lunes, noviembre 11, 2019

Partos (9: Craso)

Otras partes sobre los partos

Los súbditos de Seleuco
Tirídates y Artabano
Fraates y su hermano
Mitrídates
El ocaso de la Siria seléucida
Y los escitas dijeron: you will not give, I'll take
Roma entra en la ecuación
El vuelo indiferente de Sanatroeces

Parece que Mitrídates fue exitoso en la misión que se marcó, o que tal vez le marcaron los megistanes, que era recuperar la Gordiene, esto es la provincia que Pompeyo había entregado a su otrora enemigo Tigranes el armenio. Sin embargo, en materia de política interior debió de portarse como un auténtico porculo. Acabó castigando a su hermano Orodes, el co-asesino de su padre y, pocos años después de haber llegado al reinado de Partia, fue depuesto por los megistanes. Los nobles, una vez que se deshicieron de él, llamaron a Orodes, que había sido exiliado, y lo colocaron en su puesto. Mitrídates recibió el reino de Media, que gobernaría como rey tributario de Partia; pero incluso eso se lo acabó quitando Orodes poco después, lo que sugiere que el hermano seguía dando problemas.

Y tanto que los daba. Mitrídates estaba decidido a recuperar el trono parto, probablemente para poder pasar por la piedra a buena parte de la casta que había osado dar la espalda al vencedor de Gordiene. Para hacerlo, buscó un aliado, y cuál mejor que Roma (en términos de potencia militar; en términos de fidelidad, ya habría sido otra cosa). Gabinio, que entonces era el gobernador romano de Siria, lo recibió en un rato en el que había dejado de hacer lo que hacían todos los gobernadores romanos de Oriente Medio, esto es, robar a manos llenas, y le dio muy buenas palabras.

Gabinio, ya lo he dicho, era el típico gobernador romano de las tierras sirias. Estaba allí por amistad con el poder senatorial, consumiendo un periodo de mando durante el cual la prioridad era montar su propia Gürtel y llevarse de Siria hasta lo ceniceros que le hacían los niños en el cole a sus papis, y así esconder su más que probable mediocridad como militar y como político. Empalmado con los relatos que le hizo Mitrídates el parto sobre los enormes beneficios de colocarle a él como rey prorromano en dicho país, Gabinio comenzó a preparar una expedición hacia el este. Sin embargo, cuando todavía no la había lanzado, le hicieron otra oferta que no pudo rechazar. Ptolomeo Auletes, quien había sido expulsado de Egipto por una rebelión de sus súbditos, le pidió lo mismo que le estaba pidiendo Mitri. Ptolomeo tenía el aval de ser amiguete de Pompeyo y, lo que es más importante, había tomado la precaución de huir de Egipto con una riñonera llena de talentos; cosa que el parto no había podido hacer. El brillo del oro y de las posibilidades de ascensión política (medio siglo antes de la tierna escenita de Belén, Pompeyo era lo más de lo más), Gabinio tuvo claro que iba a dejar en la estacada al jodido parto. Al fin y al cabo, era romano; ¿cuándo coño había Roma mantenido una promesa que no le conviniese?

Mitrídates, en todo caso, no se desalentó. Con lo que tenía entró en Partia con la intención de provocar el estallido de una guerra civil; la cosa no le salió del todo mal, especialmente en Babilonia, donde encontró a muchas personas y nobles pequeños y medianos dispuestos a hacer pandi con él. Incluso es posible que Seleucia, que era la Barcelona de Partia (esto es, la segunda ciudad en importancia) se le hiciese fiel.

El Estado parto, sin embargo, contraatacó. Consciente Orodes de que el principal activo que tenía su hermano era Babilonia, allí envió sus tropas para que realizasen un asedio de la ciudad, con Mitrídates dentro. La resistencia de los babilonios fue heroica, pero finalmente, más asediados por el hambre que por las flechas, hubieron de capitular. Enfrentado a la posibilidad de tener que huir otra vez, y ya no sabía muy bien adónde pues ya había aprendido que la palabra de un romano se puede comprar en cualquier tienda de los chinos, Mitrídates decidió enfrentarse a Orodes y decirle aquello de “yo he dicho cosas, tú has dicho cosas, pero ahora vamos a darnos un abrazo”.

La respuesta de Orodes fue que y un pene como una pieza de menaje. Lo hizo ejecutar on the spot.

