martes, diciembre 10, 2024

Vaticano II (11): La definición de la colegialidad episcopal



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie



El obispo Joseph Schröffer, de Eichstätt, un auténtico peso pesado que era miembro de la Comisión Teológica con el mayor número de votos de todos los que formaban parte de la misma, fue el lógico responsable en Fulda de los esquemas alumbrados por la dicha comisión: la divina revelación, la Virgen María, y la Iglesia. En buena medida, pues, la sala de máquinas del concilio, por así decirlo. Sin quejarse ni nada por tener que currar el triple mientras que setenta curas miraban tocándosela a dos manos, Schröffer preparó sendos análisis de los tres documentos; pero, explicó, en realidad el que se había mirado los textos y tal, era Rahner, quien había compartido la labor con tres teólogos más: Ratzinger, que como ya os he dicho entonces era su amiguito total, y que era el asesor teológico del cardenal Frings; el padre Alois Grillmeyer, jesuita como Rahner; y el padre Otto Semmelroth, también jesuita para no perder las costumbres.

La reunión de Fulda, así como las de otras nacionales a las que también me he referido, despertaron las suspicacias cuando menos de la Prensa. Y digo “cuando menos” porque es un hecho que diversos periódicos comenzaron a coquetear con la idea de que se estuviese produciendo una especie de conspiración contra la Curia; y este dato nos dice que, efectivamente, los periódicos lo pensaron. Lo que no sabemos es si sólo lo pensaron ellos, o alguien les animó a pensarlo. Es decir: si de la propia Curia, o de sus terminales, no saldría esa historia para dar un poco por el culo y tratar de contraprogramar o disolver las consecuencias de tanta reunioncita.

Los periódicos comenzaron a desarrollar taxones para los padres conciliares. Informaron al mundo de que el gazpacho conciliar había padres progresistas y otros que, a ratos, eran llamados tradicionalistas, a ratos antiprogresistas. Diversos medios especularon con la idea de que la conferencia de Fulda no era una consecuencia en sí de la segunda sesión del concilio, sino la consecuencia de que el episcopado alemán, al que tan bien le había ido en la primera sesión, se hubiera puesto nervioso con la elección de Montini. A nadie se le escapaba, en efecto, que Pablo VI no era Juan XXIII. Los dos presidían el mismo club, pero no de la misma manera.

La publicación de estas noticias cayó sobre las sesiones de Fulda como un video de Irene Montero en una sesión de cine del Partido Nacionalsocialista. El cardenal Frings convocó una conferencia de prensa en la que, serio y un tanto encabronado, dijo que Fulda se había convocado para estudiar los esquemas; hecho éste que, la verdad, tampoco era incompatible con lo que estaba especulando la Prensa. Eso sí, dijo que calificar a Fulda de conspiración era “una injusta estupidez”, porque todas las observaciones generadas en la conferencia habían sido transparentemente enviadas a Roma. Lo cual, de nuevo, no era, necesariamente un desmentido de lo que se venía a decir en los artículos mejor informados, esto es: que Fulda se había convocado para consolidar un frente unido, trasnacional, que aspirase a llevarse el copo de las enmiendas en los esquemas conciliares y, consiguientemente, virar a la ICAR en la dirección en que pretendían sus miembros más progresistas.

Una prueba de que Fulda tenía una unidad analítica (como la tenían otras conferencias, como la española; aunque no del mismo signo) es que en 48 horas, los alemanes pasaron por los esquemas de la Iglesia, la divina revelación y la Virgen como Guderian por las planicies francesas. Es bastante evidente que estaban de acuerdo en casi todo. El 31 de agosto, cuando la Comisión Coordinadora se reunió en Roma, ahí estaba el cardenal Döpfner con los deberes alemanes hechos. El 7 de septiembre, Döpfner le escribió a los coleguis de su pandi que la segunda sesión abordaría, por este orden: el esquema sobre la Iglesia; el de la Virgen María; el de los obispos; el del laicado; y el del ecumenismo.

Cinco días después, el Papa Montini dejó claro que él pensaba continuar la labor de su antecesor; pero a su puta manera. El 13 de septiembre, en efecto, Pablo VI salió con que una serie de padres conciliares le habían estado comiendo la oreja con la forma de funcionar del concilio, y que había decidido cambiarla. Entre los cambios, por ejemplo, la Presidencia del concilio fue alargada con más miembros pero, al tiempo, se le redujeron los poderes. Los cardenales presidentes pasaron de diez a doce (número lógico tratándose de la Iglesia católica, para qué lo vamos a negar); pero sus funciones se redujeron a un etéreo “solucionar dudas y dificultades”. En la práctica, pues, los presidentes del concilio perdieron todo control sobre la marcha de las discusiones, que es lo que da verdadero poder en un concilio, y es por eso que dicho poder siempre ha sido de los legados del Francisquito de cada momento.

