viernes, febrero 26, 2021

Islam (17: suníes)

El modesto mequí que tenía the eye of the tiger

Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro 


En los doscientos años, más o menos, posteriores a El Profeta, el Islam se enfrentó al reto de codificarse; un reto cuyo principal objetivo era impedir que la interpretación de la ley de Alá fuese fragmentándose en diferentes interpretaciones geográficas. Por mucho que este efecto era algo inevitable para una religión universal y tan difundida, en el siglo IX sobre todo los intentos por evitarla fueron muchos.

Hay que citar, en este sentido, a Abú Abdulá Mohamed ibn Idris al-Shafi, un auténtico codificador de la Ley coránica que, a principios del citado siglo, estableció la jerarquía de las fuentes de justicia islámica: primero el Corán, después los hadith, después el ijma o consenso entre el pueblo musulmán, y, finalmente, el qiyas o uso de la analogía.

Al-Shafi no le hizo ningún favor al Islam con su trabajo o, al menos, yo creo que no se lo hizo. En su obsesión por evitar la fragmentación doctrinal, claramente trató de enterrar y considerar ajeno a la Justicia musulmana el uso de las opiniones de peso, esto es, las interpretaciones que pudieran hacer aquellas personas que fuesen profundas estudiosas del Islam. Nosotros, los cristianos, sabemos bien que sin esas personas: sin Gregorio de Tours, sin Tomás de Aquino, sin Lutero, a las religiones les cuesta avanzar. A la postre, veremos que estos personajes conseguirán imponerse; sin embargo, cuando lo hagan lo harán, probablemente y como consecuencia de un movimiento pendular que yo creo que podría haberse evitado, con demasiado poder.

La apelación al criterio de los expertos quedó larvada en una herramienta de la Justicia islámica denominada ijtihad, que quiere decir la habilidad de alguien devoto y buen conocedor del Corán de responder a una cuestión judicial interpretando la sharia. Algo que se parece mucho a la qiyas pero que, según a quien leas, se confunde o no se confunde.

A pesar de que, como digo, los intentos de un Islam temeroso de dividirse trataron de arrastrar a los expertos devotos a un segundo plano, la realidad hizo que eso no fuese así. Los califas, cada vez más identificados como lo que eran, esto es guerreros y gobernantes, cada vez necesitaban más tener a su lado a ese tipo de luengas barbas y aura de santidad que dice cosas que vienen a confirmar ante los creyentes que Alá está muy contento con el recorte de las pensiones ordenado por el califa. A esto hay que unir que el personal en general, en Oriente Medio y durante la Alta Edad Media exactamente igual que hoy mismo en el barrio de Argüelles, le tenía alergia a los libros; y si ya hablamos de libros que, en lugar de hablar de las recetas de Karlos Arguiñano o de las chorradas de Dan Brown, hablan de Dios y su mensaje, ya, para qué las prisas. En consecuencia, esos devotos, que sólo de forma muy torcida podemos llamar sacerdotes o sumos sacerdotes, comienzan a formar la elite de quienes conocen, han estudiado y, en consecuencia, están en condiciones de interpretar las palabras y actos de El Profeta.

Un faqih, plural fuqaha, era, pues, un experto en la aplicación de la sharia, y pronto se convirtió, se convirtieron, en una importante clase de altos funcionarios en los palacios califales. Cuando menos al-Rashid ya los tenía en su palacio en número respetable, y ostentando un poder importante.

La importancia de los fuqaha, lógicamente, los envalentonó. Es por eso que, más o menos en los tiempos rashídicos, es cuando las diferentes escuelas de interpretación legal islámica comienzan a definirse, todas ellas dentro del sunismo. Hoy en día, de las varias que se crearon, sobreviven cuatro: la de Malik bin Anas, que murió en el 795, cuyos seguidores son apelados de malikís o malikíes; la de Abu Hanifa, muerto en el 767, conocida como de los hanifís o hanifíes; la del mentado al-Shafi, o de los shafís o shafíes; y la de Adhmed ibn Hanbal, muerto en el 855, o de los hanbalis. Debo confesar que las conozco de manera muy superficial; bajo dicha superficialidad, creo que, si fuese musulmán y suní, sería básicamente hanifí. 

