lunes, diciembre 09, 2024

Vaticano II (10): La muerte de Juan XXIII



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie




Haremos un inciso aquí, al hablar de la reunión de Fulda del verano de 1963, para introducir otro tema importante del concilio. Durante los años cincuenta y primeros sesenta que ya habían transcurrido, en la Iglesia católica occidental se venía verificando un fenómeno evolutivo curioso. Todavía no había llegado el momento en el que las vocaciones de sacerdocio se desplomasen; eso fue posterior. Pero las cosas sí que estaban cambiando, porque, mientras las vocaciones para hacerse sacerdote diocesano o secular estaban decayendo, las vocaciones para profesar en el marco de órdenes religiosas estaban subiendo. Esto a los obispos les preocupaba; formalmente, porque decían que era una situación que mermaba su labor pastoral; aunque, en realidad, lo que les preocupaba era que el sacerdote que pertenece a una orden tiene un superior distinto; y eso supone, para el obispo, menos poder, y menos pasta.

En Fulda, el obispo de Rottenburg, Karl Leiprecht, intervino para definir lo mucho que le preocupaba aquel tema. Así que los alemanes se pusieron a discutir sobre la manera de adquirir poder sobre las órdenes religiosas. La solución que encontraron fue, mutatis mutandis, ponerle la proa a todos los religiosos contemplativos; defender la idea de que todos los sacerdotes debían comprometerse con la labor apostólica, es decir, con la labor frente a los demás. También estuvieron de acuerdo los alemanes en que las órdenes religiosas debían “adaptarse a los nuevos tiempos”; eufemismo que escondía el deseo de modificar su estructura y organización de manera que todas las órdenes religiosas vinieran a ser iguales (y, en el fondo, dejase de tener sentido que existiesen como tales).

Aquel movimiento de Fulda no fue casualidad. Meses antes, en enero, la Comisión Coordinadora había decidido que el esquema sobre los religiosos (es decir, el que básicamente trataba de los miembros de órdenes religiosas) fuese radicalmente reducido; que era lo que los progresistas hacían siempre con los textos que no les gustaban y al tiempo temían no poder controlar. El demiurgo de aquella operación de reducción al mínimo fue el eterno cardenal Döpfner, como responsable del esquema sobre la vida religiosa, coordinado con Suenens, responsable del esquema sobre la Iglesia en el mundo moderno, del que habremos de hablar mucho. En marzo de 1963, Döpfner abogó por un esquema que redujese la importancia de la religiosidad contemplativa y extremase las llamadas a la labor apostólica en contacto con el hombre moderno. Un cardenal de la Curia, Valerio Valeri, intentó hacerle el lío a Döpfner enviando un texto de esquema pretendidamente definitivo; pero el alemán se coscó y le hizo devolverlo al corral. Aun así, la conferencia de Fulda no quedó contenta con el texto que recibió, razón por la cual el tema no se trató en la segunda sesión.

Pero volvamos con el texto sobre la Iglesia. El 23 de abril de 1963, la Comisión Litúrgica comenzó a trabajar en la prometida revisión de su esquema sobre la liturgia que, como ya os he contado, provocó una enconada discusión en la primera sesión del concilio, aunque ahora parecía razonablemente encauzada. La comisión avanzó rápidamente sin dejarse nada atrás, en gran parte por el espíritu instilado a la misma por el cardenal Arcadio Larraona, hombre que gustaba de las discusiones abiertas.

Por otra parte, a finales de enero se había reunido la Comisión de Coordinación del concilio. Eso fue el pistoletazo de salida para una intensa labor de las comisiones y las subcomisiones durante la primera parte del año.

El 12 de abril, después de una Semana Santa que había podido pasar sin muchos apuros gracias a cierta mejora en su salud, el Papa Roncalli aprobó el texto de 12 esquemas para que fuera enviado a los padres conciliares. Todo era fruto de la prisa que el Papa había impreso a todos los trabajos. En todo caso, a finales de abril la burocracia vaticana ya estaba preparándose para la enfermedad del pontífice, su muerte y el consiguiente cónclave. Para entonces, las hemorragias del PasPas eran casi diarias.

