La difícil restauración
Los exiliados
Una monarquía anárquica
Esto no durará
Soult
El affaire Raucourt
Ceguera borbónica
Una situación cada vez más deteriorada
La conspiración bonapartista sin Bonaparte
Viena
De nuevo, potencia mundial
Un balance discutible
El emperador de Liliput
Las cuitas de María Luisa
La partida
Diles que voy
Cuando apenas se habían acabado los ecos de la acerba discusión sobre la libertad de prensa, llegó la de la cuestión de los bienes de los emigrados que estaban en manos del Estado. La cosa es que, en virtud de lo que se conoce como la amnistía del año X, la inmensa mayoría de los emigrados había recuperado, desde el Consulado, casi todos aquellos bienes que no habían sido vendidos; pero con la importante excepción de los inmuebles que habían sido aprovechados para servicios públicos (un poco lo que pasa hoy en día, que la Administración suele ocupar buena parte de los viejos palacios que sobreviven). Asimismo, la ley de 2 de Nivôse del año IV había declarado inalienables diversos bosques y praderas que un día fueron de la nobleza. En total, hablamos de unas 350.000 hectáreas que ahora estaban en el alero.
En los primeros meses de la Restauración, tanto el rey como el conde de Artois habían emitido órdenes (un poco en plan las órdenes ejecutivas del presidente USA de hoy en día) en las que, en flagrante incumplimiento de la ley, algunos bosques le habían sido restituidos a casas nobles especialmente apreciadas. Concretamente, son dos órdenes de abril y mayo de aquel año que favorecieron a los duques de Noailles, de Havré, al conde de Longeron, a los príncipes de Condé y de Poix, la duquesa de Montbarey, el duque de Orléans, entre otros.
Ahora, el proyecto de ley debía ser presentado en la Cámara por el ministro de Estado, André-François Claude Charles Ferrand, conde de Ferrand. Todo empezó al leer la exposición de motivos. Un acto de reparación que todos querían ver concebido como un acto de reconciliación quedaba claramente definido en el texto como una justa venganza (ah, las leyes de pretendida reparación histórica...) Incluso llegaba a decir que “los emigrados habían seguido la línea correcta”; redactado que era, en si, un insulto al resto de franceses. La Cámara expresó claramente su indignación por aquel enfoque; pero el rey, en un gesto que desde luego, en mi opinión, estuvo muy estudiado, le concedió a Ferrand su condado apenas ocho días después de la sesión.
El ponente de la comisión que había de estudiar la ley era Bedoch; uno de los oradores más radicales que aquella cámara. El podemita Ione Bedoch, pues, protestó vivamente por las palabras de Ferrand y exigió que fuese censurado. La propuesta se hubo de discutir durante nueve sesiones (entonces ni se estilaba eso de los jefes de grupo parlamentario que hablan por todos los suyos, ni los límites de intervención, ni esas cosas tan antidemocráticas a las que, paradójicamente, las generaciones más demócratas de la Historia vivimos acostumbradas).
El 4 de noviembre, la ley, apenas maquillada en alguna de sus esquinas, fue votada por 68 votos contra 23. En la Cámara de los Pares, sin embargo, no se produjo la oposición que se había visto en el tema de la libertad de imprenta. Casi todo el mundo en aquel Senado, nobles al fin y al cabo, estaba básicamente de acuerdo con el principio de respetar la propiedad. Macdonald incluso exigió que se votase una indemnización para aquellos emigrados cuyas posesiones hubiesen sido vendidas, y para los militares que hubiesen perdido sus dotaciones en el extranjero. La proposición del militar perseguía contentar a los emigrados, si bien no con la retrocesión de sus posesiones, sí, cuando menos, con dinerito. El sentir de los emigrados fue claramente expresado por Edouard de Fitz-James, sexto duque de Fitz-James, quien le espetó a Macdonald: “O todo, o nada”. A lo que el apelado contestó: “Pues, entonces, será nada”.
