Éstas son todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
El traslado al Oeste
Bajo mínimos
El rescate
La escalada
Kaiserlautern
Las bombas de Heidelberg
La caída
Sabihondos y suicidas
Sartre echa un vistazo
Estocolmo
El juicio
Mogadiscio
Epílogo: queridos siperos
El 8 de junio de 1970, Horst
Mahler y Hans Jürgen Bäcker, que se encontraban en el radar de la policía
después de la huida de Andreas Baader, huyeron con pasaportes falsos a Berlín
Este y, desde allí, a Beirut. No fueron solos. Con ellos se fue la inseparable
asistente de Mahler, Monika Berberich; una estudiante de la Libre llamada
Brigitte Asdonk; así como otro activista, Manfred Grashof, y una peluquera de
diecinueve años que era su novia, Petra Schelm.
Desde Beirut, este nutrido grupo
viajó hasta un campo de entrenamiento del Frente Popular por la Liberación de
Palestina, un grupo marxista radical. Allí pronto se les unieron Ulrike Meinhof
y Gudrun Ensslin, además del propio Baader y otros camaradas. Un poco más tarde
llegó también Peter Homann, pero se mantuvo separado del resto de alemanes.
Para entonces, su relación personal con Ulrike ya no existía, y su compromiso
con la banda estaba desapareciendo a marchas forzadas.
Todos aquellos germanos estaban
allí para hacer un máster en guerrilla urbana. Sin embargo, las cosas no fueron
muy bien. En realidad, las cosas no fueron demasiado bien bastantes más veces
de las que se cree cuando radicales europeos se juntaron con radicales
musulmanes. Son dos culturas muy distintas, dos concepciones en algunos casos
antagónicas. Ambas partes se acusaron mutuamente de implicarse poco en los
problemas del otro y no poner las cosas fáciles. Por otra parte, en el grupo de
alemanes había gente, como el propio Andreas Baader, cuyo concepto de ser un
revolucionario no incluía cosas como arrastrarse como una rata por el barro;
así pues, se negó a recibir ese tipo de entrenamiento.
A lo que no se negaron los
palestinos, entre otras cosas porque ya lo estaban haciendo con sus locales,
fue a formar a las mujeres en el uso de armas de fuego y otras tácticas. Sin embargo,
eso no quita que, por lo general, los instructores encontrasen a Ulrike y
Gudrun demasiado desagradables e independientes de criterio.
Así las cosas, era solo cuestión
de tiempo que los palestinos hicieran eso de preguntar, como quien no quiere la
cosa: “Oye, y tú… ¿cuándo dijiste que te ibas?” El 9 de agosto, la partida
estaba de nuevo en Alemania. Peter Homann, ya separado del grupo, regresó un
día más tarde y se mantuvo en la clandestinidad todavía un año y medio, fundamentalmente porque era, como ya he contado, el principal señalado como el hombre del pasamontañas en la huida de Baader. Sus compañeros de
la banda solían decir que a cualquiera de ellos que decidiese entregarse le iba
a aplicar la policía la ley de fugas, por lo que optó por no hacerlo. Durante
el tiempo que aguantó está claro que pasó mucha angustia y obsesión; llegó
incluso a espiar conversaciones de policías para ver si se enteraba qué sabían y qué no sabían de él. Finalmente, el 17 de noviembre de
1971, se entregaría a Josef Augstein, un abogado de Hanover que, además, era
hermano de un personaje importante de Der
Spiegel.
La banda, cuando regresó a
Alemania, se tuvo que plantear urgentemente el tema económico. La
clandestinidad es enormemente cara, así pues los activistas necesitaban un buen
chorro de circulante. La forma más lógica, además de coherente con su
ideología, era atracar bancos. Ellos veían la práctica como una suerte de
justicia poética, mediante la cual el
capitalismo financiaba su propia destrucción. El citado libro de Carlos
Marighela, además, recomendaba empezar todo por el atraco a los bancos.
El otro elemento importante de la
estrategia era el incremento del número de miembros, todavía demasiado pequeño.
La RAF, en este sentido, consiguió fichar a Eric Grusdat (nunca se implicó en lo más gordo de la acción de la RAF, por lo que recibió una condena bastante leve de cuatro años cuando fue detenido; en 1973 salió del maco y no volvió a tener relación con sus antiguos compañeros; hoy tiene 84 años). Grusdat era mecánico de
coches; tenía un pequeño taller cerca del Muro. Fue a ese taller al que Hans
Jürgen Bäcker llevó su buga. Claramente, Bäcker le vio madera de marxista tanto
al mecánico como a su asistente, Karl Heinz Ruhland. Así pues, cuando regresó
por el taller para recoger su vehículo, les habló de la revolución y pulsó su
nivel de proclividad hacia la idea de realizarla en la praxis. Los dos le
dijeron que se apuntaban.
