problema proponiendo, simplemente, que el proclamado fuese el propio emperador, y que, una vez producida la proclamación, le enviasen un mandadero a Elba. Sin embargo, los que en aquel entonces se solían denominar (también ellos mismos) les regicides, es decir los que habían apoyado los momentos más radicales de la revolución; los llamados patriotas, también imbuidos de un importante marchamo revolucionario; y no pocos generales, que conocían bien al Napo y sabían cómo se las gastaba, además de conocer las pocas posibilidades que tenía Francia de defenderse de la segura reacción europea; todas estas personas, digo, estaban radicalmente en contra de esta solución. Su idea era más bien presionar al propio rey para que aceptase ser un rey constitucional; y, si no lo aceptaba, obligar (ésta era la palabra) al duque de Orléans.

En realidad, a todas aquellas personas lo único que les unía era el odio a los Borbones. Esto es importante entenderlo, porque cierta historiografía quiere hacer pasar barco como animal acuático y defiende la idea de que aquélla fue una conspiración bonapartista. Incierto. En medio de aquella conspiración había muchos elementos que detestaban profundamente a la dinastía Bonaparte. No sabían lo que querían; sabían lo que no querían. Así que soñaban: unos, con acabar con los Borbones, otros con obligarlos a aceptar un fait accompli. Y luego ya se vería. El general Chouard, ése que un día había dicho que los Borbones le hacían tener nostalgia del emperador, resumió de nuevo los hechos con una frase lapidaria: Moi, tout ça m'est bien égal pourvu qui le gros cochon s'en aille. A mí todo me da igual mientras el gran cerdo se pire.

Así, pues, estaban las cosas a finales de febrero de 1815, cuando Napoleón Bonaparte abandonó la isla de Elba con 1.100 soldados y cuatro cañones, con la idea de conquistar Francia. Francia era un país políticamente roto. La nobleza de toda la vida, en buena parte nutrida de emigrados, cada vez se sentía más desplazada por aquel roi jacobin, como ellos llamaban a Luis XVIII, en una expresión acojonantemente hiperbólica. Muchos legitimistas, cada vez, se convertían en radicales sin modelo, ante el hecho de que aquella monarquía, o más bien aquel rey, no les servía de demasiado. Los burgueses liberales, los hombres de negocio, franceses acomodados amantes del orden que siempre han nutrido las filas de la derecha civilizada gala, eran conscientes de que la dinastía Borbón era una bomba de espoleta retardada, ya que la fuerte distorsión generada por unos tiempos inesperados había generado el meconio histórico, una de esas cosas que demuestran bien que la Historia no avanza linealmente, consistente en que un rey vigente y razonablemente constitucionalista estaba rodeado por hijos y nueras que, como diría Ruiz Gallardón padre de Ruiz Gallardón hijo, eran más de derechas que Don Pelayo. Así las cosas, toda la ilusión de la burguesía liberal se acrisolaba en la frase Dieu conserve le roi, pues los rumores de su salud quebrada eran muchos.

La derrota militar de Francia había exiliado del país a Napoleón, pero no al bonapartismo. Todas las cosas que nosotros sabemos, y los franceses de entonces obviamente no podían saber, sobre cómo avanzó el siglo XIX en el país, no hacen sino confirmar el hecho de que Napoleón había dejado tanta huella que incluso después de muerto siguió siendo un modelo. Napoleón Bonaparte es muchas cosas. Pero, por encima de todo, es la canalización del patriotismo francés, el acrisolamiento de una serie de ideas rupturistas, en el sentido de que parten Francia en dos o más de dos partes, en un esquema aceptable, si no por todos, sí por la inmensa mayoría. El Imperio es, entre otras muchas cosas, la canalización de la revolución, la conversión de todas sus pulsiones en códigos, políticas y objetivos pragmáticos, generadores de valor y generadores de poder. Por esto mismo, Napoleón Bonaparte marca un antes y un después; y si es cierto que en 1814, a despecho de lo que pensaban los legitimistas, Francia no podía poner el reloj a cero y olvidar todas las ideas y sueños que se habían creado durante la revolución, más cierto es, todavía, que no podía mirar para otro lado como si los logros sicosociales del Imperio pudiesen ser negados. El bonapartismo jugaba en casa. En un momento, pudo pensar que la llegada del Borbón sería la llegada de un bonapartista disfrazado de rey. Los primeros 100 o 200 días de Luis XVIII, sin embargo, les habían convencido de que no sería así. Así que hacían lo único que sabían hacer: cantar La Marsellesa y llamar a las armas.

Los jacobinos, por último, cada vez tenían más claro que a aquella nueva nación borbónica, ellos le sobraban. La Restauración se vendía como un régimen de reconciliación; pero en sus actos diarios era, claramente, un régimen de rencor, de ajuste de cuentas. En su radicalidad, los regicidas cada vez más entendían algo que, por otra parte, es bastante fácil de entender: no será un rey quien haga olvidar el asesinato de otro rey. Los jacobinos, además, barruntaban que aquel rey había muerto para algo, no por un calentón que ahora se pudiese congelar. En la Francia de 1814, los revolucionarios tendían a ser los pollaviejas del país; muchos de ellos eran personas ya provectas y bastante pesadas, siempre con el coñazo de contar sus batallitas. Cada francés que una vez había saludado a Robespierre por la calle lo tenía que contar cien veces. Al jacobinismo le hacía falta un recauchutado, algo que parecía imposible pero que, poco a poco, sí que fue surgiendo. En los planes de la conspiración antiborbónica inspirada por Fouché, los revolucionarios aportaban su capacidad de movilizar a los sans coulottes de toda la vida en los barrios entonces periféricos de París. Gentes que vivían muy malamente y que, de hecho, en los comienzos de eso que llamamos revolución industrial, estaban comenzando a registrar nuevos decrementos en su calidad de vida. Aunque la primera vez que aquellos desheredados habían sido llamados a tomar las picas había sido por otras razones, cada vez más, para los modernos revolucionarios, se hacía más evidente que los discursos que más les calaban a esas gentes eran discursos en los que se pronunciaban palabras como “salario”. Los jacobinos estaban descubriendo su veta, pero con ello estaban complicando Francia todavía más. Si Napoleón Bonaparte le había enseñado a los militares su poder político inventando el golpismo, los jacobinos, muchos de ellos incluso sin entenderlo así, estaban labrando la eclosión de eso que llamamos lucha de clases. Algo que cristalizaría en 1848, en un proceso revolucionario que, nunca me cansaré de repetíroslo, fue mucho más importante para la evolución social de Europa que esa revolución francesa que la mayor parte de vosotros guardáis en un camafeo simbólico, y a la que tanto respeto tenéis.

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