En 1808, cuando toda España se sacudió
como por una corriente eléctrica cuando fue sabiendo de las
abdicaciones de Bayona, Gabriel Ciscar podía decir que era un
prohombre consolidado del régimen. Era comandante general de la
artillería de Marina, lo cual quiere decir que tenía mando sobre
todas las instalaciones y hombres dedicados a dicha actividad en toda
España; y, además estaba al mando de la compañía de guardias
marinas de la ciudad murciana. Condecorado con la cruz pensionada de
la orden de Carlos III, no se podía decir, desde luego, que fuese un
mindundi cualquiera; en Cartagena poca gente se podía considerar más
principal que él.
Cuando Madrid se alzó contra los
franceses en mayo, Cartagena lo secundó. El movimiento no presenta
demasiada sorpresa. El pacto hispanofrancés de 1795, que supuso
partir peras con Inglaterra, había comprometido de forma muy
importante las comunicaciones marítimas tanto en el Mediterráneo
como en el Atlántico. Cartagena, ciudad tomada por la Marina pública
en su práctica totalidad, era una ciudad que vivía en gran medida
de los ingresos de ese transporte trasoceánico, lo cual quiere decir
que en 1808, cuando las disculpas se hicieron evidentes para
levantarse contra el francés, en la ciudad había muchos marinos que
llevaban tiempo pasando el calvario de ver incumplido el pago de sus
sueldos a causa de un proceso del que responsabilizaban,
precisamente, a Francia. Yo ya sé que queda mucho más nacionalista
y mítico decir eso de que España reaccionó como un solo hombre en
defensa de su independencia y blablablá. Pero la verdad es que en
Cartagena hubo mucha gente que se alzó por la pela.
A este
mal ambiente genérico, de fondo, se había unido, meses antes de la
revolución, el hecho de que una de las exigencias de Napoleón
frente a Godoy había sido, precisamente, la entrega de la flota
española de Cartagena. En 1808 como en 1939, la presencia de la
flota surta en el puerto murciano venía a suponer que España y sus
hombres de poder todavía retenían una capacidad de movimiento que
el enemigo lógicamente quería para sí; de hecho, recuérdese que
el verdadero rejón de muerte para el gobierno de Negrín en la
guerra civil fue, precisamente, la decisión unilateral de la flota
de salir de Cartagena y pirarse. Napoleón había exigido en el
tratado de Fontainebleau (1807) la salida de los barcos cartageneros
hacia Tolón, el puerto francés con resonancias de canción bovina.
De hecho la escuadra, al mando de Cayetano Valdés, había salido de
Cartagena ya en febrero de aquel infausto 1808, pero tuvo mogollón
de problemas, vaya usted a saber si inesperados o provocados, que la
obligaron a quedar surta en el puerto de Mahón. Así pues, al
mosqueo de que no llegasen las nóminas, en Cartagena se había unido
ese otro no menos gordo relativo al desplazamiento forzoso en los barcos de buena
parte de los habitantes de la ciudad.
En
estas circunstancias, con los marinos y mandos de la flota moviendo
el body en el Pachá Ibiza y sus mujeres a dos velas porque la nómina
no llegaba, fue como se conoció en Cartagena la noticia de que
Carlos IV y Fernando VII habían abdicado la corona de España en
favor de Napoleón. Fue en ese momento cuando los repetidos
movimientos del príncipe de Asturias contra Godoy, que eran de
general conocimiento en España, le aportaron el carisma que le hacía
falta para ser considerado el campeón de la causa española. La
noticia de la abdicación llegó a Cartagena el 23 de mayo, unas tres
semanas pues después de las jornadas de Madrid; provocó inmediatos
amotinamientos y manifestaciones callejeras de cartageneros que daban
vivas al rey Fernando. Aquel 15M antifrancés se hizo con el control
de la ciudad durante unas horas, hasta que la cosa se protocolizó un
poco, como por otra parte no podía ser de otra forma siendo
Cartagena una ciudad tan marinera. Al frente del proceso se puso Ciro
García, que en ese momento era alcalde decano de la ciudad, y que
contentó rápidamente al pueblo con la solemne proclamación de
Fernando por el Ayuntamiento. Pero esto no era más que un leve signo
de normalidad por parte de las estructuras políticas del Antiguo
Régimen. En realidad, fueron los manifestantes los que mandaron; de
hecho, tomaron el edificio del Ayuntamiento y, en medio de una
asamblea más o menos caótica, fueron decidiendo las primeras
medidas que debía tomar la nueva estructura de poder. Partidas de
manifestantes, además, salieron a la calle para ir a buscar a todos
los prohombres de la ciudad, para llevarlos al edificio y hacerlos
medio colaboradores, medio rehenes del proceso. Entre estas personas
trasladadas al Ayuntamiento se encontraba, cómo no, el comisario
general de la artillería, Gabriel Ciscar.
