miércoles, marzo 19, 2025

La República moribunda (13) A Catilina muerto, Pompeyo puesto



Tiberio Graco
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La hora de Cinna
El nuevo hombre fuerte
La dictadura del rencor
Lépido
Pompeyo
Éxito en oriente
Catilina
A Catilina muerto, Pompeyo puesto
El escándalo Clodio (y una reflexión final)


 


El día 4 de diciembre, un grupo de plebeyos y esclavos, aparentemente vinculados a Publio Cornelio Lentulo Sura, uno de los detenidos, hizo un intento de liberar a los prisioneros, sin éxito. El 5 de diciembre, el Senado celebró sesión para decidir qué hacer con estos detenidos. Décimo Junio Silano, que si habéis estado atentos a estas notas ya sabréis que estaba a unos días de estrenar consulado, consideró que lo único que merecían era el cadalso. En ese momento, se levantó Julio, que con su gesto se convirtió en el portavoz de los, por así decirlo, populares legales. César atacó la idea de aplicarle la pena de muerte a los conjurados, argumentando que la pena de muerte era contraria a la consuetudo constitucional republicana (y no le faltaba razón). Defendía la confiscación de los bienes de los conjurados, y su prisión perpetua.

En ese momento Cicerón, que presidía la sesión, se levantó y anunció: “¡Cojan los educandos del Bachillerato decente los bolis, que ahí va la cuarta catilinaria!” Efectivamente, si lo estáis pensando, es exactamente así: la cuarta catilinaria de Cicerón, en realidad, no fue una catilinaria, sino una cesaria, que no cesárea. Fue un discurso destinado a parar la marea de cierta simpatía hacia los planteamientos populares que había levantado Julio con su discurso. Trató, pues, Cicerón de regresar las aguas senatoriales al barranco de la pena de muerte. Y no lo tenía nada claro.

Cicerón, sin embargo, no contaba con otra persona que estaba en la sesión, y que era, todos los indicios nos lo dicen, hombre de ideas claras y un carácter relativamente sanguíneo. Hablamos de Marco Porcio Catón, tribuno de la plebe ya designado en ese momento para el mandato del 62. Catón se volvió contra Julio y dijo lo que muchos pensaban o sabían, pero no se atrevían a verbalizar: que el golpe de Estado era cosa suya. Que se decía demócrata pero en realidad estaba engañando a todo el mundo (en este punto, las cosas como son, bien que lo caló).

Lo que hizo Catón, según todos los indicios, fue decirle al Senado: a ver, aquí estáis entre dos posturas: la pena de muerte, o la prisión perpetua. Pero, en realidad, lo que estáis dirimiendo es si lo que os importa más es sofocar la rebelión o no enfrentaros a la ira de la plebe; y de ninguna manera deberíais optar por lo segundo. Fue Catón, en mayor medida que Cicerón, quien viró el gobernalle de la sesión en favor de la pena de muerte. César, aparentemente, se levantó para contraargumentarle; pero ya ni le escucharon. De hecho, el servicio de seguridad del Senado, ejercido por algunos miembros del ordo equester, se le acercó y, desenfundando sus espadas cortas, le susurró: “a ver si vamos a celebrar los idus de marzo en diciembre...”; a lo que César respondió haciendo mutis por el foro (literalmente). Tras la oportuna salida de César, Cicerón, que se hizo acompañar por cuatro pretores, se llevó a cinco de los presos a la cárcel, donde fueron ejecutados.

En una cosa Julio tenía razón: ley en la mano, el Senado no tenía potestad para tomar él solo una decisión así; y mucho menos para conminar a Cicerón a ejecutarla. La pena de muerte, en la República, era, en todo caso, cuestión de los tribunales o de los comicios centuriados. El pueblo de Roma había visto hurtado todo el proceso, del que no había sido informado. De hecho, únicamente tuvieron una palabra, vixerunt, es decir, [ellos] han vivido; que fue lo que le dijo Cicerón a la multitud congregada en el Foro cuando regresó de la cárcel, como toda información de las ejecuciones.

Cuando las noticias llegaron a Etruria, Catilina había formado allí dos legiones. Sabiamente, el líder revolucionario consideró que no tenía tralla suficiente como para marchar sobre Roma; así que decidió tirar hacia el norte, en dirección contraria. Decidió, pues, ir a Galia; pero en Pistoia lo alcanzaron las fuerzas del Senado. En enero del 62, ambas fuerzas se enfrentaron, en una batalla en la que Catilina, aparentemente, luchó hasta el final.

