lunes, febrero 22, 2021

Islam (15: de cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda)

El modesto mequí que tenía the eye of the tiger

Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro 


A la muerte de Mansur, el sucesor en el califato, ya totalmente consolidado como una institución monárquica hereditaria, fue su hijo, Mohamed Mahdi, quien sería califa durante diez años hasta el 785. He dicho “totalmente consolidada”, pero eso, en realidad, no es cierto. Es cierto en el sentido que, como entidad política, el califato abásida estaba plenamente consolidado. Pero en el terreno espiritual, la legitimidad de los cabezas de la nación musulmana no estaba tan clara. De hecho, una de las grandes obsesiones de Mahdi durante su reinado fue convencer al mundo musulmán de que la regla de que los musulmanes habrían de ser comandados por un descendiente de Alí y Fátima era una condición excesiva. Su éxito, sin embargo, fue muy relativo.

Mahdi, por ello, tuvo que enfrentarse a una rebelión que pretendía tener por campeón a al-Husein bin Ali, que descendía directamente de Hasán, el hijo mayor del sobrino y yerno de El Profeta. Husein fue asesinado durante la represión de esta revuelta, pero la proverbial fecundidad islámica le puso las cosas muy difíciles al califa. Tal vez recordéis a Mohamed, el llamado del Alma o Corazón Puro. Este Mojamé tenía dos hermanos que estaban en custodia por las tropas califales para que no diesen por saco, pero que consiguieron escapar. Uno de ellos, de nombre Idris bin Adbulá bin al-Hasán, logró llegar hasta el Magreb y, reclamando su legitimidad, se hizo rey de los bereberes walilas que poblaban partes del actual Marruecos. Idris fundó Fez y allí murió envenenado por orden de los califas; es considerado el fundador de Marruecos, una cosa así como, ejem, su don Pelayo.

En realidad, Idris tuvo que largarse de Arabia no por haber luchado contra Mahdi, sino contra su famoso sucesor Harun al-Rashid. Al-Rashid no sucedió directamente a Mahdi, sino al hijo de éste, al-Hadi, que murió tan sólo un año después que su padre y, por lo tanto, apenas fue califa. Desde el 786 hasta el 809, al-Rashid tuvo un reinado largo y bastante provechoso.

El califa llevó su califato a la Champions League de eso que llamamos Alta Edad Media. Recomenzó los enfrentamientos con Bizancio, a pesar de que el momento de las grandes conquistas musulmanas de territorios del Imperio Romano habían quedado ya para el recuerdo. Tampoco descuidó el terreno religioso, en el cual se convirtió en un gran defensor y promotor del hajj, la peregrinación que, al menos una vez al año, debe hacer todo buen musulmán a La Meca. De hecho, al-Rashid fue el último califa que realizó dicha peregrinación.

Los califas abásidas, además, inician en Bagdad una labor que, hasta el momento, había quedado en el capítulo de pendientes de la civilización musulmana: el desarrollo de esa figura que podemos denominar el experto en la palabra coránica y en las costumbres de El Profeta. Bagdad, ciudad entonces con un intenso ambiente intelectual de muchos tipos, es también el principal teatro de la especulación religiosa musulmana, en todo momento, como os digo, fomentada desde el poder. Teniendo como tenían los abásidas una relación más tenue con la legitimidad genética de su mando, para ellos era muy importante que quienes lideraban de facto a los creyentes a través de la oración de los viernes y de la elaboración de doctrina, estuviesen de su parte. Los querían cerca, pues.