En
esta abigarrada reunión de toneleros, marinos de baja, esposas
cabreadas y jerifaltes que ya lo eran de otro tiempo sin saberlo, se
tomó la inmediata decisión de enviar postas a Valencia, Granada y
Murcia para comunicar a las autoridades civiles y militares la
proclamación de Fernando en Cartagena. Casualmente, el día 22, una
jornada antes de conocerse todo el merdé pues, el mando de la Marina
de Cartagena había recibido la orden de Madrid de disponer el
traslado inmediato de la flota de Mahón hacia Tolón. Obviamente, la
decisión de la asamblea fue hacer oídos sordos de esta orden y
enviarle, de hecho, una comunicación a la flota informándola de la
rebelión cartagenera.
El
siguiente paso ya fue más complicado, pues fue el rompeolas en el
que se enfrentaron las dos tendencias fundamentales que convivieron
en aquella guerra de la Independencia: la intención de militares y
políticos de coordinar un esfuerzo estatuido y organizado, y la del
pueblo de hacer una guerra personal y caótica, para la que
necesitaban armas. El pueblo de Cartagena quería armas y tenía
reivindicaciones, por lo que se hacía necesario establecer algún
tipo de contacto o enlace entre ellos y las personas que estaban al
mando. Este contacto fue encomendado a Baltasar Hidalgo de Cisneros,
teniente general de la Armada; y al propio Ciscar. Estos dos mandos
de la Marina lograron convencer ese mismo día a los asamblearios de
que la mejor forma de contribuir a la causa era hacer que Cartagena
volviese a funcionar con normalidad; así pues, consiguieron que los
trabajadores del arsenal volviesen al curro (sin cobrar).
En la
mañana del día 24, los tumultos, que se habían tranquilizado,
regresaron a causa del rumor extendido de que la Capitanía General
pretendía comunicarse con Madrid, cosa que los amotinados querían
evitar a toda costa. De nuevo Ciscar, esta vez acompañado por Manuel
Sáiz de Villegas, alcalde mayor, intentó convencerles de que
permitiesen ese correo; to no avail.
De hecho, el pueblo de Cartagena, sabiéndose dueño de la situación,
eleva el tono de sus reivindicaciones y exige el cese del capitán
general de la plaza, Francisco de Borja y Poyo, marqués de los
Camachos, al que consideran demasiado tibio ante lo que está
pasando; de hecho, lo seguirán considerando, porque a no pasar
muchos días, el 10 de junio, lo lincharán en la calle hasta la
muerte (lo consideraban colaborador de los franceses, cosa que se
sabe era totalmente infundada). Fruto de estas actuaciones Hidalgo de
Cisneros fue nombrado capitán general y el marqués de Camarena la
Real gobernador de la plaza, formándose una Junta Gubernativa
presidida por el marqués e integrada, sobre todo, por mandos de la
Marina, entre los cuales se encuentra Ciscar. Aunque esta Junta
Gubernativa siempre admitió su sujeción formal a la Junta General
formada el día 23, en realidad ejerció el gobierno efectivo de
Cartagena.
De
esta manera, Camarena, Hidalgo de Cisneros y Ciscar aparecieron
pronto como las tres personas más respetadas por los cartageneros.
Lo que nos viene a decir este detalle es que, con toda probabilidad,
la fidelidad de Ciscar hacia la revolución fernandina fue sincera y
de primera hora. De hecho, fue Ciscar quien armó al pueblo, pues es
quien, por razón de su cargo relativo a la artillería, tenía la
potestad de hacerlo. Asimismo, procedió a la leva general de todos
los hombres disponibles entre 15 y 50 años de edad, de nuevo en
plena sintonía con las demandas asamblearias.
