El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
En los doscientos años, más o menos, posteriores a El Profeta, el Islam se enfrentó al reto de codificarse; un reto cuyo principal objetivo era impedir que la interpretación de la ley de Alá fuese fragmentándose en diferentes interpretaciones geográficas. Por mucho que este efecto era algo inevitable para una religión universal y tan difundida, en el siglo IX sobre todo los intentos por evitarla fueron muchos.
Hay que citar, en este sentido, a Abú Abdulá Mohamed ibn
Idris al-Shafi, un auténtico codificador de la Ley coránica que, a principios
del citado siglo, estableció la jerarquía de las fuentes de justicia islámica:
primero el Corán, después los hadith, después el ijma o consenso entre el pueblo musulmán, y, finalmente, el qiyas o uso de la analogía.
Al-Shafi no le hizo ningún favor al Islam con su trabajo o,
al menos, yo creo que no se lo hizo. En su obsesión por evitar la fragmentación
doctrinal, claramente trató de enterrar y considerar ajeno a la Justicia
musulmana el uso de las opiniones de peso, esto es, las interpretaciones que
pudieran hacer aquellas personas que fuesen profundas estudiosas del Islam.
Nosotros, los cristianos, sabemos bien que sin esas personas: sin Gregorio de
Tours, sin Tomás de Aquino, sin Lutero, a las religiones les cuesta avanzar. A la postre, veremos que estos personajes conseguirán imponerse; sin embargo, cuando lo hagan lo harán, probablemente y como consecuencia de un movimiento pendular que yo creo que podría haberse evitado, con demasiado poder.
La apelación al criterio de los expertos quedó larvada en
una herramienta de la Justicia islámica denominada ijtihad, que quiere decir la habilidad de alguien devoto y buen
conocedor del Corán de responder a una cuestión judicial interpretando la
sharia. Algo que se parece mucho a la qiyas pero que, según a quien leas, se
confunde o no se confunde.
A pesar de que, como digo, los intentos de un Islam temeroso
de dividirse trataron de arrastrar a los expertos devotos a un segundo plano,
la realidad hizo que eso no fuese así. Los califas, cada vez más identificados
como lo que eran, esto es guerreros y gobernantes, cada vez necesitaban más
tener a su lado a ese tipo de luengas barbas y aura de santidad que dice cosas
que vienen a confirmar ante los creyentes que Alá está muy contento con el
recorte de las pensiones ordenado por el califa. A esto hay que unir que el
personal en general, en Oriente Medio y
durante la Alta Edad Media exactamente igual que hoy mismo en el barrio de
Argüelles, le tenía alergia a los libros; y si ya hablamos de libros que, en
lugar de hablar de las recetas de Karlos Arguiñano o de las chorradas de Dan
Brown, hablan de Dios y su mensaje, ya, para qué las prisas. En consecuencia,
esos devotos, que sólo de forma muy torcida podemos llamar sacerdotes o sumos
sacerdotes, comienzan a formar la elite de quienes conocen, han estudiado y, en
consecuencia, están en condiciones de interpretar las palabras y actos de El
Profeta.
Un faqih, plural fuqaha, era, pues, un experto en la
aplicación de la sharia, y pronto se convirtió, se convirtieron, en una
importante clase de altos funcionarios en los palacios califales. Cuando menos
al-Rashid ya los tenía en su palacio en número respetable, y ostentando un
poder importante.
La importancia de los fuqaha,
lógicamente, los envalentonó. Es por eso que, más o menos en los tiempos
rashídicos, es cuando las diferentes escuelas de interpretación legal islámica
comienzan a definirse, todas ellas dentro del sunismo. Hoy en día, de las
varias que se crearon, sobreviven cuatro: la de Malik bin Anas, que murió en el
795, cuyos seguidores son apelados de malikís o malikíes; la de Abu Hanifa,
muerto en el 767, conocida como de los hanifís o hanifíes; la del mentado
al-Shafi, o de los shafís o shafíes; y la de Adhmed ibn Hanbal, muerto en el
855, o de los hanbalis. Debo confesar que las conozco de manera muy superficial; bajo dicha superficialidad, creo que, si fuese musulmán y suní, sería básicamente hanifí.
Cada madhab o escuela de
este conjunto de escuelas o madhhabib
fue acumulando, con el tiempo, figuras más o menos señeras en la interpretación
de la ley coránica. Los fundadores fueron rápidamente considerados los imanes
de cada escuela.
