Brest-Litovsk 2.0
La ratonera de Kiev
Cambian las tornas
El deportador que no pudo con Zhukov
La sociedad Beria-Malenkov
A barrer mingrelianos
Movimientos orquestales en la cumbre
El ataque
El nuevo Beria
La cagada en la RDA
Una detención en el alambre
Coda
Así las cosas, el 7 de julio el Comité aprobó por unanimidad la expulsión de Beria del Partido y el inicio de un juicio por sus crímenes. También se expulsó a Bogdan Kobulov y Sergei Goglidze de su condición de miembros candidatos del Comité Central. Semen Ignatiev fue nombrado miembro de pleno derecho (lo que suponía perdonarle el pecadillo de haber montado el caso de los doctores) y Zhukov pasó de candidato a miembro pleno. La resolución se concretó en una carta secreta a otros organismos inferiores del Partido en la que se decía de Beria: trató de promover su propio poder a base de desacreditar a sus camaradas en el liderazgo; trató de colocar la MVD por encima del Partido; ordenó a la MVD, sin conocimiento del Partido, que fabricase acusaciones de miembros del Partido; trató de fomentar la animosidad y la hostilidad entre grupos nacionales; trató de impulsar a la RDA fuera de la senda del socialismo y convertirla en un Estado burgués; trató de establecer relaciones personales con Tito y Rankovic en Yugoslavia; y, en 1919, había servido como un espía para el servicio de inteligencia del Musavat, hurtándole esta información después al Partido.
De lo que no hay crónicas es de la cantidad de cuadros del Partido que, al recibir esta carta, dirían: “¡Anda! O sea que, todo esto, ¿era delito?”
Tres días después, Pravda informó de la resolución adoptada por el Comité Central “recientemente”, así como de que el Presidium también había cesado a Beria de sus cargos ministeriales y había trasladado el caso al Supremo, sin más datos sobre los cargos. Al día siguiente, el periódico editorializó sobre la materia apoyando la iniciativa y citando las muchas adhesiones ya producidas en los diferentes órganos y organillos territoriales del Partido. El 16 de julio, el periódico aprovechó una noticia sobre la materia para trasladar la idea de que el Ejército estaba como un solo hombre detrás de las decisiones del Partido.
Esta cautela era en gran parte innecesaria, pues si una institución de la URSS estuvo encantada de ver a Beria morder el polvo, ésa fue el Ejército. El Partido y el gobierno ya eran otra cosa; especialmente fuera de Moscú, donde la política de comprensión hacia las nacionalidades había ganado muchos adeptos. Por eso, Khruschev cursó orden de que en toda la URSS se celebrasen reuniones para explicar los crímenes de Beria. En algunos “barrios” de la Unión, estas reuniones no debieron de ser fáciles. Muchos trabajadores, sobre todo en el Cáucaso, consideraban que el delito de Beria era ser nacionalista. Y no cabe culparles pues, al fin y al cabo, habían mamado décadas de acusaciones sin prueba alguna, y no tenían por qué creer que con Khruschev y Malenkov las cosas iban a ser diferentes.
Al fin y a la postre, los conspiradores habrían de beneficiarse de que la URSS que había diseñado Vladimiro Lenin era una canción de ABBA: el ganador siempre se lo llevaba todo. Según los servicios de inteligencia occidentales, la calle soviética, al principio, se angustió; todo el mundo hablaba de una especie de golpe militar que se vería seguido de un tsunami de purgas. Cuando comprobaron que eso no pasaba, los Ivanes Soviético reaccionaron con la lógica indiferencia de que el detenido, al fin y al cabo, no fuese sino uno más de la elite que los gobernaba desde posiciones muy alejadas de su vida diaria. En Georgia, la gente calló, temerosa de significarse. Pero Beria quedó ahí, en el inconsciente colectivo, y meses después, en 1956, cuando hubo manifestaciones contra el mando de Moscú, los retratos de Stalin, y también de Beria, habrían de salir a las calles.
