Como es bien sabido, el periodo de
negociaciones entre Napoleón, a través de La Forest, y Fernando
VII, fue en buena parte un duelo de trileros. El emperador francés
tenía prisa por cerrar el problema español, puesto que los tenía
mucho más acuciantes. Fernando, sin embargo, a pesar de que tenía
una información muy fragmentada, y normalmente de parte, sobre la
evolución de los hechos en España, era consciente de que debía
gestionar cambios importantes en el entorno desde el momento en que
la familia real se había marchado del país. Consecuente con lo que
sabía que había pasado, contestó a Napoleón que él no podía por
sí solo pactar con él, puesto que tenía que contar con la Regencia
para cualquier decisión.
En este momento, Fernando se apoya
fundamentalmente en el hombre en quien más confianza es capaz de
depositar: el peruano José Miguel de Carvajal y Manrique, duque de
San Carlos. San Carlos era un convencido activista fernandino. Había
estado presente en el motín de Aranjuez y era conocido por su
cercanía al entonces príncipe de Asturias. Carlos IV, de hecho, lo
nombró su mayordomo mayor como un gesto de acercamiento a su hijo,
pero finalmente lo tuvo que cesar a causa de su natural maniobrero y
tocahuevos. Desde 1809, Carvajal estaba también preso en Francia,
concretamente en Lons-le-Saunier, pero fue rápidamente trasladado a
Valençay por orden de Napoleón, que era buen conocedor del
ascendiente que tenía el aristócrata en el ánimo del príncipe. El
peruano llegó a Valençay el 21 de noviembre, y muy poco después
inició con La Forest la redacción de un tratado de paz entre España
y Francia.
Los negociadores, por ambas partes, se
movían entre los dos polos opuestos consistentes: por una parte, en realizar una
negociación clásica entre poderes absolutos, una negociación pues
en la que Fernando se constituía en plenipotenciario que podía
decidir por sí mismo; y, por otra, en aceptar los cambios constitucionales que se
habían producido en España y, consecuentemente, hacer a la Regencia
cómplice y actora de las negociaciones.
Las Cortes españolas, sin embargo,
habían ratificado el 2 de febrero de 1814, tal vez oliéndose la
tostada, un decreto emitido el 11 de enero de 1811, por el cual se
declaraba que el rey de España no era libre y, en consecuencia, sus
actos no eran válidos. La validez de todo acto del rey de España
requiriría como condiciones previas su libertad y su gesto de jurar
su cargo en las Cortes, conforme las previsiones del artículo 173 de
la Constitución de Cádiz. En tanto en cuanto estas previsiones no
se produjesen, el mando político de España lo tenía la Regencia, y
ésta no pensaba actuar como respuesta del mero deseo de un rey
prisionero. Frente a este punto de vista, estaba el de los
absolutistas fernandinos, para los cuales la ausencia del territorio
nacional del rey era tan sólo un hiato y, por lo tanto, su eventual
regreso debería producirse en las mismas condiciones en que se
produjo la marcha. Un tercer punto de vista era el de los
considerados afrancesados, para los cuales el poder francés sobre
España se había producido en términos de plena legalidad, así
pues la fuente del regreso de Fernando eran las decisiones de
Napoleón.
En esta situación, el 8 de diciembre
de 1813 los dos negociadores: el conde de La Forest y el duque de San
Carlos, firmaron el texto el tratado de paz entre Francia y España.
Ese mismo día, Fernando comisiona a San Carlos para que se llegue a
España con una carta suya a la Regencia; misiva en la que, después
de alabar los esfuerzos y sacrificios realizados por los españoles
en todo el tiempo que ha durado su dorado exilio francés, le insta a
devolver el tratado convenientemente firmado, por ser ello lo más
conveniente para España.
A Fernando, en todo caso, no se le
escapaba que la Regencia sería probablemente hostil a la medida.
