Otros escalones de esta escalera:
Enrique, el que a todos contentaba
El órdago de Pacheco/Mendoza
Nunca te fíes de un francés
El follón del matrimonio de Enrique y Juana
¿De qué murió Pedro Girón?
La última trucha de Alfonso
Guisando
Lo de Fernando se va definiendo
El órdago de Pacheco/Mendoza
Nunca te fíes de un francés
El follón del matrimonio de Enrique y Juana
¿De qué murió Pedro Girón?
La última trucha de Alfonso
Guisando
Lo de Fernando se va definiendo
En la segunda mitad del año 1469,
ante la obstinada insistencia de su hermana, Enrique de Trastámara se resignó
al hecho de que Isabel no se casaría con el rey de Portugal. En la localidad
madrileña de Ciempozuelos estaban alojados, desde hacía meses, los embajadores
solicitados por Pacheco a pelo puta para sancionar la unión; ahora, un
avergonzado Enrique envió al obispo Mendoza allí para comunicarles que ya no
había negocio que apañar y se podían volver a casa.
Pacheco, sin embargo, era otra
cosa. Disciplinado al fin y al cabo, el principal asesor del rey aceptó que
decayese el proyecto portugués; pero no por ello renunció a colocarle a Isabel un matrimonio de su
conveniencia. Por ello, a través de cartas y mensajeros, cosió con mucha
rapidez un acuerdo con Luis XI, el rey de Francia, para casar a la infanta con
Carlos, el duque de Berry, hermano menor del propio rey. En París aceptaron la
idea encantados; alboreaba una nueva alianza entre Castilla y Francia, que le
daría fuerza a Luis para guerrear contra los aragoneses. La idea, por otra parte, no era nueva, pues en tiempos que desde luego ambos reinos podían recordar, los tiempos del cisma, Castilla y Francia se habían acostumbrado a ir muy de la mano.
La cosa, pues, estaba tal que
así: oficialmente, el rey castellano (o, para ser exactos, su Iván Redondo) estaba negociando un matrimonio que
supondría una alianza entre Castilla y Francia por la cual aquélla ayudaría a
ésta a arrebatar Cataluña de las manos de Aragón. Pero, al mismo tiempo, la
infanta de Castilla y sus parciales habían acordado con Aragón un matrimonio
que otorgaba a Castilla el papel exactamente contrario, esto es, defensora de
los aragoneses frente a la rapaz ambición francesa. En medio, lo que se jugó
fue el destino de los catalanes; que pueden, desde luego, ilusionarse ahora
pensando que si Castilla se hubiera aliado con Francia su destino habría sido
mucho mejor que su presente. Como poder, digo, pueden. Pero, la verdad, la
extensión del catalán y de la cultura catalana en los territorios hoy franceses
que un día fueron catalanes no aporta, que digamos, mucha base para esa
ilusión.
En mayo de 1469, con un pie en el
estribo de su caballo, a punto de irse a guerrear hacia el sur, Enrique le hizo
prometer a Isabel que no se movería de Ocaña y que no establecería ningún compromiso matrimonial hasta que él regresase. Un signo evidente de que la desconfianza había anidado entre los dos hermanos, puesto que, teóricamente, ambas partes habían pactado ya eso mismo en sus pasados encuentros y negociaciones; que Enrique sintiese la necesidad de recordarle a Isabel que había prometido respetar su criterio lo dice todo. Como vaselina para la introducción anal, el rey le prometió a la infanta (pero, vaya, una promesa
de Enrique valía lo que valía) que, a su vuelta, aceptaría el matrimonio que
ella quisiera (el famoso: “Pasqual, apoyaré el Estatuto que salga del
Parlamento catalán”, y tal). Isabel le dijo que sí; pero, claro, sabía lo que
juraba. Juraba que no adquiriría ningún
nuevo compromiso; y podía jurarlo, sin sentirse culpable ni pecadora,
porque ya se había comprometido. El rey la creyó; no así Pacheco, que reclutó
un ejército de espías para que la vigilasen.
En este ajedrez en el que todo el
mundo mentía, Isabel no era una excepción. Cuando juró quedarse en Ocaña, ya
había decidido marcharse de la ciudad toledana. Una vez más, esta idea la
sostenía contra el criterio del arzobispo Carrillo. Carrillo, aun reconociendo
que era necesario y bastante posible organizar la huida, no se acababa de fiar
de los aragoneses. Aunque todo se había firmado, las arras del matrimonio, como
ya hemos visto, no habían llegado, pues el rey Juan se negaba a soltarlas hasta
que Isabel se hubiera separado de su medio hermano, es decir, mientras no
huyera. Es decir: unos no querían huir hasta no ver la pasta, y lo otros no
querían soltar la pasta hasta que no hubieran huido. El rey Juan, además, había
visto meses atrás cómo los ataques franceses sobre su reino recomenzaban, y no
estaba para regalitos de boda precisamente.
