El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
El obispo Joseph Schröffer, de Eichstätt, un auténtico peso pesado que era miembro de la Comisión Teológica con el mayor número de votos de todos los que formaban parte de la misma, fue el lógico responsable en Fulda de los esquemas alumbrados por la dicha comisión: la divina revelación, la Virgen María, y la Iglesia. En buena medida, pues, la sala de máquinas del concilio, por así decirlo. Sin quejarse ni nada por tener que currar el triple mientras que setenta curas miraban tocándosela a dos manos, Schröffer preparó sendos análisis de los tres documentos; pero, explicó, en realidad el que se había mirado los textos y tal, era Rahner, quien había compartido la labor con tres teólogos más: Ratzinger, que como ya os he dicho entonces era su amiguito total, y que era el asesor teológico del cardenal Frings; el padre Alois Grillmeyer, jesuita como Rahner; y el padre Otto Semmelroth, también jesuita para no perder las costumbres.
La reunión de Fulda, así como las de otras nacionales a las
que también me he referido, despertaron las suspicacias cuando menos de la
Prensa. Y digo “cuando menos” porque es un hecho que diversos periódicos
comenzaron a coquetear con la idea de que se estuviese produciendo una especie
de conspiración contra la Curia; y este dato nos dice que, efectivamente, los
periódicos lo pensaron. Lo que no sabemos es si sólo lo pensaron ellos, o
alguien les animó a pensarlo. Es decir: si de la propia Curia, o de sus
terminales, no saldría esa historia para dar un poco por el culo y tratar de
contraprogramar o disolver las consecuencias de tanta reunioncita.
Los periódicos comenzaron a desarrollar taxones para los
padres conciliares. Informaron al mundo de que el gazpacho conciliar había
padres progresistas y otros que, a ratos, eran llamados tradicionalistas, a
ratos antiprogresistas. Diversos medios especularon con la idea de que la
conferencia de Fulda no era una consecuencia en sí de la segunda sesión del
concilio, sino la consecuencia de que el episcopado alemán, al que tan bien le
había ido en la primera sesión, se hubiera puesto nervioso con la elección de
Montini. A nadie se le escapaba, en efecto, que Pablo VI no era Juan XXIII. Los
dos presidían el mismo club, pero no de la misma manera.
La publicación de estas noticias cayó sobre las sesiones
de Fulda como un video de Irene Montero en una sesión de cine del Partido
Nacionalsocialista. El cardenal Frings convocó una conferencia de prensa en la
que, serio y un tanto encabronado, dijo que Fulda se había convocado para
estudiar los esquemas; hecho éste que, la verdad, tampoco era incompatible con
lo que estaba especulando la Prensa. Eso sí, dijo que calificar a Fulda de
conspiración era “una injusta estupidez”, porque todas las observaciones generadas
en la conferencia habían sido transparentemente enviadas a Roma. Lo cual, de
nuevo, no era, necesariamente un desmentido de lo que se venía a decir en los
artículos mejor informados, esto es: que Fulda se había convocado para
consolidar un frente unido, trasnacional, que aspirase a llevarse el copo de
las enmiendas en los esquemas conciliares y, consiguientemente, virar a la ICAR
en la dirección en que pretendían sus miembros más progresistas.
Una prueba de que Fulda tenía una unidad analítica (como
la tenían otras conferencias, como la española; aunque no del mismo signo) es
que en 48 horas, los alemanes pasaron por los esquemas de la Iglesia, la divina
revelación y la Virgen como Guderian por las planicies francesas. Es bastante
evidente que estaban de acuerdo en casi todo. El 31 de agosto, cuando la
Comisión Coordinadora se reunió en Roma, ahí estaba el cardenal Döpfner con los
deberes alemanes hechos. El 7 de septiembre, Döpfner le escribió a los coleguis
de su pandi que la segunda sesión abordaría, por este orden: el esquema sobre
la Iglesia; el de la Virgen María; el de los obispos; el del laicado; y el del
ecumenismo.
Cinco días después, el Papa Montini dejó claro que él
pensaba continuar la labor de su antecesor; pero a su puta manera. El 13 de
septiembre, en efecto, Pablo VI salió con que una serie de padres conciliares
le habían estado comiendo la oreja con la forma de funcionar del concilio, y
que había decidido cambiarla. Entre los cambios, por ejemplo, la Presidencia
del concilio fue alargada con más miembros pero, al tiempo, se le redujeron los
poderes. Los cardenales presidentes pasaron de diez a doce (número lógico
tratándose de la Iglesia católica, para qué lo vamos a negar); pero sus
funciones se redujeron a un etéreo “solucionar dudas y dificultades”. En la
práctica, pues, los presidentes del concilio perdieron todo control sobre la
marcha de las discusiones, que es lo que da verdadero poder en un concilio, y
es por eso que dicho poder siempre ha sido de los legados del Francisquito de
cada momento.