Aunque dejemos aparte el hondo debate constitucional que suponía que
Fernando pretendiese imponerle un trágala a unas Cortes y una
Regencia que mal que bien habían sacado el país adelante, estaba el
problema de que la paz entre España y Francia planteaba el problema
del regreso formal de España a un bloque de fuerzas europeo que,
claramente, estaba perdiendo la guerra. Para España, desde un punto
de vista geopolítico, desde luego lo que más le convenía era
permanecer en el bloque en el que en este momento se encontraba:
aliada de Inglaterra y, gracias a ese cordón umbilical, de la amplia
coalición continental antinapoleónica. De hecho, Fernando no tenía
intención de abandonar esa posición tan cómoda; para él, el
tratado firmado con Francia no era sino una triquiñuela más para
verse libre y en la plaza de Oriente, desde donde tenía la intención
de hacerle la guerra al francés con la ayuda de Inglaterra. Por esta
razón, Fernando instruyó a San Carlos para que, en el caso de
encontrarse una Regencia de alguna manera proclive a firmar el
tratado, les dejase claro que era una firma temporal, porque a la
vuelta a España Fernando declararía que lo había firmado en
cautividad, y habría continuado la guerra contra el francés. En el
caso, que todo el mundo en Valençay reputaba más probable, de que
la Regencia se pusiera de canto. En ese caso, San Carlos no debería
hacer un arco de iglesia de la firma. De hecho, no debería hacer un
arco de iglesia de absolutamente nada; si se le insistía por las
instituciones que el rey debía firmar la Constitución, debería
resistirse, pero asintiendo en las diez de últimas.
La Regencia, sin embargo, se mostró
más renuente de lo que la camarilla de Valençay había imaginado.
El duque de San Carlos fue despachado con displicencia, y los
regentes se limitaron a firmar al pie de una carta al rey
recordándole que tenía que realizar su juramento constitucional. De
hecho, puesto que Fernando había previsto que San Carlos tuviera
algún problema, también envió, en paralelo, al general Palafox con
el mismo documento y la misma misión. Pero el militar recibió la
misma respuesta que el aristócrata. Más aún, en este caso le
informan a Fernando de que las potencias beligerantes han convocado
una conferencia para dibujar la paz en el continente, y que la
Regencia ha nombrado un embajador especial para dicha convocatoria.
Ahí, aseguran los regentes, es donde se deberá diseñar el tratado
final que el rey deba firmar, pero como rey constitucional.
En fin, fue ésta de la presunta paz
bilateral entre España y Francia la primera de las cuestiones en las
que el rey y la Regencia habrían de chocar, y es lo justo decir que
en él la segunda estuvo firme y canónica en defensa de los
intereses ya constitucionales de España. Lo que Fernando pretendía
era un acuerdo bilateral con un país que estaba de retirada en todos
los campos de batalla europeos; una alianza de perdedores en la que
España, que no se olvide en ese momento todavía era dueña de
innúmeros territorios en el mundo, ambicionados por varias
potencias, tenía mucho que perder. En realidad, a la hora de relatar
estos hechos hay mucho historiador sobrado y un tanto fantasioso que
tiende a cargar el relato en el pie del constitucionalismo: si la
Regencia se negó a las pretensiones del rey era porque lo quería
meter en cintura de un sistema político con el que sabía que no
comulgaba. Queda muy bien decir eso y hasta sería una buena manera
de conseguir la subvención de la comunidad autónoma de turno para
alguna investigación chorras; pero lo cierto es que, en buena parte,
no fue así. Que la Regencia defendía, y siguió defendiendo, el
sistema constitucional de España, no será este amanuense quien lo
negará. Pero que esa defensa era el principal factor que la
impulsaba a negarse a firmar el tratado de paz, eso es decir mucho.
Muchérrimo. Lo que más movía a la Regencia a dejar tirado al rey
con su tratadito era Inglaterra. España había ganado una guerra,
pero en esa victoria había quedado notablemente dependiente de la
potencia exterior, como bien demostrarían los 90 años siguientes en
los que, sola, fané y descangallá, España
comenzaría a perder todas las perlas engastadas en su corona, una a
una. Lo que más le preocupó a los regentes cuando leyeron el texto
pactado por San Carlos y La Forest fue el hundimiento del prestigio
internacional del país que traía aparejado como, digamos, anexo
metafísico. Es precisamente Ciscar quien, en una de sus cartas, nos
da el dato de que, con el borrador de tratado encima de la mesa y
tras leerlo, lo primero que hizo la Regencia fue dirigirse
al embajador inglés para decirle que no lo firmaría.