El primer ministro georgiano, Bakradze, lideró la campaña anti Beria, asumiendo el informe sobre sus crímenes que se presentó en una sesión conjunta del Comité Central de Georgia y de la ciudad de Tibilisi (13 y 14 de julio de 1953). Todos los hombres colocados por Beria, como Mirtskhulava, Baramiia, Sturua o Zodelava, tomaron la palabra para decir que siempre había sido un cabrón. Fueron, de hecho, recompensados sobreviviendo en los escalones de poder de la MVD que, de hecho, purgaron eficientemente de los elementos que eran como ellos. El pleno cesó del Comité georgiano a Mamulov y a Dekanozov y, en un claro guiño al Ejército, nombró miembro al general Pavel Ivanovitch Efimov.
Roma, sin embargo, no paga traidores, al menos en el largo plazo. El 20 de septiembre de aquel intenso 1953, un pleno del Comité Central georgiano, tutelado por Shatalin, el secretario del Comité de la Unión, echó a Bakradze, Mirtskhulava, Baramiia, Zodelava y Sturua. El nuevo hombre fuerte, Vasil Pavlovitch Mzhavanadze, era un hombre de Khruschev. Para el ucraniano, seguro que ese movimiento fue una dulce venganza tras el intento que había hecho Beria de moverle el avispero ucraniano. Mzhavanadze, un hombre que había trabajado en el Ejército y también en Ucrania, de donde le venía su contacto con el ahora hombre fuerte, se trajo a hombres de la milicia: general Alexei Innotenkievitch Antonov; y el también general Alexsi Inauri. Asimismo, Akadi Mgeladze, que había sido expulsado por Beria, le pidió varias veces a Khruschev que lo reinstaurara en el poder georgiano. Cuando éste se hiciese el orejas, acabó pidiéndole un curro sin más. Khruschev acabó colocándolo, en agosto de 1953, en unas bodegas estatales. Los cambios caucásicos también nombraron nuevos hombres fuertes en Abjazia, Azaria y Tibilisi. Asimismo, Bagirov fue descabalgado en Azerbayán y Arutinov también fue cesado en Armenia, y sería posteriormente expulsado del Partido porque, al parecer, se negó a purgar a los berianos de la organización. En febrero de 1954, hasta 3.011 cuadros que habían tenido mando en las organizaciones territoriales del Partido estaban cesados.
Otro ámbito en el que la caída de Beria fue un terremoto fue la inteligencia exterior. Se nombró un nuevo jefe (no estoy seguro, pero creo que pudo ser el general Alexander Semenovitch Paniushkin), en lugar del general Vasili Stepanovitch Riasnoi, nombrado por Beria apenas doce semanas antes. También se dieron casos, como el de Vladimir Milhailovitch Petrov, de agentes externos que desertaron cuando supieron de la suerte de Beria. Petrov curraba en la embajada soviética en Camberra y desertó a Australia con su mujer, en un caso que fue bastante sonado y diplomáticamente complejo.
En Alemania Oriental, Zaiser y Herrnstadt fueron expulsados del Politburo y el Comité Central, acusados de haber amenazado el comunismo alemán. En Hungría, el líder local, Matyas Rakosi, trató de aprovechar la purga de Beria para frenar el reformismo que se le exigía desde Moscú. Sin embargo el jefe de gobierno, Imre Nagy, aguantó el tirón. El arresto de Beria llegó incluso a Corea del Norte. A principios de agosto de 1953, cuando menos diez altos cargos del Partido fueron purgados, y semanas después un alto representante se suicidó.