Cada madhab o escuela de este conjunto de escuelas o madhhabib fue acumulando, con el tiempo, figuras más o menos señeras en la interpretación de la ley coránica. Los fundadores fueron rápidamente considerados los imanes de cada escuela.

Al-Shafi, probablemente el más influyente de todos estos devotos expertos, estableció, como ya os he explicado, la jerarquía de fuentes donde un buen musulmán, y un buen Estado musulmán, debe buscar la Justicia: el Corán, la sunna de El Profeta, expresada en sus hadith, y, finalmente, el consenso de la grey islámica. Esta jerarquía define muy bien a los musulmanes sunitas. Un esquema así, sin embargo, obliga a realizar una labor importante de partida, que es definir quién es y quién no es musulmán, porque eso es fundamental para definir el perímetro de las fuentes de Justicia. Por eso las sociedades sunitas, como la saudí, son tan estrictas en la materia, y regulan con mucha meticulosidad las relaciones con quienes no son musulmanes (a sus ojos).

En los tiempos en los que este proceso de codificación y jerarquización estaba tomando cuerpo, algo ocurría en paralelo. Muchas veces hemos oído y leído que si el califato bagdadí fue fundamental para conservar la filosofía de la Antigua Grecia. La verdad es que la afirmación es un tanto apresurada y, por qué no decirlo, exagerada; pero la parte de la misma que está fuera de toda duda es que en esos siglos la cultura musulmana entró en contacto con la especulación platónica y aristotélica, y la transmitió con cierta rapidez al riquísimo debate teológico que se producía en ese mismo momento dentro de la Casa de Alá. Fue éste un proceso que encontró importantes patrocinadores, como el califa Mamún. En el año 827, por ejemplo, Mamún declaró como artículo de fe musulmana la afirmación de que el Corán había sido creado por Dios, una idea de evidentes resonancias platónicas.

El tema tiene su miga. De hecho, la discusión sobre la calidad del Corán es el correlato musulmán a la discusión cristiana sobre la persona de Jesús. Y de ambas discusiones la culpa la tienen los griegos. Uno de los puntos fuertes de la filosofía griega es su especulación sobre la esencia y naturaleza de las cosas y del propio género humano. Constatada la debilidad y obsolescencia programada del hombre, la discusión pronto se abre al planteamiento sobre la existencia de algo que no tenga estas características, que sea inmortal, perfecto, virtuoso. Ésta es la idea de Dios; pero aceptar la idea de Dios hace que, inmediatamente, nos preguntemos qué pichas era su mensajero, o sea Jesús, el  Cristo. ¿Era carne, pescado, hamburguesa vegana? ¿Cuarto y mitad de divinidad, el resto puritito hombre débil, ambicioso y cabroncete?

El contacto con la especulación griega de los musulmanes pudo llevarles a hacerse esas preguntas sobre Mahoma. Pero, la verdad, los musulmanes nunca habían caído en la tentación de revestir a El Profeta de oropeles semidivinos; la suya, ya lo he dicho en estas notas, es una religión fundada y desarrollada por verdaderos testigos de la vida de El Profeta (no por unos tipos que escribieron en griego, décadas después, la vida de un arameo; ni tampoco un cuasi contemporáneo de Jesús que jamás lo conoció). Por eso, la especulación griega no afectó tanto a la figura de Mahoma, como al Corán mismo.

¿Escribió Alá el Corán; o es el Libro algo que viene existiendo desde el principio de los tiempos, como una manifestación eterna de su capacidad de hablar? Pero, suponiendo que tomemos la opción más cómoda (la segunda), ¿acaso no estamos donde estaban los padres de la Iglesia cristiana durante sus interminables discusiones? ¿Acaso no estamos otorgándole a Dios una habilidad, la palabra, que es del hombre? ¿Es que hay algo de hombre en Dios, entonces?

Mamún, en buena medida, decretó el dogma del Corán como obra divina porque, siendo como era un fino analista teológico, se daba cuenta de que la segunda de las doctrinas podía terminar con el Islam en el mismo fangal donde había terminado el cristianismo. Sin embargo, no fueron pocos los clérigos y estudiosos que se le opusieron.