Para la ucronía quedará siempre la pregunta de qué habría sido de la Historia de la República de haber triunfado la conjuración de Catilina. Sobre este tema creo que hay que decir varias cosas.

La primera es que ésta es una ucronía mucho más traída por los pelos que otras que podemos imaginar. Quiero decir, con ello, que las posibilidades de la revolución catilinaria, en realidad, nunca existieron. Catilina nunca tuvo fuerzas ni apoyos suficientes como para poder soñar con que su movimiento triunfase. En este sentido, la revolución catilinaria, si la analizamos desde un punto de vista marxista-leninista, es una excelente confirmación del principio defendido por ambos teóricos de que la revolución es algo que ocurre cuando debe ocurrir, y no cuando se quiere que ocurra. Un verdadero revolucionario, ésta era la idea de Lenin, no es aquél que sabe organizar una revuelta. Eso es algo que está en manos de mucha gente. Lo verdaderamente difícil, y es lo que distingue al revolucionario del que no lo es, al tipo inteligente del cachoburro, es ser capaz de preparar las condiciones de una revolución. Este asunto a Catilina se le olvidó bastante y, por eso, para pensar en una ucronía en la cual la revolución catilinaria consiguiera el control de la República, habría que pensar en un terremoto que afectase a Roma, o algo así.

La segunda cosa que hay que decir es que la revolución catilinaria tenía menos base de la que parece, y eso también afecta a la ucronía. Que en Roma había, desde los Gracos, una tensión entre aristócratas y plebeyos, con los equites colocados en medio, es algo obvio. Así pues, las reivindicaciones de Catilina eran reales. Pero cuesta entender su movimiento como un movimiento popular. Catilina no era tan diferente de César, o de Pompeyo. El suyo, también, era una proyecto de poder personal; y, de hecho, la revolución no adquiere vitola de tal hasta que él se da cuenta de que nunca va a poder ser cónsul. Muchos más mimbres para ejercer el poder tuvo Sila, y en estas notas estamos viendo lo rápidamente que las normas de su dictadura quedaron disueltas o incluso olvidadas. Catilina habría tenido menos mimbres para tratar de dejar una huella permanente en la Historia de Roma.

Tercera cosa: sus aliados. Ya lo hemos dicho. Los hombres que acompañaban a Catilina en su ambición eran una variopinta ensalada de aristócratas arruinados, políticos de la elite que habían sido expulsados del Senado por los censores a causa de su desastrosa insolvencia, veteranos que querían recuperar las fincas cuyo usufructo un día les habían cedido, y personajes prostibularios que todo lo que querían era liarla parda. Toda esa gente tendría que haber vertebrado la revolución de haber triunfado ésta. En tres días, se habrían estado arrancando los ojos por las calles.

Muy particularmente, hay que destacar el hecho de que algunos de los aliados en la sombra de la revolución catilinaria eran precisamente los hombres que dejaron una huella indeleble en la Historia de Roma; notablemente, Julio César. Pero, precisamente por eso, debemos asumir, como asumía Catón, que aquellos hombres no eran revolucionarios. Julio y Craso no estaban ahí para darle a Roma más libertad, más igualdad y más fraternidad; eso son visiones de licenciado en Historia híper ventilado, de fluzoguionista concostrináceo. Catón no es un tipo que le caiga simpático, por lo general, a las gentes que saben de él. Pero era un hombre preciso en sus juicios. Julio, Craso y, en menor medida, Pompeyo, estaban con Catilina porque les venía bien para estar contra el Senado, que era la institución que verdaderamente les sobraba en sus planes. Y, desde luego, no habrían aceptado un gobierno del pueblo, desde el pueblo y para el pueblo. Ellos eran Tartufos; su plan era prevalecer ellos. De hecho, la Historia de la revolución catilinaria es un buen ejemplo de un principio que se ha visto no pocas veces: las revoluciones, a quien terminan por beneficiar, es a las personas que saben permanecer durante las mismas en segunda fila, y luego aparecen para beneficiarse de ellas. En mayo del 68, François Miterrand acabó refugiado en un garaje porque le estaban persiguiendo para darlo de hostias; se ofreció para presidir el país, oferta que nadie se tomó en serio. Pero, quince años después, era presidente de la República. Y qué decir de Stalin. Algo parecido hizo Julio con Catilina.