La responsabilidad por dirigir las actividades del concilio y determinar la secuencia de discusiones pasaba a estar en las manos de cuatro cardenales moderadores elegidos de entre los miembros de la Comisión Coordinadora que, de todas formas, se expandió de seis a nueve miembros. Eso sí: la designación de los cuatro moderadores era un guiño del PasPas a los progresistas. Fueron los cardenales Döpfner, Suenens, Giacomo Lercaro (del que ya hemos hablado) y Francisco, llamado Gregorio-Pedro XV, Agagianian, un peso pesado (obispo de Comana en Armenia, patriarca de Cilicia, obispo de Beirut, cardenal de San Bartolomeo all’Isola, presidente de la Comisión Pontificia para la redacción del Código del Canon Oriental, proprefecto, luego prefecto, de la Congregación para la Propagación de la Fe, prefecto de la Congregación por la Evangelización de los Pueblos, cardenal obispo de Albano, cardenal desde 1946). Johnny Lercaro era hombre bien conocido por su cercanía con los progresistas; y Agagianian era visto por esos mismos progres como el miembro de la Curia más presentable. Dadas las muchas actuaciones que acabó por tener Pablo VI, durante y después del concilio (que ya llegaremos a eso), cabe estimar que esta apuesta descarada por los progresistas no fue el fruto de la militancia. Fue, más bien, el fruto de la prudencia. Mi teoría es que las serpientes veraniegas de la Prensa europea no iban descaminadas. Que la convocatoria de la conferencia de Fulda, aunque formalmente fue una simple asamblea de discusión teológica, fue, o fue también, la expresión de una fuerza y, de consuno, la consolidación de una amenaza. Los padres germanos habían avanzado mucho en la primera sesión, y es lógico pensar que no estuvieran dispuestos a dejarse comer la tostada en la segunda por un nuevo PasPas. Además, si repasáis lo ya escrito, concluiréis conmigo que, en la primera sesión, si el progresismo había conseguido victorias estratégicas, no había conseguido victorias definitivas; pues prácticamente nada del trabajo conciliar quedó escrito en piedra durante la primera sesión.

Como consecuencia, es muy lógico pensar que los germanos tuviesen un planteamiento basado en que, si la segunda sesión no iba como ellos esperaban, decidiesen romper la baraja, haciendo transparentes al mundo unas disensiones profundísimas que había (y hay) en el seno de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Para un Papa, como para cualquier CEO, lo principal es que, cuando se abre la puerta, no huela a mierda. Mi idea es que Döpfner y Montini, o tal vez alguno de sus secretarios, hablaron a finales de agosto, cuando el alemán se dejó caer por el headquarters tras la conferencia de Fulda. Que Döpfner dejó caer que eso de “si esto no se apaña, caña, caña, caña”. Y que Pablito decidió darles cuartelillo. Si Montini se quedó pensando: “menuda pandilla de hijos de Fulda”, eso ya nos lo tendría que confirmar el Joligós.

Además de la reestructuración orgánica, el Papa decidió otros cambios de procedimiento. Por ejemplo, se decidió que, en el caso de que tres miembros de una comisión así lo desearen, podían invitar a uno o más peritos que no estuviesen adscritos a dicha comisión para que asistiesen a las sesiones de la misma. En las normas de Juan XXIII, el control de acceso de peritos a las comisiones era total por parte del presidente. De nuevo, pues, se daba un paso flexibilizador, tendente a dar acceso a las reuniones importantes al ejército de asesores alemanes.

Otra novedad fue la recuperación de una vieja reivindicación de los alemanes. Durante el Vaticano I, los obispos alemanes, austríacos y húngaros, unidos en ese momento, habían solicitado que una minoría pudiera tener la posibilidad de defender sus postulados ante una comisión del concilio; Pío IX, sin embargo, les había devuelto el toro al corral. Pablo VI, sin embargo, aprobó ahora que los padres conciliares pudieran solicitar una audiencia con una comisión para discutir puntos de vista sobre un esquema, tanto a título personal como representando a un grupo de prelados, o a una región concreta. Asimismo, las nuevas normas dieron más poder a los presidentes de comisiones; si con Juan XXIII era la comisión entera la que se tenía que poner de acuerdo sobre quién defendería un esquema frente al plenario, ahora sería el presidente quien tomaría esa decisión. Por otra parte, el moderador del día tenía la potestad de llamar a hablar a los prelados que considerase necesario, una vez que todos los previstos hubiesen hablado; además, recibía la potestad de decretar una votación sobre si la discusión de una cuestión debía ser terminada.

En lo relativo a ese informe sobre el esquema, se introdujo, junto a la figura del relator normal, que obviamente se ocuparía de la visión mayoritaria, la posibilidad de que interviniese un segundo relator para explicar la visión de la o las minorías.

Mucho más importante: aprendiendo de la experiencia de la votación sobre las fuentes de la revelación, se estableció que las votaciones que se hiciesen sobre el rechazo de un esquema o el aplazamiento de su discusión podrían ganarse por mayoría simple. La aprobación definitiva de los esquemas seguía reclamando los dos tercios.