Exactamente igual que las peleas entre arrianos, nestorianos, católicos y demás patulea llevaban debajo todo un fondo de enfrentamiento por el poder, lo mismo ocurre con la discusión en torno a la naturaleza del Corán. Al fin y al cabo, Mamún había  decretado un dogma; decreto que hizo acompañar con la lógica orden a su grey de que lo respetase, y de medidas restrictivas, cuando no simple y pura represión, para aquellos expertos que lo negaren. Pero esto planteaba, de un plumazo, el problema escondido, larvado desde la muerte de El Profeta, en torno a quién manda exactamente sobre qué en el mundo musulmán. La cuestión, nunca resuelta, de quién tiene el verdadero poder sobre las cuestiones de religión (lo cual incluye el poder sobre las exacciones religiosas que se apliquen. Por Dios, por Alá, por Yahvé, nunca lo olvidéis: la pasta, siempre la pasta). Mamún, de hecho, comenzó a llamarse a sí mismo imán, pero ahí se pasó y tuvo que revertir la decisión.

A la larga, los califas, puesto que fueron perdiendo poder efectivo en las manos de los pretorianos que, como hemos visto, los protegían por la mañana y los asesinaban por la tarde, perdieron la batalla. El poder político instrumentado tras la muerte de Mahoma se resquebrajó y sucumbió, dirán los historiadores marxistas (no exentos de razón en esto) bajo el peso de sus propias contradicciones. Conforme los califas se iban haciendo nenazas, lo que quedaba eran los clérigos; esto hizo que, a partir de ese momento, la legitimidad musulmana se diversificase, por así decirlo.

A partir de entonces, y por mucho que lógicamente los musulmanes siguieron rezando hacia La Meca, considerando Jerusalén una ciudad santa y todo eso, en realidad el auténtico Islam pasó a estar allí donde sentaban sus reales unos musulmanes que de tal se considerasen y que tuviesen cerca a algún estudioso del Corán que pudiese interpretar la sharia; la patria musulmana, ésa es una de sus grandezas, se puede montar fácilmente en un garaje. Esta grandeza, finalmente, también se ha acabado convirtiendo en una grave limitación para el mundo musulmán, pues es lo que está en el origen de, de cuando en cuando, veamos a grupos de musulmanes residentes en un pueblecito cualquiera siguiendo como un solo hombre al imán de su mezquita local, sin que en realidad exista autoridad alguna que les pueda decir: machos, estáis haciendo el conas. De alguna manera, pues, el mundo islámico, a pesar de que incluso en Arabia ha llovido que te cagas desde entonces, no ha terminado de somatizar el derrumbe del sistema califal. Y yo, personalmente, creo que ésa es una píldora que ya no se tragará nunca.

Un califato abásida en franca retirada en lo concerniente a su poder temporal y espiritual fue viendo cómo emergía una clase clerical y erudita en el Islam, que comenzó a ser la que definía los contenidos de la sharia y las cosas que las personas podían hacer o no podían hacer a la hora de ser unos buenos musulmanes. Este sistema es, básicamente, lo que conocemos como sunismo. Para cuando el califa adoptó el título de Imán de los Suníes, en realidad para él era un título simbólico, aunque efectivamente había quien ejercía ese poder.

Los suníes acabaron por sobrevivir al propio califato como gentes de la sunna (la práctica de El Profeta) y de la jamah (la comunidad). Su religión, creo que es importante decirlo y repetirlo las veces que haga falta, es una religión de paz; su objetivo primario es conseguir la convivencia pacífica de todos los musulmanes; eso sí, presenta el problema, que presentan todas las creencias proselitistas, de que también aspira a la unidad de los islamitas.

La obsesión suní por establecer un Buen Rollo Musulmán Global se aprecia en su actitud hacia el pasado, muy distinta de la de los shiíes. Los suníes aceptan todo lo que pasó en el pasado, precisamente para trabajar por la concordia en lugar del enfrentamiento. Así pues, aceptan que Abu Bakr, Omar, Osmán y Alí  fueron todos califas, los cuatro rashidun, o sea, los que adoptaron el buen camino. Como deben ser aceptados todos los califas que llegaron después, en la medida en que no actuasen contra la fe. Lo suníes, por otra parte, y como ya he dicho, presentan la característica, fundamental hoy en día (y en todos, en realidad) de que no tienen autoridad religiosa central. Siguen a los eruditos y a los clérigos, pero éstos, a menudo, no están de acuerdo a la hora de interpretar las cosas.

Los shiíes, lógicamente, son otra movida. Si no, no serían distintos.

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