El Comité Central amasó toneladas de papel de documentación sobre las actuaciones de Beria; por no mencionar que aquellos hombres de su entorno que fueron detenidos fueron interrogados día y noche. En medio de un silencio general en el que nadie hablaba de Beria, ni siquiera el Soviet Supremo en la sesión en la que aprobó su cese, que tiene mérito, el 17 de diciembre de 1953 la Prensa anunció que el Fiscal General de la Unión había concluido su investigación y enviaba a Beria y seis cómplices a la Corte bajo la ley de 1 de diciembre de 1934, que regulaba los juicios por terrorismo estatuyendo que ni los acusados ni sus consejeros eran permitidos en la sala, que no habría apelaciones y que las sentencias se cumplirían inmediatamente. Se acusaba a Beria de querer utilizar la MVD para tomar el poder y “liquidar el sistema de obreros y agricultores soviético”. Se añadía que había saboteado el sistema de granjas, tratando de provocar hambrunas y así plantar la discordia en la sociedad soviética. Se recordaba su traición al espiar para el Musavat en 1919. Se lo acusaba de haber asesinado al chekista Milhail Kedrov (cuya historia ya os he contado) porque había acumulado evidencias contra Beria; esta vez, la verdad, es muy posible que ambas cosas fuesen ciertas.
El juicio duró del 18 al 23 de diciembre; pero previamente, el 15, Khruschev le había enviado el sumario completo a los dirigentes territoriales, para que lo explicasen en sus ámbitos. Presidió el tribunal un hombre de armas y hombre de Khruschev, mariscal Iván Stepanovitch Konev; un tipo con bastantes pocos principios, pues meses antes había colaborado para hacer grande la conspiración de los doctores asegurando que había sido envenenado. También formaron parte del tribunal Moskalenko; Shvernik; Evliamii Lavrovitch Zeidin (primer vicepresidente del Supremo); Nikolai Alexandrovitch Mikhailov; L. A. Gromov, presidente de la Corte de Moscú; K. F. Lunev, primer viceministro de Asuntos Internos; y un georgiano, M. I. Kuchava, presidente del consejo local de sindicatos. Como se puede ver, Moskalenko prácticamente compaginaba la labor de acusador y juez. En cuanto a Shvernik, Beria lo había cesado como presidente del Soviet Supremo, así pues, le tenía bastante gato.
El 24 de diciembre, la prensa publicó el veredicto. Todos los delitos eran confirmados y todos los acusados eran condenados a muerte, sentencia aplicada aquella misma tarde. Dado que la Prensa no habló de intervenciones de Beria en el juicio (aunque realmente testificó), eso hizo creer a muchos, dentro y fuera de la URSS, que ya estaba muerto cuando el juicio comenzó. El propio Khruschev alimentó estas versiones en mayo del 56, cuando recibió a una delegación de comunistas franceses a los que les dijo que Beria había sido asesinado en el mismo pleno del 26. Repitió la historia semanas después ante miembros del Partido Comunista italiano, añadiendo el detalle de que los miembros del Presidium lo habían estrangulado. Svetlana Aliluyeva, por su parte, escribió que el jefe del cuerpo de cirujanos del Ejército, Alexander Alexandrovitch Vishnevsky, le había dicho que Beria había sido asesinado unos días después de su arresto, aproximadamente en junio. Sergo Beria siempre creyó que su padre había sido asesinado antes del juicio. Sin embargo, otros testimonios, como Zub o Kuchava, afirmaron, incluso después de la caída del Muro, que Beria había estado presente en el juicio.
Con la llegada de la glasnost en tiempos de Gorvachev, el interés por el juicio de Beria apareció de nuevo. Surgieron las teorías de que las actas del juicio son falsas. Es lo que defendió, por ejemplo, el periodista georgiano Georgi Bezirgani.
Lavrentii Beria fue condenado. Pero en su sentencia no se citaron ni uno solo de los crímenes que cometió en las purgas. De hecho, otros juicios que llegaron después del de Beria, como el de Riumin, se tomaron mucho tiempo por las enormes resistencias que había en el Partido de hablar de ciertas cosas cuando los investigadores se presentaban preguntando por datos. Aún así, Riumin fue condenado a muerte en julio de 1954; como en diciembre del mismo año lo fue Abakumov y cuatro de sus adjuntos, especialmente por haber fabricado el Caso de Leningrado. Rapava, Rukhadze y otros antiguos dirigentes georgianos fueron juzgados y condenados por terrorismo y alta traición. Este caso citó, por primera vez, a víctimas de las purgas como Bediia, Orakhelashvili y otros. Todos los acusados fueron condenados a muerte salvo un interrogador al que le cayeron 25 años y el guardaespaldas Nadaraia, que se llevó sólo diez, tal vez porque colaboró.