El Palacio Borbón, sin embargo, se veía cada vez más abrumado de protestas por escrito. De toda Francia llegaban cartas de personas y colectivos criticando la nueva legislación de respeto de los domingos, o el regreso de las procesiones religiosas, o contra los panfletos incitando a la devolución de los bienes enajenados durante el pasado reciente. Esto fue munición para los más liberales. Quizá uno de los asuntos que más polvareda levantó fue una norma de 19 de julio que, entre otras cosas, cerraba unas conocidas como maisons d´education de la Legión de Honor (que debéis recordar estaba abolida); pero que no debéis verlas como unas instituciones educativas, sino más bien como asilos de jóvenes y niños. El rey trató de parar un poco el golpe dándole a muchos de estos niños unas pensiones de 250 francos. Pero el problema residía en que muchos de estos inquilinos eran huérfanos, así pues no podían vivir por sí mismos con ese dinero. El régimen, por lo tanto, fue acusado de dejar en la calle a niños que muchas veces eran hijos de héroes. El tema era especialmente doloroso teniendo en cuenta que, de los cuatro edificios que estaban dedicados a este uso (Ecouen, París, los Barbeaux y Loges) sólo uno en realidad, el primero, fue devuelto a su anterior dueño (el príncipe de Condé); el resto permanecieron bajo el ala estatal.
La necesidad de una sola oposición hizo desaparecer cualquier prurito entre los liberales hacia los bonapartistas. Como claramente explicaba La Fayette, quienes querían en Francia un régimen liberal y constitucional tenían muy claro que tenían que contar con los nostálgicos del emperador. Además, ninguno ponía en duda la figura del rey; ni siquiera los más radicales. De hecho, la ley que dotó al rey con una lista civil de 25 millones de francos, y 8 millones para los príncipes, fue votada apenas con cuatro votos de disensión. La ley que votó el pago por el Estado de los 30 millones de francos en deudas que los Borbones habían adquirido durante su exilio apenas recibió un voto en contra. El ambiente era menos desfavorable de lo que pueda parecer; el 30 de diciembre, la Asamblea fue prorrogada por otros cuatro meses.
Algunas semanas antes, el 14 de noviembre de 1814, se preparó una representación de gala en el Odéon. A las cinco de la tarde, el mariscal Auguste Frédéric Viesse de Marmont, que estaba de guardia en las Tullerías con su compañía de guardias de bodies, tuvo información precisa de un complot. Según esta información, 150 oficiales de medio sueldo, emboscados en el terraplén del Puente Nuevo, tenían en proyecto de emboscar a la comitiva real, sacar a los reyes de su calesa y tirarlos al río. Beugnot, el jefe de los polis, también tenía informes de sus confidentes de que los militares eliminados del servicio activo proyectaban un golpe de Estado. Sin embargo, no le daba ninguna credibilidad a aquellas informaciones; razón por la cual no había tomado medidas especialmente importantes para asegurar la seguridad de Luis XVIII.
El duque de Ragusa (es decir, Marmont) vio con todo aquello el cielo abierto para quedar como Dios ante el emérito pretérito. Así pues, entró en las habitaciones del rey, le contó todo el mojo, y le intimó a quedarse en casa y no ir al teatro. El rey contestó: Mon cher maréchal, votre affaire est de me garder, la mienne est d´aller m´amuser à la comedie. Es decir: tú haz tu trabajo, que ya haré yo el mío.
Marmont hizo llamar a Nicolas Joseph Maison, marqués de Maison, uno de los muchos veteranos de la revolución y el Imperio que había aceptado los tiempos, y había sido nombrado gobernador de París. También hizo llamar a Jean Joseph Dessolles, primer marqués de Dessolles, que era el jefe de la Guardia Nacional. En apenas una hora, las tropas fueron acuarteladas, y los puestos de guardia se doblaron. En total, unos 10.000 hombres fueron encomendados de la seguridad en la capital. Marmont escoltó personalmente a caballo la calesa real, literalmente rodeada de guardias de body. Los conspiradores no aparecieron por ningún sitio; lo que ha hecho pensar a muchos historiadores que nunca existieron y que, en realidad, Beugnot tenía más razón que Marmont. El rey llegó al teatro y disfrutó de la representación de La petite ville, obra de Jean-Benôit Picard.
