Éstas son todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
La escalada
Kaiserlautern
Las bombas de Heidelberg
La caída
Sabihondos y suicidas
Sartre echa un vistazo
Estocolmo
El juicio
Mogadiscio
Epílogo: queridos siperos
A Röhl le dijeron de todo. En una
comuna de Frankfurt le juraron que las niñas estaban en Escandinavia. En Sylt
le dijeron que si en Frankfurt. Pasado un tiempo de investigaciones, finalmente
logró saber que las habían enviado a Bremen. Wolfgang, su hermano, y un amigo
de éste fueron allí, buscando dulcificar las cosas si las niñas estaban allí
para que, al menos, no fuesen directamente entregadas a su padre. Allí
averiguaron que las niñas habían sido vistas en el domicilio de un tal Jürgen
Holtkamp; pero las perdieron por un cortacabeza, porque un par de horas antes de que
Wolfgang llegase, dos personas vinculadas a la Baader se las habían llevado.
Röhl lo intentó todo: presionar
al abogado de Bremen que Ulrike había contratado para la vista sobre custodia
en Berlín, y emplear a detectives; pero a las niñas se las había tragado la
tierra. A mediados de agosto suspendió la búsqueda y se fue de vacaciones a
Italia, cerca de Pisa. La idea de ir a Italia se demostraría una buena idea.
El padre de las niñas, en todo
caso, no estaba solo en el intento de hacer que las niñas se quedasen en algún
lugar decente. Stefan Aust, que habría regresado de Estados Unidos, y el propio
Peter Homann, como sabemos ex pareja de Ulrike él mismo, eran de la misma idea.
Aust fue a visitar aquel mes de agosto a Homann, quien todavía no se había
entregado a la policía. Allí se encontró con un hombre y una mujer jóvenes que
le dijeron que estaban en desacuerdo con el plan jordano de Ulrike para las
niñas, y que por eso mismo estaban dispuestos a darle detalles del trayecto que
pensaban hacer con ellas. Pero tenía que ir él mismo a recogerlas. Homann no
podía hacerlo; estaba huido de la Justicia, nunca le darían un pasaporte para
ir a Italia (pues entonces, antes de Schengen, era necesario el pasaporte para
ese viaje). Como quiera que Aust dijo que sí, la pareja le confesó que las
niñas estaban en Sicilia pero, eso sí, a punto de que llegase la persona que se
las tenía que llevar a Jordania. Incluso le dijeron el santo y seña que debería
decir para que le entregasen a las niñas.
Aust, entonces, telefoneó a pelo
puta a la Lufthansa para conocer cuál era el siguiente vuelo a Palermo; pero
cuando le dijeron el precio del billete, se dio cuenta de que no podía pagarlo.
Eso, sin embargo, no fue mucho problema, pues no le costó encontrar algún
progre forrado que le prestase la pasta (si bien, nobleza obliga, le pidió que
nunca confesara que había sido él quien se la había dado). La pareja amiga de Homann, viendo
la determinación de Aust, le dio algo más de valor: el teléfono del típico
contacto pijoprogre en Palermo. Stefan, ni corto ni perezoso, llamó al contacto
y le informó de que, por orden de la banda, las niñas debían ser llevadas, para
su entrega, a un punto cercano al
aeropuerto de Palermo. Este tipo de pequeños cambios de planes era bastante
habitual en estas operaciones semiclandestinas, así pues al receptor de la
llamada nada le pareció extraño en ella.
Así las cosas, Aust compró el
billete para el primer vuelo a Palermo. Cuando llegó al punto indicado, lo
estaban esperando allí los pijoprogres y los hippies. Les dijo el santo y seña (Profesor Schnase; es posible que
Aust se equivocase pues, según Röhl, en realidad la contraseña era Profesor
Schnake, pues era así como se llamaba uno de los muñecos de las niñas). En todo
caso, los corresponsales o no se dieron cuenta, o verdaderamente ésa era la
palabra de paso, porque el caso es que llevaron a Stefan a una playa donde
estaban las niñas. Las encontró felices y súper bronceadas; lo cual es lógico,
porque sus cuidadores no les hacían demasiado caso, así pues ellas se pasaban
el día esparragando en la playa. Aust le dio un poco de dinero a los farloperos
por las molestias, se deshizo de todo el mundo lo antes que pudo, y metió a las
niñas en un tren en dirección a Roma.