Al-Shafi, probablemente el más influyente de todos estos
devotos expertos, estableció, como ya os he explicado, la jerarquía de fuentes
donde un buen musulmán, y un buen Estado musulmán, debe buscar la Justicia: el
Corán, la sunna de El Profeta, expresada en sus hadith, y, finalmente, el
consenso de la grey islámica. Esta jerarquía define muy bien a los musulmanes
sunitas. Un esquema así, sin embargo, obliga a realizar una labor importante de
partida, que es definir quién es y quién no es musulmán, porque eso es
fundamental para definir el perímetro de las fuentes de Justicia. Por eso las
sociedades sunitas, como la saudí, son tan estrictas en la materia, y regulan
con mucha meticulosidad las relaciones con quienes no son musulmanes (a sus
ojos).
En los tiempos en los que este proceso de codificación y
jerarquización estaba tomando cuerpo, algo ocurría en paralelo. Muchas veces
hemos oído y leído que si el califato bagdadí fue fundamental para conservar la
filosofía de la Antigua Grecia. La verdad es que la afirmación es un tanto
apresurada y, por qué no decirlo, exagerada; pero la parte de la misma que está
fuera de toda duda es que en esos siglos la cultura musulmana entró en contacto
con la especulación platónica y aristotélica, y la transmitió con cierta
rapidez al riquísimo debate teológico que se producía en ese mismo momento dentro de la Casa de Alá. Fue
éste un proceso que encontró importantes patrocinadores, como el califa Mamún.
En el año 827, por ejemplo, Mamún declaró como artículo de fe musulmana la
afirmación de que el Corán había sido creado por Dios, una idea de evidentes
resonancias platónicas.
El tema tiene su miga. De hecho, la discusión sobre la
calidad del Corán es el correlato musulmán a la discusión cristiana sobre la
persona de Jesús. Y de ambas discusiones la culpa la tienen los griegos. Uno de
los puntos fuertes de la filosofía griega es su especulación sobre la esencia y
naturaleza de las cosas y del propio género humano. Constatada la debilidad y
obsolescencia programada del hombre, la discusión pronto se abre al
planteamiento sobre la existencia de algo que no tenga estas características,
que sea inmortal, perfecto, virtuoso. Ésta es la idea de Dios; pero aceptar la
idea de Dios hace que, inmediatamente, nos preguntemos qué pichas era su
mensajero, o sea Jesús, el Cristo. ¿Era
carne, pescado, hamburguesa vegana? ¿Cuarto y mitad de divinidad, el resto
puritito hombre débil, ambicioso y cabroncete?
El contacto con la especulación griega de los musulmanes
pudo llevarles a hacerse esas preguntas sobre Mahoma. Pero, la verdad, los
musulmanes nunca habían caído en la tentación de revestir a El Profeta de
oropeles semidivinos; la suya, ya lo he dicho en estas notas, es una religión
fundada y desarrollada por verdaderos testigos
de la vida de El Profeta (no por unos tipos que escribieron en griego, décadas
después, la vida de un arameo; ni tampoco un cuasi contemporáneo de Jesús que
jamás lo conoció). Por eso, la especulación griega no afectó tanto a la figura
de Mahoma, como al Corán mismo.
¿Escribió Alá el Corán; o es el Libro algo que viene
existiendo desde el principio de los tiempos, como una manifestación eterna de
su capacidad de hablar? Pero, suponiendo que tomemos la opción más cómoda (la
segunda), ¿acaso no estamos donde estaban los padres de la Iglesia cristiana
durante sus interminables discusiones? ¿Acaso no estamos otorgándole a Dios una
habilidad, la palabra, que es del hombre? ¿Es que hay algo de hombre en Dios,
entonces?
Mamún, en buena medida, decretó el dogma del Corán como obra
divina porque, siendo como era un fino analista teológico, se daba cuenta de
que la segunda de las doctrinas podía terminar con el Islam en el mismo fangal
donde había terminado el cristianismo. Sin embargo, no fueron pocos los
clérigos y estudiosos que se le opusieron.