Fernando
de Borbón era un hombre muy político porque, como demuestra muy
bien el proceso por el cual se defecó y orinó sobre la Constitución
de Cádiz y se estableció como monarca absoluto, tenía cierta
inteligencia natural para la que siempre digo es la principal
fortaleza de todo buen político: el manejo de los tiempos. Pero que
alguien sepa manejar los tiempos no quiere decir que tenga
inteligencia política y capacidad de empatía. En términos
generales Fernando, criado en una Corte en la que no se pensaba mucho
y se actuaba todavía menos, tenía una capacidad analítica muy
limitada, lo cual hace que se aviniese a hacer cosas que, si hubiera
pensado dos veces, habría cambiado. El Borbón, para ser exactos,
pareció no darse cuenta, aunque es difícil que no fuese consciente
de ello, de que la firma del tratado con Napoleón que él pretendía
supondría que automáticamente el francés tendría a su disposición
tropas en ese momento emplazadas en España para cruzar la frontera,
o dos o tres fronteras incluso, para presentarse en el teatro
europeo, donde hacían mucha falta. Firmar aquel tratado, por lo
tanto, era decirle a Londres, a Berlín, a Viena, que un rey español,
que había pasado los últimos meses rodeado de cervatillos y nobles
franceses diletantes, ahora cambiaba muertos españoles por cadáveres
de sus países.
De
hecho, la preocupación de la Regencia por mantener inmaculada la
relación con Inglaterra era tal que, con fecha 21 de marzo, propone
al embajador Henry Wellesley la firma de un tratado de alianza entre
Inglaterra y España mediante un texto que, en ladina cláusula,
establecía el compromiso de no regresar a ningún tipo de pacto de
familia en el caso de que un Borbón volviese a ceñir la corona de
España.
Puede
decirse, por lo tanto, que las probabilidades son muchas de que lo
que la Regencia quería conservar a toda costa era la buena relación
estratégica con Inglaterra. Juzgaban los hombres de gobierno en
España, con bastante buen criterio, que las décadas de alianza
estratégica con Francia producidas en el siglo anterior habían sido
bastante poco productivas para España (por decirlo de alguna manera)
y proponían, por así decirlo, un giro geopolítico radical basado
en la alianza con Inglaterra (un giro a la portuguesa, podríamos
decir). Para poder sacar adelante estas previsiones, el principal
argumento que encontraron los políticos liberales fue repudiar las
decisiones tomadas por Fernando en Valençay argumentando que no
habían cumplido las previsiones constitucionales y que, por lo
tanto, por mucho que fuesen tomadas por el rey de España, eran
decisiones que no podían darse por válidas. Por lo tanto, tal es mi
opinión, la geopolítica precedió al constitucionalismo, y no al
revés.
Todos
estos sucesos, en todo caso, también tuvieron un impacto en
Valençay. Poco a poco, los hombres de Fernando, y el propio
Fernando, van acunando la idea de que el tratado con Napoleón se va
a convertir en papel mojado, quieran ellos o no. Sin embargo, lo que
está claro para los absolutistas es que, si están en una posición
débil, ello es básicamente porque no están en España. A esas
alturas de la película, Fernando se sabe El Deseado, las propias
cartas de la Regencia así lo estatuyen, y comienza a barruntar la
posibilidad de que el país acabe por secundarle en el caso de que
decida presentarse en el país y hacer juego revuelvo con la labor de
unas Cortes y de una Regencia que, en todo caso, son muy poco
conocidas en buena parte del país por razones diversas. A partir de
ese momento, pues, la prioridad de Fernando será regresar a España
para deshacer en lo posible esa conditio sine qua non
que le impone la Regencia para que sus actos puedan ser aplicados.
Los
principales asesores del rey, en ese momento el duque de San Carlos y
el maniobrero Escoiquiz, son los padres de la idea, que por otra
parte es fundamentalmente cierta, de que los españoles le tienen más
cariño a la figura de su rey que a la Constitución que han
elaborado unos cuantos pelaos en Cádiz. Por ello, rápidamente se
aplican a diseñar un plan de recuperación del poder. Un plan que
parte de la base de que no será necesario tomar grandes medidas
respecto del pueblo llano, quien como un solo hombre se moverá en
favor de la figura de su rey; y que, por lo tanto, se centra en
ilusionar a la nueva clase de dirigentes y, diríamos hoy, mandos
políticos intermedios, a los que, son conscientes los de Valençay,
hará falta tentar con un futuro. De hecho, ya San Carlos, en su
viaje a España para negociar con La Regencia la firma del tratado
con Francia, se llevó varias cartas y mensajes privados para
prohombres políticos españoles.
La
cuestión de si la Regencia y las Cortes vieron venir esto no es del
todo fácil de contestar. Lo que sí es bastante evidente es que, si
lo vieron venir, no lo supieron parar.
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