Fue un golpe de suerte. Los
verdaderos enviados de la Baader-Meinhof llegaron apenas dos horas después que
él a reclamar a las niñas.
Llegado a Roma, Stefan Aust se
fue al puerto de Ostia (y no al puerto de una hostia, como suelen traducir a
César los malos estudiantes), donde vivía un fotógrafo amigo suyo. Desde allí,
llamó a Hamburgo para localizar a Röhl; necesitaba su concurso porque las niñas
no tenían pasaporte alguno. Sin embargo, en Hamburgo le dijeron que estaba de
vacaciones, pero nadie parecía saber dónde (recordemos que estaba en la misma
Italia). Finalmente, alguien lo llamó de Hamburgo diciéndole que estaba cerca
de Pisa; incluso le dio la dirección.
En realidad, Röhl llevaba sólo
tres días en Ronchi, su destino, cuando recibió un telegrama donde se le
instaba a llamar urgentemente al fotógrafo quien, de todas formas, era
colaborador ocasional de Konkret.
Lógicamente, se quedó pijarriba cuando escuchó la voz de Aust, y la de sus
hijas. Su amigo le dijo que viniera echando leches, pues nada les garantizaba
que la Baader-Meinhof no estuviese ya sobre la pista de Aust.
Así las cosas, Klaus Rainer Röhl
alquiló un coche con el que se fue a Roma a toda leche. Él y Aust se encontraron
en la Piazza Navona. Sin embargo, la cosa no fue bien. Las niñas, machacadas
durante meses con la idea de que su padre era un perfecto hijo de puta (como se
ve, la vanguardia del progresismo mundial no elimina las buenas costumbres
divorcieras), se negaron en redondo a irse con él a Pisa si tito Aust no las
acompañaba.
Las niñas acabaron por
acostumbrarse a su padre en Pisa, por lo que Aust regresó a Hamburgo. Por su
parte, Röhl, en cuanto pudo extender los pasaportes, voló a Colonia
con ellas.
Algunas semanas después, cuando
Aust había vuelto a su casa de campo, recibió un mensaje. Una persona llamada
Karl Heinz Roth estaba buscándole, y decía que era cuestión de vida o muerte
que contactasen. Aust conocía a Roth, un dirigente de la SDS en Hamburgo que
había estado en la clandestinidad por algún tiempo. Stefan fue a Hamburgo para
verse con él, pero no se presentó en el lugar designado. Así que decidió
esperarle en su apartamento en la compañía de su novia y de Homann; después de
mucho esperar, sin embargo, se acostaron.
En medio de la noche, sin
embargo, un largo timbrazo los despertó. En la puerta del apartamento estaba
Roth, histérico, diciendo incoherencias. Cuando se tranquilizó, alcanzó a
decirle que la Baader-Meinhof quería matarlo, y que le habían obligado a él,
Roth, a confesarles su dirección. Roth le dijo que acababa de escaquearse de
los Baader, pero que si no volvía en unos minutos se coscarían.
Así pues, Aust, la chica y Homann
recogieron algunas cosas y salieron por la parte de atrás del edificio del
apartamento, y se tuvieron que esconder durante unas dos semanas. A partir de
ese momento, y por bastante tiempo, Stefan Aust resolvió ir armado.
Aust, por cierto, realizaría una
muy interesante carrera en el periodismo alemán; en realidad, vendría a
convertirse en uno de las principales figuras del firmamento juntaletras
teutón. Fue muchos años editor jefe de Der
Spiegel, así como el editor de Die
Welt, una publicación más bien conservadora. Such is life.
Las niñas, además, probablemente
le deben a Stefan su vida. Porque el campo de entrenamiento jordano donde la lisssta de su madre quería enviarlas
fue, poco después, bombardeado por la aviación del rey Hussein y reducido a las
raspas.