Este proceso, que no deja de ser un proceso de búsqueda de apoyos para la sacralización del califato, es paralelo a otro, civil por así decirlo, por el cual los califas, tengo por mí que como consecuencia de su contacto con el mundo bizantino, van desarrollando toda una técnica basada en la diferenciación de ellos mismos respecto del resto del mundo mundial. Se desarrollan, así, ceremoniales, vestuarios, gestos, que tienden a hacer ver que el rey no es de la misma naturaleza que sus súbditos; algo que dichos súbditos, al fin y al cabo persas, están claramente dispuestos a aceptar, puesto que es lo que llevan mamando desde Accad. Así pues, de alguna manera en el califato abásida vienen a juntarse en algo nuevo todos los elementos basados en la condición califal como comandante de los creyentes, y la condición heredada de la tradición persa y bizantina del basileus que viste de forma diferente, debe ser tratado de una forma diferente y es, por lo tanto, diferente. Entre el califa y la gente, acostumbrada a abordarlo en el marco de la Majlis o vieja asamblea de los árabes, se interponen ahora el hajib o chambelán.

Al-Rashid tuvo que enfrentarse a diversas rebeliones durante su reinado, notablemente en el extremo oriental iranio de sus posesiones. Muchas de ellas fueron instigadas y dirigidas por los kharidjis, otrora enemigos de Alí por considerarlo poco ortodoxo pero convertidos ahora en los campeones de la idea de que a los musulmanes sólo podía gobernarnos un descendiente del yerno de Mahoma. En general, el califa dio buena cuenta de todas aquellas rebeliones; pero no pudo evitar, sin embargo, que en el año 809, cuando falleció, sus dos hijos, Amín y Mamún, además de sonar como la base rítmica de una canción trance, fuesen a la guerra entre ellos. Muy consciente de la elevada ambición de ambos, al-Rashid había redactado un testamento en el que, de la mejor manera que supo, trataba de cerrar la vía de agua de aquella inquina. Nombró a Amín su sucesor, pero le obligaba a designar él mismo a su hermano como el suyo; además, a Mamún le otorgaba el gobierno de la provincia de Khorasan, en unas condiciones propias de una comunidad autónoma vasca.

Lejos de arreglar aquellas condiciones el problema, todo lo que consiguió el testamento es que, al morir el califa, Amín acopiase unas tropas que se apresuraron a invadir Khorasan. Mamún respondió proclamándose califa, y obtuvo crecientes apoyos en la zona, puesto que la autoridad de Amín comenzó a resentirse. Mamún sitió Bagdad durante un año aproximadamente; plazo tras el cual apresó a su hermano y lo hizo matar.

Mamún abandonó en gran parte, siquiera personalmente, el carácter bagdadí de su imperio. Su padre lo había designado para gobernar Khorasan porque allí era donde tenía buena parte de sus apoyos; y allí permaneció cuando fue proclamado califa. El imperio musulmán, por lo tanto, adoptaba un tono mucho más oriental.

Como casi todos los gobernantes que lo fueron como resultado de un proceso de guerra civil generado por la herencia del trono, a Mamún lo que más le preocupaba era dejar los temas más o menos apañados cuando él faltase. Designó a Alí bin Musa al-Rida como su sucesor. Al-Rida era, en ese momento, el jefe de la Casa de Alí; así pues, la intención del califa era tirar por tierra todos los problemas del califato ligados a la religión. De hecho, era una fusión en toda regla de las diferentes ramas que había adoptado el Islam en la materia.

El plan era bastante impracticable en sí mismo, pues Alí bin Musa, en realidad, era bastante más mayor que Mamún, así pues eso de que lo iba a suceder como califa parecía más bien una coña. Aun así, el califa le dio una hija suya en matrimonio, y comprometió otra para que se casara con el hijo de al-Rida, entonces de siete años, Mohamed al-Jawad. Las banderas oficiales cambiaron de color. Eran negras porque ése es el color del califato; pero cambiaron al verde, que es el color de Alí.

Las cosas, sin embargo, se resistieron a salir como Mamún las había imaginado. Él solía estar para entonces en Marv, en Tukmeninstán, muy lejos de las zonas más pobladas de su califato; y eso no dejaba de ser una llamada para las rebeliones. Fueron tantas y, algunas, con tantas perspectivas de éxito, que Mamún tuvo que resignarse a la idea de que tendría que irse a vivir al puto Bagdad.

