El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
A la muerte de Mansur, el sucesor en el califato, ya totalmente consolidado como una institución monárquica hereditaria, fue su hijo, Mohamed Mahdi, quien sería califa durante diez años hasta el 785. He dicho “totalmente consolidada”, pero eso, en realidad, no es cierto. Es cierto en el sentido que, como entidad política, el califato abásida estaba plenamente consolidado. Pero en el terreno espiritual, la legitimidad de los cabezas de la nación musulmana no estaba tan clara. De hecho, una de las grandes obsesiones de Mahdi durante su reinado fue convencer al mundo musulmán de que la regla de que los musulmanes habrían de ser comandados por un descendiente de Alí y Fátima era una condición excesiva. Su éxito, sin embargo, fue muy relativo.
Mahdi, por ello, tuvo que enfrentarse a una rebelión que
pretendía tener por campeón a al-Husein bin Ali, que descendía directamente de
Hasán, el hijo mayor del sobrino y yerno de El Profeta. Husein fue asesinado
durante la represión de esta revuelta, pero la proverbial fecundidad islámica
le puso las cosas muy difíciles al califa. Tal vez recordéis a Mohamed, el
llamado del Alma o Corazón Puro. Este Mojamé tenía dos hermanos que estaban en
custodia por las tropas califales para que no diesen por saco, pero que consiguieron escapar.
Uno de ellos, de nombre Idris bin Adbulá bin al-Hasán, logró llegar hasta el
Magreb y, reclamando su legitimidad, se hizo rey de los bereberes walilas que
poblaban partes del actual Marruecos. Idris fundó Fez y allí murió envenenado
por orden de los califas; es considerado el fundador de Marruecos, una cosa así
como, ejem, su don Pelayo.
En realidad, Idris tuvo que largarse de Arabia no por haber
luchado contra Mahdi, sino contra su famoso sucesor Harun al-Rashid. Al-Rashid
no sucedió directamente a Mahdi, sino al hijo de éste, al-Hadi, que murió tan
sólo un año después que su padre y, por lo tanto, apenas fue califa. Desde el
786 hasta el 809, al-Rashid tuvo un reinado largo y bastante provechoso.
El califa llevó su califato a la Champions League de eso que
llamamos Alta Edad Media. Recomenzó los enfrentamientos con Bizancio, a pesar
de que el momento de las grandes conquistas musulmanas de territorios del
Imperio Romano habían quedado ya para el recuerdo. Tampoco descuidó el terreno
religioso, en el cual se convirtió en un gran defensor y promotor del hajj, la peregrinación que, al menos una
vez al año, debe hacer todo buen musulmán a La Meca. De hecho, al-Rashid fue el
último califa que realizó dicha peregrinación.
Los califas abásidas, además, inician en Bagdad una labor
que, hasta el momento, había quedado en el capítulo de pendientes de la
civilización musulmana: el desarrollo de esa figura que podemos denominar el
experto en la palabra coránica y en las costumbres de El Profeta. Bagdad,
ciudad entonces con un intenso ambiente intelectual de muchos tipos, es también
el principal teatro de la especulación religiosa musulmana, en todo momento,
como os digo, fomentada desde el poder. Teniendo como tenían los abásidas una
relación más tenue con la legitimidad genética de su mando, para ellos era muy
importante que quienes lideraban de facto
a los creyentes a través de la oración de los viernes y de la elaboración
de doctrina, estuviesen de su parte. Los querían cerca, pues.