Para la Baader-Meinhof, el
fichaje de Grusdat y Ruhland fue todo un punto. Eran unos profesionales de lo
suyo, y una organización como la RAF los necesitaba. Ahora, les sería mucho más
fácil cambiar la apariencia de coches robados, escamotearles los números de
bastidor, ese tipo de cosas. Cuando Mahler les propuso ese tipo de trabajo, los
dos mecánicos dijeron que sí, que los harían a cambio de una retribución
adecuada. O sea, que eran revolucionarios, pero no gilipollas.
El 1 de septiembre de 1970, Horst
Mahler se presentó en el taller de Grusdat y le preguntó directamente a los dos
trabajadores si querían participar en un atraco. Los dos dijeron que sí.
El plan de Mahler (quien, para
entonces, era sin duda el dirigente de la banda) era muy ambicioso: quería
robar cuatro bancos el mismo día, a la misma hora. Un súper crimen diseñado para
dar tanto trabajo a la policía que ésta no pudiera perseguirlos con eficiencia.
Así las cosas, la banda se dividió en cuatro grupos.
En uno de ellos se juntaron
Gudrun Ensslin, Ingrid Schubert, Hans Jürgen Bäcker, Karl Heinz Ruhland y un
chavalote de 16 tacos que acababan de reclutar. A este grupo le fue adjudicado
un banco de la Siemenstrasse, que se dedicaron a vigilar a fondo. Grusdat y
Ruhland fabricaron para todos ristras de pie de cuervo, como se llaman al menos
en inglés, que son esas líneas de púas que se ponen en la carretera para
destrozar los neumáticos de los coches que pasen por encima.
El día señalado para el robo, el
grupo de la Siemenstrasse se juntó con los dos mecánicos y se fue hacia la
agencia bancaria. Allí descubrieron que, pese a toda la vigilancia que habían
hecho, se les había escapado que, en las últimas horas, alguien en el banco
había decidido hacer obras en el hall de la sucursal. Cuando vieron los
andamios y a los obreros subidos a ellos, se dieron cuenta de que el panorama
había cambiado, y regresaron todos al apartamento de Bäcker. Allí, Mahler
decidió que el grupo de Gudrun (que tenía un miembro menos, porque el chavalote
se había pirado) se uniese al suyo propio (Mahler, Görgens, Proll y Grusdat).
Así pues, habría sólo tres atracos.
En grupos de dos, los
ladrones fueron saliendo a la calle y subiéndose a los coches. Bäcker llevó a
los dos mecánicos al edificio junto al Berliner Bank de la Rheinstrasse.
Ruhland, que se había unido a
Mahler, sacó su arma y la desamartilló. Poco tiempo después llegaron Andreas
Baader e Irene Görgens, la pupila de Ulrike Meinhof. Todos ellos se pusieron pasamontañas menos
Grusdat, cuya misión era quedarse en la puerta. Puesto que podía ser visto
desde la calle, se disfrazó con una peluca y unas gafas de sol.
A una orden de Mahler, todos
entraron en el banco. Dentro había sólo tres o cuatro clientes. Sacaron sus
armas, dieron los gritos de rigor, y Baader y Görgens saltaron el mostrador y
comenzaron a llenar de dinero las bolsas que traían. Sólo les tomó tres
minutos.
Salieron por la parte de atrás de
la calle y allí tiraron sus pasamontañas. Baader, que ya vamos viendo que ni era listo ni tenía
la capacidad de mantener la cabeza fría, también tiró su chaqueta. Un gesto
bastante estúpido, cuya estupidez se puede valorar adecuadamente si os doy el
dato de que en la chaqueta llevaba las llaves de su coche. No era la primera
cagada de Baader; de hecho, al ir al entrar al banco, se puso al revés el
pasamontañas y no veía una mierda. Dejaron las armas en unos recipientes que
habían dejado allí Proll y Schubert, y pasaron a una calle donde les esperaban
tres coches, conducidos por Astrid Proll, Ingrid Schubert y Gudrun Ensslin. No
necesitaron las púas.
Los otros dos atracos tuvieron
lugar más o menos a la misma hora. En uno de ellos el botín había sido de unos
55.000 marcos, bastante bien. Pero el tercero, realizado por un grupo dirigido
por Ulrike Meinhof, había sido a cambio de casi nada, algo menos de 2.000
marcos. Al parecer, se habían dejado atrás 95.000 más. A Ulrike también se le daba regular la acción directa, como iremos viendo por otros detallitos de su vida clandestina.
El 6 de octubre, la banda se citó
en el apartamento de Jan Carl Raspe y Marianne Herzog para repartirse el botín.
Para aquella reunión pactaron la señal de dos timbrazos aunque, con el tiempo,
la RAF, en coherencia con su ideología, adoptó la señal basada en dos timbrazos
cortos y uno largo. ¿Por qué eso era coherente con su ideología? Pues porque lo
llamaban “la llamada Hoh Chi Mihn”. Tin, tin, triiin, Ho-Chi-Miiiiin.