Decidida a marcharse, Isabel
buscó un pretexto razonable para hacerlo. Lo encontró en el primer aniversario
de la muerte de su hermano Alfonso. Sepultado en el convento de San Francisco
de Arévalo, era de plena lógica que una devota hermana acudiese en dicho
aniversario a orar a los pies de la tumba. Así pues, a mediados de aquel mes de
mayo, o sea como una semana después de que Enrique se hubiera marchado,
amparada por la noche, acompañada por el obispo de Burgos y el conde de
Cifuentes, la futura reina de Castilla cabalgó (ni mulas ni hostias) más allá
de los arrabales de Ocaña, camino de Arévalo; pasó, pues, de la comunidad autónoma de la Castilla - La Mancha a la de Castilla y León. Antes de llegar, sin embargo, se
enteraron de que se había producido un tumulto que había provocado que un
caballero del rey, Álvaro de Bracamonte, tomase el control de la ciudad y, dado
que la reina Isabel no paraba de dar por culo, la había enviado a Madrigal.
Isabel se llegó allí, recogió a su madre, y se la llevó a Ávila, donde estaban
previstas celebraciones religiosas en recuerdo de Alfonso.
Ahora que Isabel ya había huido,
pero al mismo tiempo estaba en una situación de extrema necesidad, pues no se
olvide que el taimado Pacheco había conseguido dejarla sin los recursos
económicos que se le habían prometido en Guisando, los rebeldes enviaron al
escritor Alfonso de Palencia, uno de los responsables de que podamos contar
estos hechos en tonos tan vívidos, a Zaragoza, para parlamentar con el rey
Juan. Se encontró Palencia al rey en una situación muy comprometida, pues los
franceses habían tomado Gerona de nuevo; pero se las arregló para describir la
comprometida situación de Isabel en unos tonos tan urgentes que Juan ordenó que
los pagos comprometidos en las arras del matrimonio se liberasen
inmediatamente. El 7 de agosto, Palencia ya estaba en Castilla con la pasta, que se apresuró a llevar a presencia de Carrillo
(las cursivas son para los amantes de la teoría de la arrecha adolescente
empoderada).
Isabel, tras las misas en honor
de su hermano, había regresado a Madrigal con su madre. Allí, el 8 de agosto,
vio entrar en la ciudad al enjaezado séquito de Jean Jouffroy, obispo de Arras,
que había sido enviado por el Louvre para negociar el tema del matrimonio con
Carlos. Venía Johnny muy contento desde Córdoba, donde se había entrevistado
con Enrique y le había arrancado el compromiso de que, como seña de una nueva
alianza entre Castilla y Francia, rompería el acuerdo comercial alcanzado con
Inglaterra. El pastel ya estaba hecho, ahora sólo le faltaba la guinda, que era
el matrimonio de Isabel con Carlos de Berry. Isabel reaccionó con muchas
sonrisas y parabienes, pero argumentó que ella no era libre de dar un sí; que
los grandes de Castilla y las Cortes debían conocer la propuesta, y aprobarla
(obsérvese que de la condición de Guisando, esto es que Enrique debía de estar
también de acuerdo, nada dijo, acaso porque Jouffroy viniese de Córdoba ya con
el nihil obstat real otorgado). De
esta manera, consiguió que Jouffroy, que la verdad muy listo no era, abandonase
Madrigal y Castilla convencido de que Isabel había aprobado el matrimonio, que
sólo estaba, pues, pendiente de la cédula de habitabilidad. Por eso mismo cuando,
tres meses después, se supiese en París el compromiso de Isabel y Fernando, los
franceses se quedaron papahostiados.
Enrique, mientras tanto, estaba
lógicamente cabreado con Isabel, quien le había desobedecido, por mucho que se
hubiera buscado una disculpa plausible para salir de Ocaña. En todo caso, lo
que más le preocupaba era lo mal que habían ido las cosas en Andalucía. Y la
mayoría de las ciudades y los nobles que le habían puesto la proa le habían
dejado bien claro que el problema no era él, sino Pacheco. La situación había
llegado al paroxismo de que, en Jaén, el jefe de la plaza, Miguel Lucas de
Iranzo, condestable de Castilla, habría franqueado el paso a la ciudad al rey,
pero no había permitido la entrada del maestre de Santiago. En Antequera fue
peor: allí ni siquiera dejaron entrar al rey. Llegándose a Sevilla, las tropas
del duque de Medina Sidonia, uno de los elementos del bando rebelde, incluso
estuvieron a piques de atacarlos.
Enrique de Trastámara llegó a la
conclusión lógica de que toda aquella rebelión, además de basada en las
maniobras excesivas de su primer ministro (por así decirlo), tenían que ver con
que crecía el rumor del compromiso entre Isabel y Fernando, hasta entonces
mantenido razonablemente en secreto; y la demostración de fuerza que suponía la
huida de Ocaña. Por ello, el rey envió órdenes a los mandos de la ciudad de
Madrigal amenazándolos si apoyaban el compromiso de Isabel y Fernando; las
advertencias, sin embargo, llegaron tarde, pues para entonces la infanta ya se
había ganado a esta población que, de todas maneras, siempre le fue muy
parcial.