Este proceso, que no deja de ser un proceso de búsqueda de
apoyos para la sacralización del califato, es paralelo a otro, civil por así
decirlo, por el cual los califas, tengo por mí que como consecuencia de su
contacto con el mundo bizantino, van desarrollando toda una técnica basada en
la diferenciación de ellos mismos respecto del resto del mundo mundial. Se
desarrollan, así, ceremoniales, vestuarios, gestos, que tienden a hacer ver que
el rey no es de la misma naturaleza que sus súbditos; algo que dichos súbditos,
al fin y al cabo persas, están claramente dispuestos a aceptar, puesto que es
lo que llevan mamando desde Accad. Así pues, de alguna manera en el califato
abásida vienen a juntarse en algo nuevo todos los elementos basados en la
condición califal como comandante de los creyentes, y la condición heredada de
la tradición persa y bizantina del basileus
que viste de forma diferente, debe ser tratado de una forma diferente y es,
por lo tanto, diferente. Entre el califa y la gente, acostumbrada a abordarlo
en el marco de la Majlis o vieja
asamblea de los árabes, se interponen ahora el hajib o chambelán.
Al-Rashid tuvo que enfrentarse a diversas rebeliones durante
su reinado, notablemente en el extremo oriental iranio de sus posesiones.
Muchas de ellas fueron instigadas y dirigidas por los kharidjis, otrora
enemigos de Alí por considerarlo poco ortodoxo pero convertidos ahora en los
campeones de la idea de que a los musulmanes sólo podía gobernarnos un
descendiente del yerno de Mahoma. En general, el califa dio buena cuenta de
todas aquellas rebeliones; pero no pudo evitar, sin embargo, que en el año 809,
cuando falleció, sus dos hijos, Amín y Mamún, además de sonar como la base rítmica de una canción trance, fuesen a la guerra entre ellos.
Muy consciente de la elevada ambición de ambos, al-Rashid había redactado un
testamento en el que, de la mejor manera que supo, trataba de cerrar la vía de
agua de aquella inquina. Nombró a Amín su sucesor, pero le obligaba a designar
él mismo a su hermano como el suyo; además, a Mamún le otorgaba el gobierno de
la provincia de Khorasan, en unas condiciones propias de una comunidad autónoma
vasca.
Lejos de arreglar aquellas condiciones el problema, todo lo
que consiguió el testamento es que, al morir el califa, Amín acopiase unas
tropas que se apresuraron a invadir Khorasan. Mamún respondió proclamándose
califa, y obtuvo crecientes apoyos en la zona, puesto que la autoridad de Amín
comenzó a resentirse. Mamún sitió Bagdad durante un año aproximadamente; plazo
tras el cual apresó a su hermano y lo hizo matar.
Mamún abandonó en gran parte, siquiera personalmente, el
carácter bagdadí de su imperio. Su padre lo había designado para gobernar
Khorasan porque allí era donde tenía buena parte de sus apoyos; y allí
permaneció cuando fue proclamado califa. El imperio musulmán, por lo tanto,
adoptaba un tono mucho más oriental.
Como casi todos los gobernantes que lo fueron como resultado
de un proceso de guerra civil generado por la herencia del trono, a Mamún lo
que más le preocupaba era dejar los temas más o menos apañados cuando él
faltase. Designó a Alí bin Musa al-Rida como su sucesor. Al-Rida era, en ese
momento, el jefe de la Casa de Alí; así pues, la intención del califa era tirar
por tierra todos los problemas del califato ligados a la religión. De hecho,
era una fusión en toda regla de las diferentes ramas que había adoptado el
Islam en la materia.
El plan era bastante impracticable en sí mismo, pues Alí bin
Musa, en realidad, era bastante más mayor que Mamún, así pues eso de que lo iba
a suceder como califa parecía más bien una coña. Aun así, el califa le dio una
hija suya en matrimonio, y comprometió otra para que se casara con el hijo de
al-Rida, entonces de siete años, Mohamed al-Jawad. Las banderas oficiales
cambiaron de color. Eran negras porque ése es el color del califato; pero
cambiaron al verde, que es el color de Alí.
Las cosas, sin embargo, se resistieron a salir como Mamún
las había imaginado. Él solía estar para entonces en Marv, en Tukmeninstán, muy
lejos de las zonas más pobladas de su califato; y eso no dejaba de ser una
llamada para las rebeliones. Fueron tantas y, algunas, con tantas perspectivas
de éxito, que Mamún tuvo que resignarse a la idea de que tendría que irse a
vivir al puto Bagdad.