En medio de todos aquellos problemas, al-Rida hizo lo que suelen hacer las personas provectas, esto es, la cascó. Hay quien dice que Mamún, harto o desengañado del acuerdo anterior, lo hizo envenenar. Yo no lo veo del todo claro, pero lo cierto es que, de nuevo, el califa cambió los colores de las banderas, que retornaron al negro que conocemos también a través de la vexilología del ISIS, y entró en Bagdad. Era el año 819. Apoyado fundamentalmente en un ejército de soldados turcos, el califa se aprestó a pacificar, poco a poco, sus provincias occidentales.

En el 833, el hermano de Mamún, Mutasim, sucedió a su hermano muerto en el califato; y nadie pareció tener ganas de discutirle la coima, sobre todo porque Mutasim era, precisamente, el general de las tropas turcas que eran el principal factor de acometividad militar del califato. Cuando llegó a califa, sin embargo, Mutasim comenzó a temer que sus capitanes turcos fuesen a caer bajo la influencia de algunos de los nobles poderosos de la capital, por lo que resolvió construir otra en Samarra, al norte de la capital. Samarra se convirtió un poco en el Versalles del imperio musulmán, y fue ampliada por los dos sucesores de Mutasim, Wathiq y Mutawakil.

Samarra, sin embargo, se convirtió en una ciudad sin pueblo; una capital en la que el califa y su elite podían vivir sin tener que relacionarse con el número creciente de peña que había en Bagdad, siempre descontenta por esto o por lo otro. Además, puesto que se convirtió en un enclave donde estaba todo el poder rodeado y protegido por los militares, lentamente su existencia y funcionamiento abrió entre éstos últimos la idea primero, y la convicción después, de que los que verdaderamente cortaban el bacalao eran ellos.

En el año 861, toda esta evolución hizo crisis en el momento en que un grupo de oficiales turcos, a los que se les habría anunciado la pérdida de algunos privilegios, respondieron apiolándose a Mutawakil. En la rebelión participaba Muntasir, el hijo del califa, quien al parecer temía ser removido del testamento de papá.

El resultado de aquel magnicidio fue un descalzaperros de diez años, en el cual diferentes facciones militares lucharon entre ellas por el poder. Cuando el orden regresó, ya estaba claro que allí los que mandaban eran los turcos. El califa Mutamid, que llegó al poder en el 870, es el que hizo esfuerzos más intensos y provechosos por devolverle al califato algo de su pasado brillo, entre otras cosas revertiendo la capitalidad a Bagdad. Esto estabilizó el califato durante varios años hasta el 908, con la muerte del califa Muktafi.

Cuando Muktafi murió, la fidelidad del ejército al califa se había restaurado, y el gobierno de Bagdad podía decir sin provocar risas en los demás que controlaba Siria, Egipto, Iraq y gran parte de Irán. En esas circunstancias, los políticos de turno decidieron que ya habían consolidado el momio, que el problema se había acabado y que, en consecuencia, podían nombrar a un pelopolla de califa para poder manipularlo. Así, en el 908 eligieron a Muqtadir. El imperio tenía un montón de problemas, sobre todo económicos, que, por supuesto, Muqtadir no supo resolver. Los militares lo aguantaron hasta que se cansaron de él y se lo llevaron por delante, en el 932.

La muerte de Muqtadir, quien al fin y al cabo simbolizaba en las provincias periféricas el tipo que quería sangrarlos, puesto que lo que intentó fue restablecer una Hacienda centralizada y aseada, fue como el pistoletazo de salida para las tendencias soberanistas. Para colmo, los enfrentamientos entre facciones militares empobrecieron el campo iraquí, dejando al califato bagdadí sin recursos.

Si el califato no terminó formalmente en ese momento fue, únicamente, porque a nadie le convenía eso.

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