Los súbditos de Seleuco
Tirídates y Artabano
Fraates y su hermano
Mitrídates
El ocaso de la Siria seléucida
Y los escitas dijeron: you will not give, I'll take
Roma entra en la ecuación
El vuelo indiferente de Sanatroeces
Parece que Mitrídates fue
exitoso en la misión que se marcó, o que tal vez le marcaron los megistanes,
que era recuperar la Gordiene, esto es la provincia que Pompeyo había entregado
a su otrora enemigo Tigranes el armenio. Sin embargo, en materia de política
interior debió de portarse como un auténtico porculo. Acabó castigando a su
hermano Orodes, el co-asesino de su padre y, pocos años después de haber
llegado al reinado de Partia, fue depuesto por los megistanes. Los nobles, una
vez que se deshicieron de él, llamaron a Orodes, que había sido exiliado, y lo
colocaron en su puesto. Mitrídates recibió el reino de Media, que gobernaría
como rey tributario de Partia; pero incluso eso se lo acabó quitando Orodes
poco después, lo que sugiere que el hermano seguía dando problemas.
Y tanto que los daba. Mitrídates estaba decidido a recuperar
el trono parto, probablemente para poder pasar por la piedra a buena parte de
la casta que había osado dar la espalda al vencedor de Gordiene. Para hacerlo,
buscó un aliado, y cuál mejor que Roma (en términos de potencia militar; en
términos de fidelidad, ya habría sido otra cosa). Gabinio, que entonces era el
gobernador romano de Siria, lo recibió en un rato en el que había dejado de
hacer lo que hacían todos los gobernadores romanos de Oriente Medio, esto es,
robar a manos llenas, y le dio muy buenas palabras.
Gabinio, ya lo he dicho, era el típico gobernador romano de
las tierras sirias. Estaba allí por amistad con el poder senatorial,
consumiendo un periodo de mando durante el cual la prioridad era montar su
propia Gürtel y llevarse de Siria hasta lo ceniceros que le hacían los niños en
el cole a sus papis, y así esconder su más que probable mediocridad como
militar y como político. Empalmado con los relatos que le hizo Mitrídates el
parto sobre los enormes beneficios de colocarle a él como rey prorromano en
dicho país, Gabinio comenzó a preparar una expedición hacia el este. Sin
embargo, cuando todavía no la había lanzado, le hicieron otra oferta que no
pudo rechazar. Ptolomeo Auletes, quien había sido expulsado de Egipto por una
rebelión de sus súbditos, le pidió lo mismo que le estaba pidiendo Mitri.
Ptolomeo tenía el aval de ser amiguete de Pompeyo y, lo que es más importante,
había tomado la precaución de huir de Egipto con una riñonera llena de
talentos; cosa que el parto no había podido hacer. El brillo del oro y de las
posibilidades de ascensión política (medio siglo antes de la tierna escenita de
Belén, Pompeyo era lo más de lo más), Gabinio tuvo claro que iba a dejar en la
estacada al jodido parto. Al fin y al cabo, era romano; ¿cuándo coño había Roma
mantenido una promesa que no le conviniese?
Mitrídates, en todo caso, no se desalentó. Con lo que tenía
entró en Partia con la intención de provocar el estallido de una guerra civil;
la cosa no le salió del todo mal, especialmente en Babilonia, donde encontró a
muchas personas y nobles pequeños y medianos dispuestos a hacer pandi con él.
Incluso es posible que Seleucia, que era la Barcelona de Partia (esto es, la
segunda ciudad en importancia) se le hiciese fiel.
El Estado parto, sin embargo, contraatacó. Consciente Orodes
de que el principal activo que tenía su hermano era Babilonia, allí envió sus
tropas para que realizasen un asedio de la ciudad, con Mitrídates dentro. La
resistencia de los babilonios fue heroica, pero finalmente, más asediados por
el hambre que por las flechas, hubieron de capitular. Enfrentado a la
posibilidad de tener que huir otra vez, y ya no sabía muy bien adónde pues ya
había aprendido que la palabra de un romano se puede comprar en cualquier
tienda de los chinos, Mitrídates decidió enfrentarse a Orodes y decirle aquello
de “yo he dicho cosas, tú has dicho cosas, pero ahora vamos a darnos un
abrazo”.
La respuesta de Orodes fue que y un pene como una pieza de
menaje. Lo hizo ejecutar on the spot.