El 30 de abril, el cardenal Cicognani se comunicó con los padres conciliares para explicarles que estaba a punto de enviarles los primeros doce esquemas, y que esperaba poder distribuir otro grupo a finales de junio. Este retraso en el envío de los 12 esquemas ya aprobados por el Francisquito le causó un cierto cabreo a Roncalli; no lograba entender qué mierda había que esperar, si él ya los había aprobado. El Papa tenía tanta prisa que el arzobispo Felici tuvo que enviar una carta el 8 de mayo, informando a los prelados de que al menos seis esquemas estaban a punto de llegarles; seguida de otra carta de Cicognani al día siguiente.

Da la impresión, por lo tanto, que el Papa quería ver alguna de las cosas contenidas en esos 12 esquemas razonablemente embridada en el plazo corto, o sea, antes de morir. Lo cual, la verdad, no dice demasiado de su fe, pues si la tenía debería estar convencido de que, cualquier cosa que ocurriese tras su muerte, él la vería.

El 11 de mayo, en una acción no muy meditada, Juan XXIII asistió a las ceremonias vinculadas a la recepción del Premio Balzan de la Paz. Al día siguiente, visitó el Quirinal. El día 20, Roncalli le escribió una carta a todos los obispos de la Tierra, anunciando que iba a realizar su retiro espiritual anual, desde el 25 de mayo hasta el 2 de junio. Al día siguiente, 21, Felici envió los primeros seis esquemas.

El 22 era miércoles; así pues, era el día para la tradicional audiencia papal en San Pedro. Se anunció que el Francisquito no acudiría a la audiencia, pero que se asomaría a las diez y media a su ventana para bendecir al personal. Al parecer, la noche antes había estado recibiendo varias transfusiones.

El domingo 26 de mayo, el Papa guardaba cama; pero demandó ser llevado a la ventana para saludar y bendecir a la peña, a pesar de que, como sabéis, su retiro espiritual ya había comenzado. Los doctores, por lo demás, se lo prohibieron.

Aparentemente, el jueves 30 de mayo, Juan XXIII le dijo a su doctor que sabía que tenía un tumor, pero que le daba igual porque, dijo, la voluntad de Dios se había cumplido. A medianoche, sufrió una crisis definitiva. Al día siguiente, pidió el Viático. En la tarde del viernes, comenzó una vigilia en la plaza de San Pedro, que duró dicho día, el sábado, el domingo y el lunes. Este último día, 3 de junio, a las 19,49 horas, el Papa falleció.

La muerte de Juan XXIII levantó muchas dudas sobre el desarrollo subsiguiente del concilio. Pero, tal vez, el asunto sobre el que levantó una sombra mayor fue el relativo a la participación en las reflexiones de la Iglesia de los miembros de otras iglesias. Como yo creo que se ha traslucido en estas notas, el espíritu del concilio Vaticano II se define, fundamentalmente, por dos intenciones, deseos o estrategias: el deseo pastoral, es decir, la reflexión sobre qué deberá hacer la Iglesia para llegar a los que ya son católicos (cuando el ámbito pastoral se refiere a los no creyentes, lo decimos apostólico); y el deseo ecuménico, es decir, qué deberá hacer la Iglesia católica para acercarse a otras iglesias cristianas o católicas. Desde abril de 1963 había en Roma todo un bullebulle con este tema, animado por diversos obispos no europeos, sobre todo Anthony Thijssen de Larantuka, Indonesia; y el cardenal chino Tomás Tien. Ambos favorecieron la idea de la creación de una estructura permanente en Roma dedicada a la unidad de los cristianos, y consideraron que el cardenal König era el mejor candidato para presidirla.

El 21 de junio, el Papa Pablo VI, Enrico Antonio María Montini, fue elegido. Al día siguiente, dio un mensaje radiado en el que dejó claro que era su intención continuar el concilio. Asimismo, también aseveró que pensaba continuar el trabajo para la promoción de la unidad de los cristianos.