La responsabilidad por dirigir las actividades del
concilio y determinar la secuencia de discusiones pasaba a estar en las manos
de cuatro cardenales moderadores elegidos de entre los miembros de la Comisión
Coordinadora que, de todas formas, se expandió de seis a nueve miembros. Eso
sí: la designación de los cuatro moderadores era un guiño del PasPas a los
progresistas. Fueron los cardenales Döpfner, Suenens, Giacomo Lercaro (del que
ya hemos hablado) y Francisco, llamado Gregorio-Pedro XV, Agagianian, un peso
pesado (obispo de Comana en Armenia, patriarca de Cilicia, obispo de Beirut,
cardenal de San Bartolomeo all’Isola, presidente de la Comisión Pontificia para
la redacción del Código del Canon Oriental, proprefecto, luego prefecto, de la
Congregación para la Propagación de la Fe, prefecto de la Congregación por la
Evangelización de los Pueblos, cardenal obispo de Albano, cardenal desde 1946).
Johnny Lercaro era hombre bien conocido por su cercanía con los progresistas; y
Agagianian era visto por esos mismos progres como el miembro de la Curia más
presentable. Dadas las muchas actuaciones que acabó por tener Pablo VI, durante
y después del concilio (que ya llegaremos a eso), cabe estimar que esta apuesta
descarada por los progresistas no fue el fruto de la militancia. Fue, más bien,
el fruto de la prudencia. Mi teoría es que las serpientes veraniegas de la
Prensa europea no iban descaminadas. Que la convocatoria de la conferencia de
Fulda, aunque formalmente fue una simple asamblea de discusión teológica, fue,
o fue también, la expresión de una fuerza y, de consuno, la consolidación de
una amenaza. Los padres germanos habían avanzado mucho en la primera sesión, y
es lógico pensar que no estuvieran dispuestos a dejarse comer la tostada en la
segunda por un nuevo PasPas. Además, si repasáis lo ya escrito, concluiréis
conmigo que, en la primera sesión, si el progresismo había conseguido victorias
estratégicas, no había conseguido victorias definitivas; pues prácticamente
nada del trabajo conciliar quedó escrito en piedra durante la primera sesión.
Como consecuencia, es muy lógico pensar que los germanos
tuviesen un planteamiento basado en que, si la segunda sesión no iba como ellos
esperaban, decidiesen romper la baraja, haciendo transparentes al mundo unas
disensiones profundísimas que había (y hay) en el seno de la Iglesia Católica,
Apostólica y Romana. Para un Papa, como para cualquier CEO, lo principal es
que, cuando se abre la puerta, no huela a mierda. Mi idea es que Döpfner y
Montini, o tal vez alguno de sus secretarios, hablaron a finales de agosto,
cuando el alemán se dejó caer por el headquarters tras la conferencia de
Fulda. Que Döpfner dejó caer que eso de “si esto no se apaña, caña, caña,
caña”. Y que Pablito decidió darles cuartelillo. Si Montini se quedó pensando:
“menuda pandilla de hijos de Fulda”, eso ya nos lo tendría que confirmar el Joligós.
Además de la reestructuración orgánica, el Papa decidió
otros cambios de procedimiento. Por ejemplo, se decidió que, en el caso de que
tres miembros de una comisión así lo desearen, podían invitar a uno o más
peritos que no estuviesen adscritos a dicha comisión para que asistiesen a las
sesiones de la misma. En las normas de Juan XXIII, el control de acceso de
peritos a las comisiones era total por parte del presidente. De nuevo, pues, se
daba un paso flexibilizador, tendente a dar acceso a las reuniones importantes
al ejército de asesores alemanes.
Otra novedad fue la recuperación de una vieja
reivindicación de los alemanes. Durante el Vaticano I, los obispos alemanes,
austríacos y húngaros, unidos en ese momento, habían solicitado que una minoría
pudiera tener la posibilidad de defender sus postulados ante una comisión del
concilio; Pío IX, sin embargo, les había devuelto el toro al corral. Pablo VI,
sin embargo, aprobó ahora que los padres conciliares pudieran solicitar una
audiencia con una comisión para discutir puntos de vista sobre un esquema, tanto
a título personal como representando a un grupo de prelados, o a una región
concreta. Asimismo, las nuevas normas dieron más poder a los presidentes de
comisiones; si con Juan XXIII era la comisión entera la que se tenía que poner
de acuerdo sobre quién defendería un esquema frente al plenario, ahora sería el
presidente quien tomaría esa decisión. Por otra parte, el moderador del día
tenía la potestad de llamar a hablar a los prelados que considerase necesario,
una vez que todos los previstos hubiesen hablado; además, recibía la potestad
de decretar una votación sobre si la discusión de una cuestión debía ser
terminada.