Exactamente igual que las peleas entre arrianos,
nestorianos, católicos y demás patulea llevaban debajo todo un fondo de
enfrentamiento por el poder, lo mismo ocurre con la discusión en torno a la
naturaleza del Corán. Al fin y al cabo, Mamún había decretado un dogma; decreto que hizo
acompañar con la lógica orden a su grey de que lo respetase, y de medidas
restrictivas, cuando no simple y pura represión, para aquellos expertos que lo negaren. Pero esto planteaba, de un
plumazo, el problema escondido, larvado desde la muerte de El Profeta, en torno
a quién manda exactamente sobre qué en el mundo musulmán. La cuestión, nunca
resuelta, de quién tiene el verdadero poder sobre las cuestiones de religión
(lo cual incluye el poder sobre las exacciones religiosas que se apliquen. Por
Dios, por Alá, por Yahvé, nunca lo olvidéis: la pasta, siempre la pasta).
Mamún, de hecho, comenzó a llamarse a sí mismo imán, pero ahí se pasó y tuvo
que revertir la decisión.
A la larga, los califas, puesto que fueron perdiendo poder
efectivo en las manos de los pretorianos que, como hemos visto, los protegían
por la mañana y los asesinaban por la tarde, perdieron la batalla. El poder
político instrumentado tras la muerte de Mahoma se resquebrajó y sucumbió,
dirán los historiadores marxistas (no exentos de razón en esto) bajo el peso de
sus propias contradicciones. Conforme los califas se iban haciendo nenazas, lo
que quedaba eran los clérigos; esto hizo que, a partir de ese momento, la
legitimidad musulmana se diversificase, por así decirlo.
A partir de entonces, y por mucho que lógicamente los
musulmanes siguieron rezando hacia La Meca, considerando Jerusalén una ciudad
santa y todo eso, en realidad el auténtico Islam pasó a estar allí donde sentaban
sus reales unos musulmanes que de tal se considerasen y que tuviesen cerca a
algún estudioso del Corán que pudiese interpretar la sharia; la patria musulmana, ésa es una de sus grandezas, se puede montar fácilmente en un garaje. Esta grandeza, finalmente, también se ha acabado convirtiendo en una grave limitación para el mundo musulmán, pues
es lo que está en el origen de, de cuando en cuando, veamos a grupos de
musulmanes residentes en un pueblecito cualquiera siguiendo como un solo hombre
al imán de su mezquita local, sin que en realidad exista autoridad alguna que
les pueda decir: machos, estáis haciendo el conas. De alguna manera, pues, el
mundo islámico, a pesar de que incluso en Arabia ha llovido que te cagas desde
entonces, no ha terminado de somatizar el derrumbe del sistema califal. Y yo,
personalmente, creo que ésa es una píldora que ya no se tragará nunca.
Un califato abásida en franca retirada en lo concerniente a
su poder temporal y espiritual fue viendo cómo emergía una clase clerical y
erudita en el Islam, que comenzó a ser la que definía los contenidos de la
sharia y las cosas que las personas podían hacer o no podían hacer a la hora de
ser unos buenos musulmanes. Este sistema es, básicamente, lo que conocemos como
sunismo. Para cuando el califa adoptó el título de Imán de los Suníes, en
realidad para él era un título simbólico, aunque efectivamente había quien
ejercía ese poder.
Los suníes acabaron por sobrevivir al propio califato como gentes de la sunna (la práctica de El Profeta) y de la jamah (la comunidad). Su religión, creo que es importante decirlo y repetirlo las veces que haga falta,
es una religión de paz; su objetivo primario es conseguir la convivencia pacífica
de todos los musulmanes; eso sí, presenta el problema, que presentan todas las
creencias proselitistas, de que también aspira a la unidad de los islamitas.
La obsesión suní por establecer un Buen Rollo Musulmán Global
se aprecia en su actitud hacia el pasado, muy distinta de la de los shiíes.
Los suníes aceptan todo lo que pasó en el pasado, precisamente para trabajar
por la concordia en lugar del enfrentamiento. Así pues, aceptan que Abu Bakr,
Omar, Osmán y Alí fueron todos califas, los cuatro rashidun, o sea, los que adoptaron el
buen camino. Como deben ser aceptados todos los califas que llegaron después,
en la medida en que no actuasen contra la fe. Lo suníes, por otra parte, y
como ya he dicho, presentan la característica, fundamental hoy en día (y en
todos, en realidad) de que no tienen autoridad religiosa central. Siguen a los
eruditos y a los clérigos, pero éstos, a menudo, no están de acuerdo a la hora
de interpretar las cosas.
Los shiíes, lógicamente, son otra movida. Si no, no serían
distintos.
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