Todos estos cambios deben ponerse en conexión con el dato de que el cardenal Frings estaba colocado en la presidencia del concilio, y el cardenal Döpfner en la Comisión Coordinadora. Así pues, ninguna conferencia episcopal estaba mejor situada que la alemana.

Así las cosas, el 29 de septiembre de 1963 se abrió la segunda sesión del concilio Vaticano II. Se abrió con un discurso de Pablo VI en el que éste, consciente de que ahora estaba al frente de una asamblea que no había convocado él, quiso dejar clara su visión sobre la misma. Por eso, realizó un discurso programático, más propio de una inauguración que de una reanudación. Quería, dijo, que el concilio exportase cuatro resultados: primero, una Iglesia más consciente de sí misma y de su papel; una Iglesia renovada; una Iglesia que promocionase la unidad de los cristianos; y una Iglesia que promocionase el diálogo con “el hombre moderno”.

El de Pablo VI, pues, fue un discurso claramente diseñado para transmitir la idea de su coincidencia de pareceres con la vertiente progresista de raíz alemana que tanto, y con tanto éxito, había empujado durante la primera sesión. En combinación con los cambios procedimentales que anteriormente había anunciado, y que ya he tenido ocasión de comentaros, la reanudación del concilio le envió a todo el orbe cristiano (por lo menos, a la parte del orbe que entendía lo que se estaba ventilando en el concilio) un mensaje de continuidad: el concilio lo había comenzado un PasPas con fama de abierto, de moderno y de dialogante; y lo continuaba otro Francisquito que, si bien personalmente tenía un perfil más conservador, parecía decidido a sostener el gobernalle en la misma dirección.

Pero hubo cosas en el discurso que, bueno, no sonaban exactamente en ese tono. El Papa dijo que esperaba con fruición las discusiones que se iban a producir, porque iban a definir “la doctrina sobre el episcopado, su función, y su relación con Pedro”; una forma oscuramente teologal de definir el objetivo de renovar las funciones, el lenguaje y las estrategias de las conferencias episcopales; pero, matizó, todo esto se haría “dando por seguras las declaraciones dogmáticas del Vaticano I sobre el Romano Pontífice”; esto es, respetando el hecho de que la última palabra sería la suya.

Con estos mimbres, el 30 de septiembre comenzó la trigésimo séptima congregación general o reunión de trabajo del concilio. Y lo hizo para meterse de hoz y coz en el esquema sobre la Iglesia.

Recordaréis que este esquema no había gustado mucho en la primera sesión, lo que había provocado su devolución a la Comisión Teológica. Dicha comisión, lo primero que hizo, fue adelgazar el texto, que le llegó con once capítulos, pero salió con cuatro: El Misterio de la Iglesia, la Constitución Jerárquica de la Iglesia, con especial referencia al Episcopado, el Pueblo de Dios y el Laicado, y La Vocación de Santidad de la Iglesia.

Detrás de estos términos un tanto oscuros y, probablemente, diseñados para que las gentes normales se desanimasen en cualquier intento de profundizar más, se escondía, sin embargo, la principal discusión, no del concilio Vaticano II, sino, como ya os he explicado, de cualquier concilio: la función del episcopado y, sobre todo, la relación entre su poder, por así decirlo, y el poder francisquital/curial. A esta discusión, de nuevo tratando de poner palabras alambicadas para definir hechos bastante simples, se le llamó en el concilio la “definición de la colegialidad episcopal”.

La verdad de las verdades, este meconio: la definición de la colegialidad episcopal, era la cuestión que, todavía, la Iglesia no había conseguido definir en 2.000 años y, de hecho, yo creo que ni ha conseguido definir a día de hoy, ni lo conseguirá nunca, cuando menos mientras se empeñe en mantener la figura del cura Ariel.

La cuestión viene siendo interpretar la voluntad de Jesucristo. Y decimos la voluntad porque, las cosas como son, Jesucristo, durante los tres años, más o menos, que tuvo para dejar el tema claro hablándolo con su boca para que luego los cronistas pudiesen recoger sus palabras, no hizo nada de eso. El concilio, como digo, daba por hecho, como todos los concilios antes que él, dos conceptos fundamentales: uno, que Jesús le dijo a Pedro tú eres pedrolo y tal, con lo que instituyó, sin citarla, la institución del primer obispo de la cristiandad, es decir, del PasPas. Y, segunda, que Pedro, efectivamente, estuvo en Roma, donde ejercitó el obispado encomendado por Jesucristo y sufrió martirio por ello, por lo que se convirtió en el primer obispo de Roma, y el primer Papa. Esto es lo que se daba por sabido y asumido. La discusión debía ir sobre si en la voluntad de Jesús estuvo también que su Iglesia se dotase de otro cuerpo místico, encomendado de la educación universal del cristianismo y autoridad de gobierno: los obispos. En cristiano, pues, se trataba de definir, de la forma más elegante posible, en qué materias los obispos no tienen otra función que hacer lo que el PasPas les diga que hagan; y en qué materias son soberanos de hacer lo que creen que deben hacer, aunque el Francisquito pudiera llegar a estar en desacuerdo con ellos. 

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