Estamos ya, más que probablemente, en el año 55 antes del Hijo que es Luz de Luz con el Padre. Ese año, en las elecciones a cónsul uno de los elegidos fue Marco Licinio Craso. Entre las atribuciones que le fueron concedidas como gobernador anual de la República se encontró el mando supremo de las tropas romanas en Oriente Medio. Inmediatamente después de recibir el mando, Craso dio una rueda de prensa en la que anunció que su principal objetivo sería marchar contra el reino de los partos. Craso era uno de los principales elementos dentro de una lucha cainita por el poder dentro de la República romana, esa lucha que acabaría por ganar Julio; y, en el marco de esa movida, su prioridad era poder acumular méritos, entradas en Roma en triunfo, para así poder colocar al Senado a sus pies. Luchaba, sin embargo, contra gentes que, muy probablemente, lo sobrepujaban. Pompeyo era un gran general, y qué decir de Julio, un militar que, además, tenía la rara habilidad de avizorar los beneficios en movimientos militares aparentemente capaces solamente de generar muchos problemas y ningún beneficio.

Craso nació algunas décadas atrasado, por así decirlo. Era un hombre rico, muy rico, y eso, algún tiempo antes, le habría bastado para ocupar una posición primate en la República con escasos enemigos. Roma, sin embargo, había cambiado mucho en apenas cien años. La caída de Cartago fue algo que podemos asemejar al derrumbamiento de la URSS y la consecuente posición preeminente de los EEUU; pero siempre y cuando imaginemos un colapso de tal calibre en la URSS que, detrás de él, no quedasen ni Yeltsin ni Putin; no quedase nada, nada, nada. La República romana disparó su esencia imperial, que en realidad siempre había tenido, y eso hizo que, por decirlo de alguna manera, en la República dejase de sonar la hora de los príncipes del Senado que lo son por mor de su gran fortuna, para sonar la hora de los militares, de los jefes de tropa. Cayo Mario, Lucio Sila, Pompeyo, Julio. Alguno de ellos no era gran cosa desde un punto de vista patricio y, por decirlo así, noble; pero, sin embargo, alcanzaron cotas que no alcanzó ninguno de sus millonarios predecesores. Marco Licinio Craso, aunque era persona no exenta de capacidad de mando militar, no era un gran general, y eso siempre lo lastró en la lucha por el poder en una Roma que estaba con el biorritmo expansivo.

Es por este orden de cosas que a Craso, probablemente, no le quedó más remedio que maniobrar para ser nombrado comandante de las fuerzas orientales y, luego, lanzarse a la aventura de derribar la última pieza del ajedrez mesopotámico que todavía se le resistía a los romanos: Partia. En realidad, como le suele pasar a las personas que se convierten en líderes militares pero tienen problemas para entender un mapa de operaciones (Mussolini, sin ir más lejos), las ambiciones de Craso, probablemente, iban mucho más allá. Con una mentalidad sobrada para la que no tenía ni méritos ni capacidad, Craso despreciaba las campañas de Lúculo y Pompeyo en la zona; opinaba que enemigos como Mitrídates del Ponto o Tigranes el Armenio deberían haber sido vencidos por los romanos con la muñeca derecha atada al tobillo izquierdo; y, consecuentemente, estaba convencido de que en cuanto él entrase en acción, los romanos penetrarían en el área como un cuchillo caliente en la mantequilla. Craso quería llegar hasta la India, como Alejandro.

Los romanos, de hecho, estaban tan sobrados en lo referente a esta expedición que ni siquiera se dieron prisa. La concesión del poder en Siria a Craso se demoró meses, durante los cuales Orodes tuvo mucho tiempo para hacer preparativos para el ataque que todo el mundo en la zona sabía que se iba a producir.

Muy particularmente, lo que hizo Orodes durante esos meses durante los cuales Roma se chuleó de las hostias que le iba a dar pero sin moverse un ápice, fue acopiar la voluntad de los muchos reyes, reyezuelos y señores de la guerra que había en su zona, para acopiarlos en la labor de resistir al pérfido romano. La historiografía romana, por así decirlo, recuerda con cierta rabia cómo Abgaro, el rey de Osroene, se pasó al bando de los partos, a pesar de haber firmado una alianza con los romanos en los tiempos de Pompeyo. Otro caso es el de Acaudonio, un sheik árabe, que había declarado su sumisión a los romanos, pero que ahora decidió que, a la hora del enfrentamiento, sería Orodes quien ganase. No deja de tener coña que los escritores latinos se encabronen por esto; es, literalmente, ver la paja en el ojo ajeno y obviar la viga en el propio.