Otro
elemento que juega claramente a favor del papel que estaba llamado a
jugar Gabriel Ciscar en la Historia de España es el ejemplo de
Cartagena. La noticia de la sublevación del puerto murciano se
comentó en toda España, en primer lugar por lo que tuvo de
levantamiento popular en toda regla, algo que le sirvió de modelo a
otros muchos; como por el hecho de que se trataba de una plaza de
honda significación militar que se ponía claramente del lado de los
sublevados contra el poder francés. La Junta cartagenera, además,
en buena parte bajo la coordinación efectiva del propio Ciscar,
prestó ayudas importantes a territorios cercanos también sublevados
contra Napoleón. No parece ilógico, por lo tanto, que a causa de
todas estas cosas el nombre de Gabriel Ciscar acabase circulando de
boca en boca en muchos sitios de la España sublevada.
Los
importantes esfuerzos realizados por la Junta cartagenera, la
eficiencia con que se mostró, hizo que la Junta de Valencia, de la
que dependía, le otorgase la categoría de Junta Suprema de Guerra
para la zona de Levante, reconociendo así el papel coordinador que
de hecho estaba ejerciendo en este teatro bélico. El prestigio de
los murcianos era tal que, cuando la guerra tomó cuerpo y se hablo
de crear una Junta Central, los cartageneros se sintieron con derecho
a tener representantes en la misma. Sabiendo que, en teoría, no
tendría derecho a ello (no era capital de provincia), la ciudad comisionó a
Ciscar y a Francisco Tacón para que negociasen en Valencia, Sevilla
y Granada los apoyos necesarios para conseguir ese objetivo. En
realidad, Cartagena sólo consiguió que Sevilla y Lérida la
apoyasen; pero con esos votos procedió a designar a Ciscar y a Tacón
como representantes suyos en la Junta Central. De esta manera, el
marino de Oliva dio el salto al núcleo duro de la revolución
española.
El 28
de agosto, Ciscar sale de Cartagena con dirección a Ciudad Real,
donde tiene la esperanza de interceptar a los miembros de la Junta
Central. De ahí viaja a Ocaña y luego a Villatobas, cerca de
Madrid, donde se encuentra con Tacón. Ambos se desplazan a la
población donde de hecho se encuentran los representantes de muchos
territorios, es decir Aranjuez, desde donde comienzan a realizar su
labor de lobby para
conseguir el derecho final de ambos a estar presentes en la Junta
Central. El 26 de septiembre, finalmente la Junta Central respondió
aseverando que sólo las juntas supremas de cada territorio (las de
capital de provincia) podían estar representadas en la JC. Algo de
cabildeo debió de haber, dimes, diretes y cosas de ésas, porque el
hecho es que, pocos días después de esta decisión, Ciscar es
nombrado secretario de una Junta Militar adjunta a la Central. Un
movimiento que sirvió para que el marino no regresase al puerto
murciano y permaneciese adscrito al estado mayor de la guerra, y de
paso así se contentase a los soliviantados cartageneros.
La
Junta General Militar había sido una iniciativa de Juan Lorenzo
Calvo de Rozas, quien había percibido la necesidad de que la guerra
tuviese un mando único que superase los personalismos de los
generales y las ambiciones de cada territorio; cosa que, en todo caso, no consiguió. Supuso, por lo tanto,
un necesario movimiento centrípeto en una ola revolucionaria de
componentes básicamente centrífugos que, precisamente por eso,
corría el peligro de ser aplastada por un ejército francés que,
más que ninguno en el mundo y casi en la Historia, contaba con la
ventaja de no poner en cuestión un mando único.
La
Junta fue creada el 30 de septiembre bajo la presidencia del general
Castaños y con la presencia del marqués de Castelar, Tomás Morla,
Pedro González Llamas y el marqués de Palacio, todos ellos
tenientes generales; y los brigadieres Agustín Bueno, conde de
Montijo y, finalmente, Gabriel Ciscar. Casi un mes después se
adjuntó al grupo al capitán general de Granada, general Ventura
Escalante.
Aquella
Junta fue, con seguridad, el producto de una serie de concesiones y
cabildeos en las que, más que probablemente, los más comprometidos
con el movimiento insurreccional buscaron que los menos convencidos
no se vieran apartados y por lo tanto tuvieran la tentación de alzar
al ejército en contra del propio movimiento. Hubo miembros en
aquella Junta, como Morla, que eran tan partidarios del bando francés
que ni siquiera se llegaron a incorporar a las sesiones de la misma y
acabaron pasándose al enemigo. Por lo demás, entre Castaños y el
conde de Montijo existía una rivalidad tan intensa que resultaba de
todo punto imposible que colaborasen.
La
cosa pintaba color marrón.
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