En medio de todos aquellos problemas, al-Rida hizo lo que
suelen hacer las personas provectas, esto es, la cascó. Hay quien dice que
Mamún, harto o desengañado del acuerdo anterior, lo hizo envenenar. Yo no lo
veo del todo claro, pero lo cierto es que, de nuevo, el califa cambió los
colores de las banderas, que retornaron al negro que conocemos también a través
de la vexilología del ISIS, y entró en Bagdad. Era el año 819. Apoyado
fundamentalmente en un ejército de soldados turcos, el califa se aprestó a pacificar,
poco a poco, sus provincias occidentales.
En el 833, el hermano de Mamún, Mutasim, sucedió a su
hermano muerto en el califato; y nadie pareció tener ganas de discutirle la
coima, sobre todo porque Mutasim era, precisamente, el general de las tropas
turcas que eran el principal factor de acometividad militar del califato.
Cuando llegó a califa, sin embargo, Mutasim comenzó a temer que sus capitanes
turcos fuesen a caer bajo la influencia de algunos de los nobles poderosos de
la capital, por lo que resolvió construir otra en Samarra, al norte de la
capital. Samarra se convirtió un poco en el Versalles del imperio musulmán, y
fue ampliada por los dos sucesores de Mutasim, Wathiq y Mutawakil.
Samarra, sin embargo, se convirtió en una ciudad sin pueblo;
una capital en la que el califa y su elite podían vivir sin tener que
relacionarse con el número creciente de peña que había en Bagdad, siempre
descontenta por esto o por lo otro. Además, puesto que se convirtió en un
enclave donde estaba todo el poder rodeado y protegido por los militares,
lentamente su existencia y funcionamiento abrió entre éstos últimos la idea
primero, y la convicción después, de que los que verdaderamente cortaban el
bacalao eran ellos.
En el año 861, toda esta evolución hizo crisis en el momento
en que un grupo de oficiales turcos, a los que se les habría anunciado la
pérdida de algunos privilegios, respondieron apiolándose a Mutawakil. En la
rebelión participaba Muntasir, el hijo del califa, quien al parecer temía ser
removido del testamento de papá.
El resultado de aquel magnicidio fue un descalzaperros de
diez años, en el cual diferentes facciones militares lucharon entre ellas por
el poder. Cuando el orden regresó, ya estaba claro que allí los que mandaban
eran los turcos. El califa Mutamid, que llegó al poder en el 870, es el que
hizo esfuerzos más intensos y provechosos por devolverle al califato algo de su
pasado brillo, entre otras cosas revertiendo la capitalidad a Bagdad. Esto
estabilizó el califato durante varios años hasta el 908, con la muerte del
califa Muktafi.
Cuando Muktafi murió, la fidelidad del ejército al califa se
había restaurado, y el gobierno de Bagdad podía decir sin provocar risas en los
demás que controlaba Siria, Egipto, Iraq y gran parte de Irán. En esas
circunstancias, los políticos de turno decidieron que ya habían consolidado el
momio, que el problema se había acabado y que, en consecuencia, podían nombrar
a un pelopolla de califa para poder manipularlo. Así, en el 908 eligieron a
Muqtadir. El imperio tenía un montón de problemas, sobre todo económicos, que,
por supuesto, Muqtadir no supo resolver. Los militares lo aguantaron hasta que
se cansaron de él y se lo llevaron por delante, en el 932.
La muerte de Muqtadir, quien al fin y al cabo simbolizaba en
las provincias periféricas el tipo que quería sangrarlos, puesto que lo que
intentó fue restablecer una Hacienda centralizada y aseada, fue como el
pistoletazo de salida para las tendencias soberanistas. Para colmo, los
enfrentamientos entre facciones militares empobrecieron el campo iraquí,
dejando al califato bagdadí sin recursos.
Si el califato no terminó formalmente en ese momento fue,
únicamente, porque a nadie le convenía eso.
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