Craso tenía tres opciones para avanzar. La primera era utilizar suelo armenio, aprovechando la alianza con el entonces rey de la nación, Artavasdes, hijo de Tigranes. Esta ruta era muy segura pero obligaba a los romanos a caer sobre Adiabene (Asiria) desde las montañas, y eso suponía cruzarlas. Otra posibilidad era tomar, por así decirlo, el camino de Ciro el Joven, siguiendo el curso del Éufrates hasta la altura de Seleucia, y después cruzar la planicie entre los dos ríos. Como tercera posibilidad, podía tomar el camino más corto pero también más peligroso, a través del desierto mesopotámico.

A ver, ya me habéis leído más de una vez que a mí las discusiones estratégicas y, en general, la pura Historia Militar no me atrae demasiado. Me cuesta mucho contar unidades y entender las diferencias entre la acometividad de una pieza de artillería de tal o cual calibre, esas cosas. Así pues, no soy la persona más indicada para dar una opinión aquí; pero la mía, por si os sirve de algo, es que para Craso, en realidad, no había duda, no había preguntas que hacerse: debía optar por la vía armenia. Era más larga, sí; pero logísticamente mucho más segura y, lo que es más importante, anulaba la eficacia de las alianzas alcanzadas por Orodes con Abgaro y Acaudonio, puesto que evitaba pasar por sus barrios, por así decirlo. La vía armenia, sin embargo, presentaba el problema para Craso del tiempo que consumía. No hay que olvidar que Marco Licinio no iba a tener eternamente el mando de las tropas imperiales y que lo avances que tenía en mente eran muy ambiciosos. El general, por lo tanto, temía que le ordenasen regresar cuando todavía no hubiese alcanzado toda la gloria que ambicionaba para convertirse en el primer romano de Roma.

Craso, en todo caso, llegó a Siria con retardo, por lo que parece haber reducido la ambición de sus operaciones. Se dedicó inicialmente a atacar en campo abierto y a someter ciudades griegas, esto es, fruto de la vieja dominación seléucida. Pronto llegó el invierno, sin embargo, y hubo de regresar a Siria.

Orodes, mientras tanto, y ante la debilidad de los ataques de los romanos, resolvió mantener el grueso de sus tropas cerca de su capital, a la espera de tener claro qué ruta utilizaría Craso para atacar el corazón del reino parto.

Visto que la primera campaña de Craso en Siria se había consumido con bien poca cosa, Orodes resolvió enviarle un embajador. Pero que nadie se crea que fue un embajador de paz. Wagises, que así se llamaba el plenipotenciario, llevaba un discurso preparado en el que se realizaba un calculado desprecio de la figura de Craso. Partia, le dijo Wagises al asombrado y cada vez más cabreado general, se había dado cuenta de que aquella expedición no se había hecho a la mayor gloria de Roma, sino para aportarle beneficios personales a Craso (cosa que no estaba lejos de ser cierto; durante aquellos meses, el romano rapiñó casi todas las riquezas de los templos sirios); así pues, le decía Orodes a través del embajador, si quería que hablasen, hablarían. De otra forma, Orodes le estaba diciendo a Craso: ¿cuánto por una mamada?

Marco Licinio, rojo de ira, le contestó a Wagises que le informase a su rey que él, Marco Licinio Craso, le respondería personalmente a su oferta de negociación en la propia capital de los partos. Dicho de otra forma, le vino a decir que avanzaría sobre la capital y la tomaría. Afirmación que Wagises contestó con un gesto hoy perdido pero que, si alguna vez se inventa la máquina del tiempo y viajáis a la antigua Asiria, o Media, o Persia, probablemente veréis por la calle un montón de veces: señalarse la palma de la mano izquierda con el dedo índice de la derecha. Ese gesto, entre los partos y muchos mesopotámicos, quería decir: antes crecerá pelo aquí que ocurra lo que dices. Es, pues, el equivalente de nuestro “cuando los cerdos vuelen”.

Lo siguiente que hizo Orodes cuando regresó su embajada fue, sin esperar a que terminase el invierno, atacar las ciudades griegas mesopotámicas que se habían rendido al romano, y donde Craso había dejado destacamentos.

Todas estas noticias convencieron a Craso de que su segunda campaña en Oriente debería ser definitiva. De una vez por todas, iba a acabar con los jodidos partos.

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