La coronación del PasPas se fijó para el 30 de junio; un acto que, obviamente, concitó la presencia en Roma de todos los cardenales y de una buena representación de obispos. Tien y Thijssen decidieron no perder el tiempo. El 25 de junio, comenzaron a distribuir entre sus colegas purpurados copias de las declaraciones públicas que habían hecho semanas antes. Le enviaron la documentación a los cardenales Alfrink, Richard James Cushing, Frings, Gilroy, Valerian Gracias, König, Liénart, Albert Gregory Meyer, Joseph Elmer Ritter, Laurean Rugambwa, Spellman, Suenens, y Stefan Wyszynski. Frings, Liénart, König y también el cardenal Bea; es decir: el equipo colorao de la vertiente progre del concilio, abrazaron rápidamente la idea, y se comprometieron a buscar la aquiescencia papal. A finales de julio, el cardenal Tien le envió dos cartas al nuevo Francisquito; y éste, el 12 de septiembre, anunció la creación del secretariado, eso sí, sin dejar claro quién lo presidiría. Pero aquello, claramente, fue tomado como la herencia de Juan XXIII.

En materia conciliar, el gran anuncio que hizo Pablo VI tras llegar a la posición de CEO del catolicismo mundial fue la apertura de la segunda sesión del concilio para el 29 de septiembre. Este anuncio marcó el pistoletazo de salida para las reuniones nacionales de obispos, con el objetivo de coordinar mierdas. Los estadounidenses se reunieron en Chicago en agosto; en el mismo mes, lo hicieron los obispos argentinos, igual que los italianos. La conferencia episcopal española esperó a mediados de septiembre.

Con todo, la reunión más importante, tratándose de un concilio en el que la corriente de opinión más sólidamente organizada era la alemana, fue la conferencia de obispos germanoparlantes que se celebró en Fulda, entre el 26 y el 29 de agosto de 1963.

Muy previamente, el 3 de julio, la Comisión Coordinadora se había reunido en Roma para darle boleta a los esquemas sobre las misiones y sobre el matrimonio. Asimismo, estudiaron los trabajos que se habían realizado en torno al esquema sobre la Iglesia, y sobre la relación de la Iglesia con el mundo moderno. Seis días después de esa reunión, el cardenal Döpfner envió una carta a sus Deutschenobispen, invitándolos a tomarse unas cañatas y unas gamatas en Fulda. Para darle ambiente al terraceo (no mucho, la verdad), invitó, como había pasado ya en febrero, a los padres conciliares suizos y escandinavos, así como otros “de territorios vecinos de occidente”.

El orden del día tenía doce puntos; no por los apóstoles, sino porque doce habían sido los esquemas que había aprobado el Papa Roncalli el 22 de abril. Con los esquemas, se remitía la información de qué obispo u obispos germanoparlantes estaban en cada comisión, animando a los participantes de Fulda a enviarle sus opiniones a estos representantes. Cada uno de estos representantes cogería todas las posiciones recibidas, haría una ropa vieja teológica con todo ello, y lo enviaría dos semanas antes de la conferencia, para que todo el mundo tuviese tiempo de subrayar la palabra “Dios” y comentarla con su compañero. Con eso más las discusiones se elaboraría un texto que sería elevado al concilio a través del secretario general.

La conferencia concitó la participación de cuatro cardenales y de 70 obispos y arzobispos de diez naciones: Alemania, Austria, Suiza y los países escandinavos (Noruega, Suecia, Finlandia, Dinamarca), además de Francia, Bélgica y Holanda.

En el centro de todos ellos, el teólogo jesuita padre Karl Rahner; el auténtico monolito, dicho sea en términos de 2001, una odisea en el espacio, de la posición europrogre del concilio.

Karl Rahner no es un autor fácil. Sus libros, os lo digo por si sentís la tentación de leerlos, son, por lo general, un coñazo. Si sentís curiosidad, yo os recomendaría que tiraseis más bien hacia quien entonces era su asesor de mayor enjundia, aunque luego se apartó de él, Joseph Ratzinger. Ratzinger siempre escribió mucho mejor que Rahner; y eso es algo que se agradece cuando se lee teología. La frase más famosa de Rahner es: “la Trinidad económica es la Trinidad inmanente, y la Trinidad inmanente es la Trinidad económica”. Avisados estáis: fácil, no es. Rahner era el asesor teológico del cardenal König; pero allí, en Fulda, todos sabían que era el que partía los arenques. 

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