El último súper juicio relacionado con Beria fue el de Bagirov, en abril de 1956. Fue un juicio público y se celebró en Bakú. Tanto él como otros cinco acusados fueron encontrados culpables, y se ejecutaron cuatro sentencias de muerte, entre otras la de Bagirov. Dado que Khruschev acababa de hacer su famoso discurso sobre las brutalidades de Stalin, esta sentencia sí que se vio complementada por una larga lista de las víctimas de represión en Azerbayán. En el XXII Congreso del Partido, en 1961, Malenkov, Molotov y Kaganovitch serían acusados de haber amparado a Bagirov.
La mayoría de las familias de las personas que fueron condenadas y ejecutadas fue enviada a Asia Central entre uno y tres años y, después, se les permitió retornar. Esto, sin embargo, no valió para Nino Beria ni su hijo. Nino fue acusada de algunos cargos de presunta corrupción, condenada, liberada un año después y exiliada con su hijo a Sverdlovsk. Más tarde, se les dijo que podían vivir donde quisieran salvo en Moscú. Sergo eligió Kiev. Nino volvió a su Mingrelia natal, pero las autoridades acabaron decidiendo que no podía residir en Georgia. Así que se fue a Kiev con su hijo, donde murió, a los 87 años de edad, el 7 de julio de 1991. Sergo Lavrentievitch Beria falleció en el año 2000, y reposa en el cementerio Baykova de Kiev.
Pero, como todos sabemos, más difícil que matar a Beria fue matar a Stalin. Nikita Khruschev, aparentemente, tuvo claro, desde el primer segundo de existencia de una URSS sin Stalin, que debía extrañarse de aquel pasado en el que había colaborado. Esa convicción se hizo más fuerte tras la muerte de Beria, pues Beria era, un poco, el último eslabón que le quedaba al estalinismo en el mundo de los vivos, con la excepción teórica de Suslov y siempre teniendo en cuenta que, en ese momento, Leónidas Breznev todavía no era un líder de primera fila.
Una vez que estuvo fijada la fecha para el XX Congreso, Khruschev sorprendió al Presidium con una propuesta para la creación de una comisión que estudiase los excesos del estalinismo. Para entonces, la muerte del anterior secretario general estaba provocando que el Comité Central y otros organismos del Partido y del gobierno comenzasen a verse literalmente inundados de cartas de quienes estaban en las cárceles. En buena medida, la desestalinización fue un proceso que Khruschev no pudo evitar. En apenas un año o dos, literalmente miles de personas que estaban en las prisiones o en el gulag cumplirían sus condenas. El nuevo régimen no tenía redaños para volver a condenarlos a penas más largas; y eso suponía que todas las esquinas de la URSS iban a comenzar a poblarse de un tipo muy especial de veterano; un veterano, o veterana, que tendría muchas cosas que contar, y absolutamente ninguna buena.
En el Presidium, el Trío La la lá de Stalin (Molotov, Voroshilov y Kaganovitch) se negó en redondo a la comisión de investigación. Sin embargo, con Khruschev estuvieron Bulganin, Mikoyan, Zaburov, Pervukhin y, no muy convencido, Malenkov. La comisión fue creada bajo la dirección de Pospelov.
Pospelov era un trabajador intelectual incansable y meticuloso. Igual que había preparado docenas de libros para la URSS estalinista, ahora hizo su trabajo con igual eficiencia. Su resultado fue un informe que, cuando Khruschev puso los ojos en él, le hizo dudar. El papel era durísimo. Un informe tan terrible, explicado a una reunión a la que irían Molotov, Voroshilov y Kaganovitch a dar vivas al líder, se convertía en todo un reto.