Estamos ya, más que probablemente, en el año 55 antes del
Hijo que es Luz de Luz con el Padre. Ese año, en las elecciones a cónsul uno de
los elegidos fue Marco Licinio Craso. Entre las atribuciones que le fueron
concedidas como gobernador anual de la República se encontró el mando supremo de
las tropas romanas en Oriente Medio. Inmediatamente después de recibir el
mando, Craso dio una rueda de prensa en la que anunció que su principal
objetivo sería marchar contra el reino de los partos. Craso era uno de los
principales elementos dentro de una lucha cainita por el poder dentro de la
República romana, esa lucha que acabaría por ganar Julio; y, en el marco de esa
movida, su prioridad era poder acumular méritos, entradas en Roma en triunfo,
para así poder colocar al Senado a sus pies. Luchaba, sin embargo, contra
gentes que, muy probablemente, lo sobrepujaban. Pompeyo era un gran general, y
qué decir de Julio, un militar que, además, tenía la rara habilidad de avizorar
los beneficios en movimientos militares aparentemente capaces solamente de
generar muchos problemas y ningún beneficio.
Craso nació algunas décadas atrasado, por así decirlo. Era
un hombre rico, muy rico, y eso, algún tiempo antes, le habría bastado para
ocupar una posición primate en la República con escasos enemigos. Roma, sin
embargo, había cambiado mucho en apenas cien años. La caída de Cartago fue algo
que podemos asemejar al derrumbamiento de la URSS y la consecuente posición
preeminente de los EEUU; pero siempre y cuando imaginemos un colapso de tal
calibre en la URSS que, detrás de él, no quedasen ni Yeltsin ni Putin; no
quedase nada, nada, nada. La República romana disparó su esencia imperial, que
en realidad siempre había tenido, y eso hizo que, por decirlo de alguna manera,
en la República dejase de sonar la hora de los príncipes del Senado que lo son
por mor de su gran fortuna, para sonar la hora de los militares, de los jefes
de tropa. Cayo Mario, Lucio Sila, Pompeyo, Julio. Alguno de ellos no era gran
cosa desde un punto de vista patricio y, por decirlo así, noble; pero, sin
embargo, alcanzaron cotas que no alcanzó ninguno de sus millonarios
predecesores. Marco Licinio Craso, aunque era persona no exenta de capacidad de
mando militar, no era un gran general, y eso siempre lo lastró en la lucha por
el poder en una Roma que estaba con el biorritmo expansivo.
Es por este orden de cosas que a Craso, probablemente, no le
quedó más remedio que maniobrar para ser nombrado comandante de las fuerzas
orientales y, luego, lanzarse a la aventura de derribar la última pieza del
ajedrez mesopotámico que todavía se le resistía a los romanos: Partia. En
realidad, como le suele pasar a las personas que se convierten en líderes
militares pero tienen problemas para entender un mapa de operaciones
(Mussolini, sin ir más lejos), las ambiciones de Craso, probablemente, iban
mucho más allá. Con una mentalidad sobrada para la que no tenía ni méritos ni
capacidad, Craso despreciaba las campañas de Lúculo y Pompeyo en la zona;
opinaba que enemigos como Mitrídates del Ponto o Tigranes el Armenio deberían
haber sido vencidos por los romanos con la muñeca derecha atada al tobillo
izquierdo; y, consecuentemente, estaba convencido de que en cuanto él entrase
en acción, los romanos penetrarían en el área como un cuchillo caliente en la
mantequilla. Craso quería llegar hasta la India, como Alejandro.
Los romanos, de hecho, estaban tan sobrados en lo referente
a esta expedición que ni siquiera se dieron prisa. La concesión del poder en
Siria a Craso se demoró meses, durante los cuales Orodes tuvo mucho tiempo para
hacer preparativos para el ataque que todo el mundo en la zona sabía que se iba
a producir.
Muy particularmente, lo que hizo Orodes durante esos meses
durante los cuales Roma se chuleó de las hostias que le iba a dar pero sin
moverse un ápice, fue acopiar la voluntad de los muchos reyes, reyezuelos y
señores de la guerra que había en su zona, para acopiarlos en la labor de
resistir al pérfido romano. La historiografía romana, por así decirlo, recuerda
con cierta rabia cómo Abgaro, el rey de Osroene, se pasó al bando de los
partos, a pesar de haber firmado una alianza con los romanos en los tiempos de
Pompeyo. Otro caso es el de Acaudonio, un sheik árabe, que había declarado su
sumisión a los romanos, pero que ahora decidió que, a la hora del
enfrentamiento, sería Orodes quien ganase. No deja de tener coña que los
escritores latinos se encabronen por esto; es, literalmente, ver la paja en el
ojo ajeno y obviar la viga en el propio.