En la discusión que llevaron a
cabo acerca de las acciones, tanto Mahler como Baader estuvieron de acuerdo en
que la huida, aunque no había habido presión policial, había sido demasiado
larga. Después vino la discusión moral, en la que Mahler dejó claro que robar
un banco es robar a los capitalistas, nunca al hombre común. Luego esto, luego
lo otro…
En realidad, al menos yo lo creo
así, el jefe de la banda sólo estaba intentando ganar tiempo, porque sabía que
lo que les iba a decir a sus compis no les iba a gustar, al menos a algunos.
Porque había decidido que sólo se repartiría una pequeña parte del botín. La
excusa era lógica. Como muy acertadamente dice Jimmy Conway (Robert de Niro) en
Goodfellas, la peor decisión después
de dar un gran golpe es gastarse el dinero. Si nadie recibía gran cosa, nadie
podría gastar por encima de sus posibilidades antes de dar el palo. Así pues Ruhland, el empleado de Grostat que,
como su jefe, estaba en aquello básicamente por la pasta (pero él más que
nadie, porque estaba fuertemente endeudado) recibió 1.000 marcos de mierda, cuando
sabía bien que el botín había sido de más de 215.000. Ruhland, sin embargo, no
protestó; habría otros atracos, y todo parecía indicar que atracar un banco
estaba chupado.
O no.
Dos días después, el 8 de octubre
pues, la Popo, o policía política, se presentó en la Knesebrecksrasse, en el
domicilio de una decoradora de interiores llamada Renate Hubner. En el registro,
encontró una pistola, detonadores, productos químicos, pies de cuervo,
matrículas robadas, notas acerca de los bancos que habían sido robados e,
incluso, anotaciones relativas a la distribución de 58.000 marcos. Renate Hubner,
claro, ni se llamaba así, ni era decoradora de interiores. Era, en realidad,
Ingrid Schubert, una de las conductoras del getaway. La policía llevaba detrás
de ella desde la huida de Baader.
Los popos se sentaron a esperar.
A las seis de la tarde, llamaron a la puerta. Ingrid abrió, sin poder avisar al
hombre barbado que entró de que había doce policías apuntándole. El hombre sacó
una célula de identidad a nombre de Günter Uhlig. Uno de los policías se le
acercó, tiró de la peluca, y le dijo: “No pensará usted, Herr Mahler, que no
somos capaces de reconocerle”.
Le encontraron una pistola en los
pantalones y 35 cargadores en los bolsillos de la chaqueta.
Al mismo tiempo, la policía
vigilaba otro apartamento en la Hauptstrasse, alquilado a nombre de Birgit
Wend, presuntamente arquitecta; pero cuya identidad real era la de Monika
Berberich, la asistente de Mahler. Nelli para la banda. Lo vigilaban, digo; pero no les hizo falta llegar más lejos.
Ese día, Nelli había llevado a
Ulrike Meinhof (Anna o Rana) al aeropuerto, junto con Irene Görgens (Peggy) y
Brigitte Asdonk (Clara). A Ulrike le habían encargado la expansión de la banda
por la RFA. A su regreso del aeropuerto, las tres mujeres fueron a casa de
Renate Hubner pero, claro, se encontraron con los doce polis.
Dos días después, los
supervivientes de la redada de la Popo se reunieron en el apartamento de la
pareja Raspe-Herzog. Todos estuvieron de acuerdo en que, con la caída de
Mahler, había caído su número uno. Sobre quién debería sustituirlo, la cosa no
estaba tan clara.
Sin embargo, Andreas Baader dio el paso
al frente.
Se me olvidó comentar una cosa que aquí tocas por encima: lo sorprendente que resulta ver cómo la mayoría de estos tipos eran normalísimos. Incluso las circunstancias de su radicalización fueron por circunstancias personales a su manera prosaicas, ¿cuántos en este mundo habrán tenido infancias como las de Gudrun Ensslin o cuántas mujeres se ven en las circunstancias de Ulrike Meinhoff, pero en absoluto son terroristas? Es un tópico ya que, cuando detienen a alguien por crímenes muy sonoros, sus vecinos declaren que "saludaba siempre en el pasillo".
ResponderBorrarHace ya bastantes años leí un artículo en el que se afirmaba que el perfil típico del terrorista de un grupo jerárquico es alguien que en su vida normal es responsable hasta el sacrificio, lo que tiene lógica teniendo en cuenta que se arriesga por una causa (demencial a veces, eso sí). Baader es de hecho el raro aquí, porque ya antes de radicalizarse era un quinqui y de hecho tengo la sensación de que, si hubiera intentado entrar en cualquier grupo terrorista ya formado, no le habrían permitido hacer nada importante por su carácter irresponsable hasta la estupidez.
Y ahora que va a tomar el liderazgo, me figuro que eso va a parecer la TIA de Mortadelo y Filemón... ¡Ya el número del abrigo abandonado con las llaves del coche tiene guasa!
Yo creo que este tema que apuntas quien más y mejor lo ha analizado ha sido Hannah Arendt.
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