Finalmente, sin embargo, tiró para delante. El 13 de febrero de 1956, el Comité Central votó a favor de la lectura del informe en una sesión del congreso a puerta cerrada. El secretario general probablemente dudó más; pero ya os he dicho que el tsunami de cartas estaba ahí para demostrar que, tarde o temprano, todo se sabría.
El congreso se celebró y, muy cerca de su final, escuchó el anunció de su presidente, Bulganin, en el sentido de que habría una inesperada sesión secreta.
El discurso de Khruschev, Sobre el culto a la personalidad y sus consecuencias, se centró sobre todo en el Stalin de los años treinta. También se detuvo especialmente en el asunto del testamento de Lenin, un documento del que la mayoría de su audiencia no sabía nada. En un paso que le honra, porque la verdad es que se lo podía haber ahorrado, el nuevo líder soviético le recordó a los delegados del congreso que incluso en los tiempos de Lenin el enfrentamiento con los discrepantes no se había limitado a ser ideológico. En otras palabras: el padre del comunismo también había asesinado. Tardó más de tres horas en describir los juicios inventados, la violencia gratuita, la venganza integral ejercida sobre familias enteras; sobre pueblos enteros. Decidido a acabar con la imagen de Stalin, no sólo lo motejó de cruel y tiránico, sino que añadió que “lo que sabía de agricultura lo había visto en las películas”, o que “en la guerra planificaba las operaciones militares mirando una bola del mundo”.
Khruschev buscaba dos cosas. La primera, deshacer el mito de Stalin como un gran estadista y convertirlo, de hecho, en un mediocre que escondió su mediocridad bajo una tonelada de cadáveres (lo cual, hay que decirlo, es bastante injusto); y hacer que todo el mundo mirase hacia el muerto, sin darse cuenta del leve detalle de que el muerto no habría podido cometer todos aquellos latrocinios de no haber tenido colaboradores. Y, no se olvide, le ofreció a los cuadros del Partido el beneficio indudable de una discusión a puerta cerrada. Lo que pasa en la vanguardia revolucionaria se queda en la vanguardia revolucionaria.
Aunque el discurso se hizo a puerta cerrada, varios de los asistentes no soviéticos, representantes de partidos amigos, se quedaron con la copla y luego hicieron de bocachanclas. En occidente, pues, no se tardó mucho en publicar detalles del discurso. En la URSS, sin embargo, no fue publicado hasta que Izvestiya TsK KPSS, o sea el boletín del Comité Central, no lo hizo el mismo año que cayó el Muro.
Todavía atacaría Khruschev a Stalin una vez más: en el XXII Congreso, en 1961. Luego llegó Breznev, que era madera de otro tronco. Nostálgico del estalinismo y él mismo practicante de algunas de sus peores invenciones, yo tengo por cierto que Leónidas hubiese querido rehabilitar completamente a su antecesor. Pero no lo hizo, probablemente aconsejado por los más inteligentes de sus diplomáticos, que le explicaron que, en el mundo, Stalin había dejado de molar. Ese cadáver ya no había quien lo levantase. Incluso Suslov, él mismo un estalinista en casi todos sus ángulos, le aconsejó que mejor hiciese como si Stalin nunca hubiese mandado en la URSS. En las escuelas soviéticas, los curricula de Historia daban unos saltos cuánticos de la hostia.
Stalin pasó a ser ese señor del que no se habla. Y ahí sigue, pues es un hecho que el comunismo y el neomarxismo del siglo XXI nunca hablan de Stalin. Ni para denostarlo, ni para defenderlo. Hacen como Breznev, y simulan que nunca existió. Todo el mundo en el entorno comunista, soviético y no soviético, tuvo que empezar un proceso de recauchutado de su Historia, para así poder hacer olvidar a cualquier observador que, alguna vez, fueron admiradores y férreos partisanos de tamaño hijo de puta.