Como digo, las pruebas eran y son muchas de que Marmont se había pasado tres pueblos. Sin embargo, la política siempre ha sido una anguila difícil de atrapar, que se rige por sus propias reglas. Al día siguiente, el cesado fue Beugnot, considerado un negligente.
Luis XVIII, que yo creo que algo intuía de que estaba cesando al listo (y bastante menos ambicioso) de los dos que habían estado en juego, no lo quiso cesar del todo. Además, tenía mucho miedo de estos hombres de cierto poder y la posibilidad de que se echasen al monte y lo combatiesen. Así las cosas, aprovechó que la muerte de Malouet había dejado libre el Ministerio de la Marina para nombrar a Beugnot. Al frente de la policía colocó a hombres del conde de Artois. De paso que hacía estos cambios, el rey decidió prescindir también del general Dupont. Este cese tenía una justificación clara en que, en 1814, Dupont era la auténtica bestia negra del Ejército francés. Los miembros de las fuerzas armadas, como ya os he dicho, eran mayoritariamente bonapartistas. Y, aunque con el tiempo la documentación descubierta acabaría por desmentir esto, en 1814 todo el mundo estaba convencido de que Dupont era responsable de haber firmado una capitulación especialmente dura con Napoleón con el único objetivo de salvar su equipaje personal, en el que, según el bulo, tendría un millón de francos en oro y moneda. Dupont era, además, el ejecutor de la medida de los soldados de medio sueldo. Todo esto, además, para no ser, ni mucho menos, popular entre los legitimistas. Además, en Viena se estaba negociando una alianza entre Francia, Austria e Inglaterra, que probablemente elevaría la temperatura bélica en Europa. Haría falta, pues, como poco movilizar tropas, por lo que el Ministerio debía estar en las mejores manos. Dupont, pues, fue cesado con una pensión e 10.000 francos y el mando de la 22 división militar.
Con el importantísimo puesto de Guerra libre, el héroe del día del teatro, Marmont, esperaba sinceramente ser el convocado por el rey. Sabía que tenía de su parte a uno de los grandes del royalismo: Eugène François Auguste d'Arnauld, barón de Vitrolles y conocido por eso, normalmente, como Vitrolles. Sin embargo, al Ejército todavía le caía peor que Dupont. Se decía que muchos nobles refusaban sentarse a su mesa, que los obreros se negaban a hacer ñapas en su castillo de Châtillon, e incluso que su mujer se quería divorciar de él. Fue más porque le convencieron de que Marmont no podía ser ministro de la Guerra que por otra cosa, que el rey decidió nombrar al mariscal Jean-de-Dieu Soult.
Cuando fue nombrado ministro, Soult era un hombre acabado; un escombro político. Se le había retirado todo mando sobre tropas y lo habían echado de la Cámara de los Pares. Esto le generó un rencor tamaño experto, del tipo de rencor que casi sólo es capaz de acunar un francés, contra el Senado, que consideraba, injustamente, un nido de liberales. Su inquina llegó a tal nivel que, incluso, en mayo de 1814 le había propuesto al más lerdo de los miembros de la Casa Real (el duque de Angulema) soliviantar a los viejos veteranos de las guerras de España, que según él le seguirían como un solo hombre; llegarse a París en una especie de Larga Marcha a la francesa; y tirar abajo, dijo, las puertas del Senado.