Temiendo represalias, Isabel hizo
marchar de Madrigal a todas las personas de su círculo, y se quedó sola durante
cuatro días que, probablemente, fueron los más largos de su vida. Le había
escrito a Carrillo, como siempre, para pedirle ayuda; pero el apoyo no
terminaba de llegar. Como digo, a los cuatro días llegó, en forma de una tropa
de lanceros formada a expensas del arzobispo y de Alonso Enríquez, hermano de
la madre de Fernando de Aragón, pues. Al poco llegó Carrillo, con la pasta de
los aragoneses.
La situación de Isabel había
cambiado: ahora podía pasar a la ofensiva. Lo primero que juzgó es que Madrigal
ya no era sitio seguro para ella. Así que primero se trasladó a un convento
cerca de Madrigal y, después, a Fontiveros. Se salvó, la verdad, por un
cortacabeza. Apenas horas después de haber dejado la ciudad, se presentó allí
el arzobispo de Sevilla, Alfonso de Mendoza, con 400 lanceros; traída la misión
de Pacheco de tomar la ciudad y enclaustrar a la infanta.
En Fontiveros, el grupo de huidos
estaba bajo la protección del duque de Alba, pero éste resultó tener varios
soldados en sus tropas que eran, en realidad, mercenarios del rey, con los que
hubo un enfrentamiento. Aunque pensaban quedarse allí, la movida aconsejó a
Isabel, Carrillo y los suyos mover el culo hacia Ávila. En llegando a Ávila,
sin embargo, les informaron de que en la ciudad se había declarado la peste,
por lo que tuvieron que irse a Valladolid. Llegaron allí el 30 de agosto de
1469.
El 8 de septiembre, quitándose ya
la careta, Isabel le escribe una carta a su medio hermano el rey desde
Valladolid. En la misma, haciendo uso de las habituales dosis de cinismo que
son lógicas en enfrentamientos como éste, en los que todo el mundo da golpes
bajos, Isabel argumentaba que, tras la muerte del rey Alfonso, los nobles y prelados del reino le habían
conminado para que tomase para sí lo que heredaba de él, esto es, la Corona de
Castilla; pero que ella, por disciplina y amor hacia su hermano, había resuelto
no hacerlo (lo cual no es cierto; si no lo hizo es porque, con buen criterio,
juzgó que no era el momento). Recordaba, acto seguido, que la habían pretendido
Alfonso V, el hermano del rey de Inglaterra, el duque de Berry y Fernando de
Aragón, y tiraba de CIS para argumentar que en la encuesta secreta entre los
nobles habían quedado claras las preferencias hacia el maño. Luego acusaba a
Enrique, lo cual era cierto, de haber conspirado contra su compromiso con
Fernando (aunque olvidó recordar también que ella se había comprometido
ciscándose en el pacto de Guisando); así como que había ordenado a las
autoridades de Madrigal que la detuvieran. Y, en consecuencia, le decía que lo
mejor que podía hacer era dar consentimiento a su compromiso.
Enrique nunca respondió a aquella
misiva, mezcla de sumisión y orgullo retador. O, mejor dicho, prefirió
responder con los hechos; dio por (malamente) terminada su misión sureña, y dio
orden a sus tropas de que se moviesen hacia Valladolid, sin tener probablemente
muy claro si iba allí para someter a Isabel o para presentarle batalla
definitiva a los nobles que la apoyaban.
Al conocer estas noticias, más
otras que se habían producido antes, Isabel, probablemente, comenzó a dudar.
Con los años creo que trató de moderar esas cuitas y hacerlas parecer como algo
mucho menor de lo que fue; pero yo tengo por mí que fueron unas dudas muy
fuertes. Y la cosa tenía lógica.
Isabel, quien de momento era tan
sólo la infanta de Castilla, había desafiado a su rey legítimo y
constitucional, so to speak: Enrique de Trastámara; y, como dicen los catalanes, a más a
más, había desairado al hermano menor del rey de Francia. Y todo eso lo había
hecho a cambio de una oferta de la que, en realidad, no sabía nada. Porque, la
verdad de la verdad, ¿era Fernando de Aragón un apuesto joven, un avezado
hombre de poder, o un tonto de las pelotas? En puridad ella, que no lo conocía,
no lo podía saber. ¿Le daría herederos fuertes?, pensaba la infanta, obviando
en ese pensamiento el pequeño detalle de que más bien era ella la que tenía los
genes emponzoñados, pues Juana la Loca no lo fue, precisamente, por su herencia
aragonesa que digamos.
En todo caso, para resolver estas
dudas, Isabel envió a su capellán personal, el estupefaciente Alfonso de Coca,
con la misión de conocer a Fernando, catar la merluza (dicho sea en un sentido
espiritual) y luego referirle a ella la calidad del pescadito. También se
acercó Coca por París para conocer a Berry, y de ambos viajes volvió contando
maravillas del aragonés y bastantes pocas cosas buenas del francés. Con esto,
la futura reina se quedó más tranquila.
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