En lo relativo a ese informe sobre el esquema, se
introdujo, junto a la figura del relator normal, que obviamente se ocuparía de
la visión mayoritaria, la posibilidad de que interviniese un segundo relator
para explicar la visión de la o las minorías.
Mucho más importante: aprendiendo de la experiencia de la
votación sobre las fuentes de la revelación, se estableció que las votaciones
que se hiciesen sobre el rechazo de un esquema o el aplazamiento de su
discusión podrían ganarse por mayoría simple. La aprobación definitiva de los
esquemas seguía reclamando los dos tercios.
Todos estos cambios deben ponerse en conexión con el dato
de que el cardenal Frings estaba colocado en la presidencia del concilio, y el
cardenal Döpfner en la Comisión Coordinadora. Así pues, ninguna conferencia
episcopal estaba mejor situada que la alemana.
Así las cosas, el 29 de septiembre de 1963 se abrió la
segunda sesión del concilio Vaticano II. Se abrió con un discurso de Pablo VI
en el que éste, consciente de que ahora estaba al frente de una asamblea que no
había convocado él, quiso dejar clara su visión sobre la misma. Por eso,
realizó un discurso programático, más propio de una inauguración que de una
reanudación. Quería, dijo, que el concilio exportase cuatro resultados:
primero, una Iglesia más consciente de sí misma y de su papel; una Iglesia renovada;
una Iglesia que promocionase la unidad de los cristianos; y una Iglesia que
promocionase el diálogo con “el hombre moderno”.
El de Pablo VI, pues, fue un discurso claramente diseñado
para transmitir la idea de su coincidencia de pareceres con la vertiente
progresista de raíz alemana que tanto, y con tanto éxito, había empujado
durante la primera sesión. En combinación con los cambios procedimentales que
anteriormente había anunciado, y que ya he tenido ocasión de comentaros, la
reanudación del concilio le envió a todo el orbe cristiano (por lo menos, a la
parte del orbe que entendía lo que se estaba ventilando en el concilio) un mensaje
de continuidad: el concilio lo había comenzado un PasPas con fama de abierto,
de moderno y de dialogante; y lo continuaba otro Francisquito que, si bien
personalmente tenía un perfil más conservador, parecía decidido a sostener el
gobernalle en la misma dirección.
Pero hubo cosas en el discurso que, bueno, no sonaban
exactamente en ese tono. El Papa dijo que esperaba con fruición las discusiones
que se iban a producir, porque iban a definir “la doctrina sobre el episcopado,
su función, y su relación con Pedro”; una forma oscuramente teologal de definir
el objetivo de renovar las funciones, el lenguaje y las estrategias de las
conferencias episcopales; pero, matizó, todo esto se haría “dando por seguras
las declaraciones dogmáticas del Vaticano I sobre el Romano Pontífice”; esto
es, respetando el hecho de que la última palabra sería la suya.
Con estos mimbres, el 30 de septiembre comenzó la
trigésimo séptima congregación general o reunión de trabajo del concilio. Y lo
hizo para meterse de hoz y coz en el esquema sobre la Iglesia.
Recordaréis que este esquema no había gustado mucho en la
primera sesión, lo que había provocado su devolución a la Comisión Teológica.
Dicha comisión, lo primero que hizo, fue adelgazar el texto, que le llegó con
once capítulos, pero salió con cuatro: El Misterio de la Iglesia, la
Constitución Jerárquica de la Iglesia, con especial referencia al Episcopado,
el Pueblo de Dios y el Laicado, y La Vocación de Santidad de la Iglesia.
Detrás de estos términos un tanto oscuros y,
probablemente, diseñados para que las gentes normales se desanimasen en
cualquier intento de profundizar más, se escondía, sin embargo, la principal
discusión, no del concilio Vaticano II, sino, como ya os he explicado, de
cualquier concilio: la función del episcopado y, sobre todo, la relación entre
su poder, por así decirlo, y el poder francisquital/curial. A esta discusión, de nuevo
tratando de poner palabras alambicadas para definir hechos bastante simples, se
le llamó en el concilio la “definición de la colegialidad episcopal”.
La verdad de las verdades, este meconio: la definición de
la colegialidad episcopal, era la cuestión que, todavía, la Iglesia no había
conseguido definir en 2.000 años y, de hecho, yo creo que ni ha conseguido
definir a día de hoy, ni lo conseguirá nunca, cuando menos mientras se empeñe
en mantener la figura del cura Ariel.
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