Craso tenía tres opciones para avanzar. La primera era
utilizar suelo armenio, aprovechando la alianza con el entonces rey de la
nación, Artavasdes, hijo de Tigranes. Esta ruta era muy segura pero obligaba a
los romanos a caer sobre Adiabene (Asiria) desde las montañas, y eso suponía cruzarlas.
Otra posibilidad era tomar, por así decirlo, el camino de Ciro el Joven,
siguiendo el curso del Éufrates hasta la altura de Seleucia, y después cruzar
la planicie entre los dos ríos. Como tercera posibilidad, podía tomar el camino
más corto pero también más peligroso, a través del desierto mesopotámico.
A ver, ya me habéis leído más de una vez que a mí las
discusiones estratégicas y, en general, la pura Historia Militar no me atrae
demasiado. Me cuesta mucho contar unidades y entender las diferencias entre la
acometividad de una pieza de artillería de tal o cual calibre, esas cosas. Así
pues, no soy la persona más indicada para dar una opinión aquí; pero la mía,
por si os sirve de algo, es que para Craso, en realidad, no había duda, no
había preguntas que hacerse: debía optar por la vía armenia. Era más larga, sí;
pero logísticamente mucho más segura y, lo que es más importante, anulaba la
eficacia de las alianzas alcanzadas por Orodes con Abgaro y Acaudonio, puesto
que evitaba pasar por sus barrios, por así decirlo. La vía armenia, sin
embargo, presentaba el problema para Craso del tiempo que consumía. No hay que
olvidar que Marco Licinio no iba a tener eternamente el mando de las tropas
imperiales y que lo avances que tenía en mente eran muy ambiciosos. El general,
por lo tanto, temía que le ordenasen regresar cuando todavía no hubiese
alcanzado toda la gloria que ambicionaba para convertirse en el primer romano
de Roma.
Craso, en todo caso, llegó a Siria con retardo, por lo que
parece haber reducido la ambición de sus operaciones. Se dedicó inicialmente a
atacar en campo abierto y a someter ciudades griegas, esto es, fruto de la
vieja dominación seléucida. Pronto llegó el invierno, sin embargo, y hubo de
regresar a Siria.
Orodes, mientras tanto, y ante la debilidad de los ataques
de los romanos, resolvió mantener el grueso de sus tropas cerca de su capital,
a la espera de tener claro qué ruta utilizaría Craso para atacar el corazón del
reino parto.
Visto que la primera campaña de Craso en Siria se había
consumido con bien poca cosa, Orodes resolvió enviarle un embajador. Pero que
nadie se crea que fue un embajador de paz. Wagises, que así se llamaba el
plenipotenciario, llevaba un discurso preparado en el que se realizaba un
calculado desprecio de la figura de Craso. Partia, le dijo Wagises al asombrado
y cada vez más cabreado general, se había dado cuenta de que aquella expedición
no se había hecho a la mayor gloria de Roma, sino para aportarle beneficios
personales a Craso (cosa que no estaba lejos de ser cierto; durante aquellos
meses, el romano rapiñó casi todas las riquezas de los templos sirios); así
pues, le decía Orodes a través del embajador, si quería que hablasen,
hablarían. De otra forma, Orodes le estaba diciendo a Craso: ¿cuánto por una
mamada?
Marco Licinio, rojo de ira, le contestó a Wagises que le
informase a su rey que él, Marco Licinio Craso, le respondería personalmente a
su oferta de negociación en la propia capital de los partos. Dicho de
otra forma, le vino a decir que avanzaría sobre la capital y la tomaría.
Afirmación que Wagises contestó con un gesto hoy perdido pero que, si alguna
vez se inventa la máquina del tiempo y viajáis a la antigua Asiria, o Media, o
Persia, probablemente veréis por la calle un montón de veces: señalarse la
palma de la mano izquierda con el dedo índice de la derecha. Ese gesto, entre
los partos y muchos mesopotámicos, quería decir: antes crecerá pelo aquí que
ocurra lo que dices. Es, pues, el equivalente de nuestro “cuando los cerdos vuelen”.
Lo siguiente que hizo Orodes cuando regresó su embajada fue,
sin esperar a que terminase el invierno, atacar las ciudades griegas
mesopotámicas que se habían rendido al romano, y donde Craso había dejado
destacamentos.
Todas estas noticias convencieron a Craso de que su segunda
campaña en Oriente debería ser definitiva. De una vez por todas, iba a acabar
con los jodidos partos.
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