Eso sí. Una cosa es lo que los hechos son, y otra muy distinta lo que parecen o cómo los viven sus contemporáneos. La conjuración de Catilina fue vista por sus contemporáneos en la Subura romana como una oportunidad tan real como justa de reequilibrar los poderes de la República. Desde la muerte de Catilina, los rojos de Roma, por decirlo así, tenían una nueva referencia que unir a la de los Gracos; un nuevo mártir. Un mártir que, además, no había tomado la vía de los mártires anteriores, quienes al fin y al cabo habían intentado el cambio desde las instituciones; sino que señalaba un camino nuevo, una nueva pregunta: ¿y si el problema no es quienes gobiernan la República, sino la puta República en sí? Esta pregunta, como el amor y las respuestas de Bob Dylan, quedó en el aire, blowing in the wind; y, en mi opinión, condicionó en gran medida los hechos que habrían de ocurrir.

En la primavera del año 63, Quinto Cecilio Metelo, el hábil legado de Pompeyo, regresó a Roma. Metelo llegaba a la capital como una especie de Miguel Ángel Rodríguez: su misión era preparar la nueva carrera política de su jefe, ahora que se había preñado de éxito en oriente. La idea era que, una vez pacificada Roma, Pompeyo se presentase a las elecciones del consulado del año 61. Pompeyo necesitaba ese consulado, sobre todo, para hacer que el Senado otorgase su placet a las distribuciones de tierras que había practicado, sobre todo en Siria, entre sus veteranos.

Pompeyo no estaba exento de apoyos. Los dos Metelos, Celer y Nepote, habían sido legados suyos. Metelo Nepote, de hecho, en diciembre del año 63, a punto de ser tribuno de la plebe y cuando Catilina todavía no había caído, propuso que fuese Pompeyo a por él, pero con la condición de que pudiese presentarse a cónsul in absentia. Tito Ampio Balbo y Tito Labieno, ambos tribunos chusma en el año 63, eran sólidos apoyos suyos en Washington DC. En ese momento (y, aunque sea obvio, hemos de recalcar que en ese momento) Pompeyo contaba también con el apoyo de Julio y, de hecho, le había hecho varios favores en el año 63 (en ese momento, la verdad, era mayor interés de César por Pompeyo que el de Pompeyo por César). De hecho Julio, durante su pretura del 62, trabajó activamente en favor del pompeyismo y se hartó de marcar en el móvil el teléfono de Metelo Nepote.

El plan de César era claro: colaborar para convertir a Pompeyo en el heredero del catilinismo; en el nuevo héroe popular. El mismísimo 1 de enero del 62, el primer día de su cargo como pretor, convocó una contio en la que se despachó a gusto contra los optimates. Concretamente, la tomó con Quinto Lutacio Catulo, que había sido cónsul post silano en el año 78, y a quien por ello se le había encargado el refurbishment del templo capitolino, que había sido pasto de un incendio. Las obras habían durado quince años y, a decir de César, no habían quedado bien; puede que Lutacio Catulo hubiese contratado a Calatrava o a Moneo, aunque eso no nos lo dejan claro las fuentes.

Esta situación le dio pie a César para sugerir un caso de corrupción; o sea, que Catulo se había hecho un ERE con el presupuesto del Capitolio, y se lo había llevado estofado. El tema es un tema un poco menor; pero, sin duda, César lo utilizó para lanzarle al pueblo de Roma el dato de que habían elegido un pretor al que los huevos le llegaban hasta la rodilla.

Aquel año 62 que César tenia la cuestura, Metelo Nepote era tribuno de la plebe. Hizo hilo con otro compañero, Lucio Calpurnio Bestia; juntos comenzaron a realizar discursos públicos en los que sacaban el tema de las ejecuciones de los catilinarios y las condiciones ilegales en las que Cicerón las había realizado. Trató, de hecho, de llevar a Cicerón a los tribunales; pero el Senado reaccionó decretando que todo aquél que cuestionase la ejecución de los catilinarios sería declarado enemigo público.

En estos principios del año 62, Metelo siguió presionando con su propuesta de que Pompeyo pudiese abandonar Roma pero presentarse a cónsul. Los optimates, que obviamente querían bloquear la subida de Pompeyo como habían hecho con Catilina, se opusieron frontalmente; Catón y Quinto Minucio Termo, que era un señor al que nunca se le enfriaba la leche, fueron los portavoces del punto de vista senatorial. Metelo, de una manera un tanto apresurada en mi opinión, decidió convertir aquello en un conflicto constitucional; y Julio le hizo hilo. El veto senatorial había provocado disturbios en las calles. Metelo presentó la propuesta a la asamblea, retando al Senado. Éste respondió con un senatus consultum ultimum; Metelo contestó promulgando un edicto contra el Senado; con lo que consiguió que tanto él como Julio fuesen cesados de sus cargos. Nepote hubo de huir al lado de Pompeyo; César, sin embargo, manejó sus hilos y fue rehabilitado en el machito.

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