Iosif Vissarionovitch Dzugashvili es el gran elefante presente en la habitación del comunismo. Su figura es normalmente digerida en dos pasos: el primero, hacer como que no existió. Y, si falla éste, argumentar que, lejos de ser comunista, traicionó al comunismo. Sin embargo, pese a que, probablemente, Nadezhda Konstantinova Krupskaya fue una de las personas que Stalin más odió en lo personal en su vida, Stalin no negó a Lenin. No lo traicionó. Lo completó. Casi todo en las teorías y en las decisiones prácticas de Lenin anuncia a Stalin, prepara a Stalin. Stalin, lejos de traicionar al comunismo, lo quintaesenció.
Vivimos tiempos, eso es cierto, en los que la perspectiva de la rehabilitación de Stalin es cada vez más evidente. Un cantautor comunista, Silvio Rodriguez, se pregunta en su canción Playa Girón: si alguien roba comida/y después da la vida/¿qué hacer? Stalin va por ese camino. En un fenómeno que es bastante habitual en el caso de cabrones que nos caen bien (en el de los cabrones que nos caen mal, como Franco, ya no funciona, claro), conforme los que recuerdan a las víctimas de un represor comienzan a ser sus bisnietos o tataranietos, esa sangre deja de oler, y eclosionan, automáticamente, las cosas que el represor consiguió a base de derramarla. En ese sentido, los procesos memorialísticos de Stalin y de Franco son prácticamente idénticos. En la mente de sus crecientes partidarios, los muertos pierden rostro, dejan de tener vidas que vivir, historias rotas; dejan de ser recuerdos y pasan a ser datos en la Wikipedia; y lo que quedan son los logros: la industrialización, el nivel de vida en los años tal o cual, el respeto generado hacia la nación, etc.
Este tipo de procesos son la mejor demostración de lo acertado que fue George Santayana cuando dijo aquello de que los pueblos que desconocen su Historia están condenados a repetirla. En esta Humanidad nuestra reservamos para unos pocos, muy pocos, la condena sin opción de rehabilitación. En puridad, los únicos que no merecen ser rehabilitados son los perdedores de la segunda guerra mundial. Naciones y políticos que, en puridad, están en la misma, y la misma es la misma, situación que cuando menos alguno de sus jueces. Ellos masacraron, sí; pero también obtuvieron notables éxitos sociales y económicos por el camino.
Lo cierto, cuando menos para mí, es que nada se justifica desde la falta de libertad. Y ése es un principio general que no debe admitir excepciones. Stalin carece de méritos. Stalin, como Lenin, se encontró con una situación en la que una vanguardia revolucionaria logró prevalecer sobre un conjunto de países; y, a partir de ese mismo momento, todo lo que le preocupó fue mantener y consolidar esa situación. En ese altar sacrificó todo lo demás. Se dice que lo hizo sacando a la URSS de la condición de país paria, para convertirlo en una de las naciones más productivas del mundo. Lo cierto es que nunca pudo añadir a esa valoración tan optimista adjetivos como "rica", "próspera" o "generosa". La URSS sólo fue formalmente productiva; y ojo con lo de formalmente: sus estadísticas, las únicas posible, mintieron tanto, que en realidad es imposible saber hasta qué punto fue, realmente, tan productiva.
Los méritos de Stalin, al fin y a la postre, son muy relativos. A Stalin, como a Mao, le pasa que la nómina de los ciudadanos a los que jodió, a los que arruinó, a los que condenó a vivir vidas de mierda, es muy superior que la nómina de los que favoreció. Y eso, bajo el comunismo, el liberalismo o cualquier -ismo, es un resultado de mierda. Es la crónica de un genocidio contra uno mismo. Es el mejor retrato de la estupidez revolucionaria.
Por eso nadie habla, nunca, del elefante en la habitación.
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