Soult, en todo caso, era un francés de pura cepa. Esto quiere decir que tenía una opinión de sí mismo que era exponencialmente mejor que la que el resto del mundo tenía de él. En realidad, la mayoría de los franceses, que tendían a considerar la guerra de España como un enfrentamiento tirando a inútil en el que se había derramado sangre francesa con demasiada liberalidad, le culpaban a él de que sus padres, hijos o sobrinos nunca hubiesen regresado de los campos de batalla ibéricos. Lo veían como lo que era: un tipo extraordinariamente ambicioso, que había querido ser rey de Portugal, y que había vivido obsesionado con que otros compañeros suyos de milicia, como Murat y Bernardotte, sí que hubiesen conseguido lo que a él se le negó. En junio de 1814, merced sobre todo al apoyo de Louis André Hyacinthe de Bruges, conde de Brujas, uno de los hombres más influyentes en el círculo legitimista del conde de Artois, consiguió ser nombrado gobernador de la 13 división militar. Así que se fue a residir a Rennes, donde se convirtió en un realista convencido, defensor a ultranza de las esencias de la religión. Incluso se hizo un Pazo de Meirás, abriendo entre sus conciudadanos bretones una cuestación “voluntaria” para darle una suma de dinero al rey. Acto seguido, repitió la jugada, pero ya en toda Francia, con la intención e financiar la erección de un monumento a las víctimas de la batalla de Quiberon, producida cuando un grupo de realistas trató de retomar el control de Francia.
En sus primeros días, pareció bien claro que el nombramiento de Soult había sido una buena idea. El Ejército lo acogió con optimismo, pues la oficialidad claramente esperaba del nuevo ministro una política más abierta y pragmática que la de Dupont. Soult, sin embargo, sabía que le debía su nombramiento a un partido muy concreto, representado por Brujas, y que su más importante obligación era responder ante esos avalistas. Y esos avalistas le reclamaban un regreso del orden social.
Así las cosas, la primera decisión del flamante ministro de la Guerra fue prohibir que los soldados y oficiales de medio sueldo pudiesen estar en París; decretó que todos ellos deberían residir en su localidad de nacimiento. La norma, en sí, era un ultraje entre ilegal y alegal, que venía a aplicar a oficiales en la reserva el trato que en aquella Francia se reservaba para condenados a trabajos forzados que hubiesen cumplido su condena.
Al final del mes de noviembre, cuando todavía no era ministro, un tal doctor Andral (que podría ser Guillaume Andral, miembro de una dinastía doctoral), que era médico en la corte de Nápoles, visitó París. Acompañado del general Remi Joseph Isidore Exelmans, primer conde de Exelmans y antiguo ayuda de campo de Murat, traían una carta para el rey. Beugnot, quien entonces todavía tenía mando en la policía, hizo detener al médico en Nemours. Entre los papeles incautados apareció la carta de Exelmans. Aunque no contenía más que felicitaciones y vagas ofertas de servicio, esta vez Beugnot sí que se la tomó en serio. Dupont, que todavía era ministro, reconvino en privado a Exelmans, a quien recomendó que se cortase un poco en el futuro.
A los dos días de ser nombrado, Soult hizo llamar a Exelmans al Ministerio, y le echó una bronca de la hostia por la carta. Lo acusó de haber difundido el bulo de una conspiración realista, que buscaría asesinar a una veintena de generales del Imperio. Exelmans reconoció estar en contacto con el rey de Nápoles (Murat), pero negó con cajas destempladas estarlo con Napoleón. Explicó que se sentía en deuda con el mariscal, y también reconoció que había denunciado a unos cuantos realistas radicales. Acto seguido, señaló dos pistolas que llevaba en el cinto y le dijo al ministro que se dispararía en su propia antecámara si se lo pedía.
Tres días después, Exelmans fue cesado como inspector general del Cuerpo de Caballería. Soult le envió una carta en la que le ordenaba pasara a semi actividad, y residir en su lugar de nacimiento, en Bar-sur-Ornain, en el Mosa (que no es mal residir). Exelman contestó con una carta en la que argumentaba que hacía más de veinte años que no iba por ahí ni a comprar condones; además de aducir razones de salud para no dejar París. Como Soult no mostrase gana ninguna de cambiar su destino, consultó con sus amigos, entre ellos Macdonald; quienes le dejaron bien claro que, siendo un militar colocado en la reserva y estando censado en París, Soult no podía imponerle la residencia. La respuesta de Soult fue enviarle unos soldados el 14 de diciembre que, literalmente, secuestraron a Exelmans de su hogar para llevarlo al campo. El tema escaló muy deprisa. La Fayette le ofreció su castillo de Lagrande, y Auguste Comte se ofreció a ser su abogado si le abrían un consejo de guerra.
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