En fin, retomemos. La banda, como
he dicho, estaba sur la paille, como
aquel que dice, en lo que a miembros se refiere. Pero siempre hay un roto para
un descosido; y, sobre todo, en esos momentos en los que una sociedad está
pasando por un momento de ésos en los que quiere creer muchas gilipolleces. Y,
podéis creerme, los años sesenta y setenta del siglo pasado fue, sin duda, uno
de esos momentos.
Los años nucleados alrededor de
1968 son años de híper optimismo progre, en los que todo el mundo tiende a
pensar que lo que el ser humano ha hecho en los 3.000 años anteriores es una
puta mierda; que todo el mundo está equivocado; y que los que sí saben cómo hay
que hacer las cosas son las personas que se pasan las tardes fumando farlopilla
en comunas en las que, como en todas, sólo folla la minoría. Uno de los ámbitos
afectados por esta filosofía “no tenéis ni puta idea”, normalmente formulada
como “sacudámonos los prejuicios pequeñoburgueses”, era la salud mental.
En la clínica siquiátrica
mantenida por la Universidad de Heidelberg, un sitio muy serio, había un nota
llamado doctor Wolfgang Huber. Huber había sido contratado por la clínica en
1964, a sus tiernos 29 años; pero en 1969, tras cinco años de práctica, estaba
claramente enfrentado con la dirección. Tan enfrentado estaba que había sido
sancionado varias veces y había respondido a esos actos represivos creando un
grupo de terapia contrario a los modos de actuación de la dirección. El planteamiento de William
Huber, supongo que apoyado en el hecho de que entonces se decía mucho, y había
mucha gente que lo creía (ya he dicho que era época de creer muchas
gilipolleces) de que en la URSS no había locos; el planeamiento de Huber, digo, era que los enfermos no eran las personas, sino la sociedad. Que si en la clínica
de Heidelberg había gente tolili era porque la RFA era una sociedad loca
criadora de locos. Por lo tanto, la terapia siquiátrica más efectiva no era
darle pastillas de litio a la gente que oía voces, sino hacer la revolución.
Muerto el perro, por así decirlo, se acabó la esquizofrenia.
El 21 de febrero de 1970, la
dirección de la clínica, entiendo que harta de escuchar y leer estupideces,
cesó a Huber como asistente científico. La reacción del apelado fue ir a los
tribunales, movilizar a los enfermos de su grupo de terapia para ocupar las
oficinas administrativas de la clínica, y advertir a sus superiores de que, si
persistían en el error, algunos de sus pacientes se suicidarían. En esas
circunstancias, la dirección de la clínica se acojonó y buscó un compromiso.
Huber siguió empleado y se le dieron cuatro salas para sus cositas.
En esas salas subvencionadas
nació el SPK, siglas que lo son en alemán del Colectivo de Pacientes
Socialistas.
El SPK, que inmediatamente
comenzó a montar movidas y problemas varios, se estructuró en varios grupos;
como su objetivo era hacer la revolución presuntamente curativa, no ha de
extrañar que uno de los grupos se dedicase al estudio de los explosivos; que es
una materia que, como todo el mundo sabe, es muy propia de pacientes con serios
problemas mentales. Allí se foguearían futuros RAF-itas como Carmen Roll o
Siegfried Hausner; porque es que el episodio del SPK es bastante más importante
para esta historia de lo que parece.
El SPK se disolvió oficialmente
el 22 de julio de 1971, para convertirse en el Information Zentrum Rote Volks Universitat, IZRU, o sea Centro de
Información de la Universidad Roja del Pueblo. Poco después de eso, el IZRU
anunció, cosa que no sorprendió a nadie, que apoyaba la guerrilla urbana, que
era como entonces mucho progre de salón llamaba al terrorismo no practicado en
el campo. Siegfried Hausner, Carmen Roll,
Margrit Schiller o Klaus Jünschke serían algunos de los pupilos de este
movimiento que, llevando a sus últimas consecuencias el principio de que para atacar la
enfermedad hay que atacar a la sociedad, acabarían por llevar ese compromiso
con la guerrilla urbana a niveles no retóricos.
Una de las hijas de Ulrike, Bettina, se ha destacado como una ferviente crítica de la extrema izquierda y de la violencia del grupo que fundó su mami. No puedo decir que me extrañe.
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