miércoles, marzo 12, 2025

La República moribunda (8) La dictadura del rencor



Tiberio Graco
Definición de un enfrentamiento
Malos tiempos para la lírica senatorial
Roma no paga traidores
La búsqueda de un justo medio
Ese hombre (hoy casi desconocido) llamado Publio Sulpicio Rufo
La hora de Cinna
El nuevo hombre fuerte
La dictadura del rencor
Lépido
Pompeyo
Éxito en oriente
Catilina
A Catilina muerto, Pompeyo puesto
El escándalo Clodio (y una reflexión final)



 

En la Roma de Sila no había cónsules. Era finales del año 82 y los dos magistrados de turno, Cneo Papirio Carbón y Cayo Mario El Joven, estaban muertos. La autoridad, así las cosas, la ejercía Lucio Valerio Flaco, que eran príncipe del Senado y consular (había sido cónsul el año 100). Sila lo citó un día en la marisquería de Koldo y le dijo que consideraba que, para conservar las instituciones republicanas, lo mejor era nombrar un dictador. Y le insinuó que el mejor candidato para el puesto, quizás, era él.

Valerio Flaco, hemos de pensar, le tenía mucho cariño a sus funciones circulatorias, así pues probablemente quería seguir sintiendo la sangre fluir por sus arterias. Por dicha razón, convocó una asamblea que votó una ley que nombraba a Sila dictador constitucional; es decir, no sólo le dieron poder para aprobar leyes, sino que también se lo dieron para reformar, él solo, cualesquiera aspectos de las magistraturas y montaje legal republicanos. Tampoco se acordaron de delimitar un espacio temporal para la dictadura. Con todo esto, pues, Sila se convirtió en un dictador como Roma nunca lo había tenido.

Semanas después, los comicios centuriados votaron a los nuevos cónsules del año 81: Marco Tulio Decula o Décula, y Cneo Cornelio Dolabella. Con este gesto, Sila le quiso decir a los romanos que había decidido mantener las instituciones básicas de la República; aunque, en realidad, las estaba vaciando de contenido, ya que Decula y Dolabella mandaron ese año menos que Vicente Maroto en la cocina de su casa. Durante ese mandato, Sila obtuvo su triunfo por haber vencido a Mitrídates, recibió el título honorífico de Félix, y vio una estatua dorada de su persona erigida en el Foro.

Como constitucionalista, Sila se impuso la tarea de colocar a la República romana en la posición en que estaba justo antes de la llegada de los Gracos. Su Lex Cornelia de magistratibus abordó la reorganización de las magistraturas romanas. Esta ley es, en realidad, la vieja Lex Villia annalis, del año 180, que fijaba las condiciones del cursus honorum en que se convertía la carrera política de un romano; sólo que las condiciones se endurecieron, para hacer el embudo más estrecho y hacer que sólo pudieran pasar por él los muy patricios. La pretura se ejercería con una edad mínima de 40 años, 43 en el caso del consulado; y se establecía un periodo mínimo de 10 años para la iteratio consular. Se aumentó el número de cuestores y de pretores mientras, en paralelo, se aumentaba el poder del Senado sobre todo el montaje de cargos.

El propio Senado fue ampliado con la introducción de 300 miembros más, casi todos caballeros, miembros de la nobleza de provincias y veteranos de los ejércitos silanos. Sila quería que los nobles y los caballeros se diesen cuenta de que, por así decirlo, había más cosas que los unían que las que los separaban.

Con todo, el principal objetivo de Sila era homeopatizar la institución del tribunado. Era consciente de que a través de esa grieta era por donde se colaban siempre las políticas populares; y creía haber encontrado la masilla correcta para taparla. La Lex Cornelia de tribunicia potestate convirtió a los tribunos de la plebe en matrioskas decorativas. El derecho de veto, auténtico hard core del poder tribunicio, fue severamente recortado. Eso sí, parece que no tocó el ius contionandi, es decir el derecho de convocar al pueblo para consultas informales, consciente, probablemente, de que una cosa era que le cortase los cojones a los tribunos, y otra que la gente viese la sangre. Como elemento fundamental, los tribunos perdieron la potestad de presentar leyes por sí mismos; a partir de ese momento, necesitaban del nihil obstat del Senado para ello.

En otro aspecto cualitativo de gran importancia, el diseño del cursus honorum silano se hizo de manera que el puesto de tribuno de la plebe se convirtiese, por la vía de los hechos, en la penúltima parada de la vida política de un romano. El dictador no quería jóvenes fogosos en el tribunado. Quería a esos políticos que hay en todos los sistemas, también hoy en día, totalmente conscientes de que su tiempo ya ha pasado; que han atravesado una miríada de responsabilidades durante las cuales (porque Roma era así; y Españita también) habían robado todo lo que habían podido. Y, consiguientemente, están identificados con un sentimiento entre pasota y agradecido, que los coloca muy lejos del perfil de lo que entendemos debe de ser un revolucionario.

Sila intervino, lógicamente, contra la jurisdicción tribunicia. Si no quería que los tribunos legislasen, menos aun quería que pudiesen juzgar a otros, como habían hecho con él mismo. El poder jurisdiccional de los comitia tributa, asambleas presididas por un tribuno, había sido una herramienta muy importante para los políticos populares, puesto que siempre habían mantenido la potestad de meterle pena de telediario a todo aquél que no les gustase. En el año 81, Sila le retiró a estos comitia la potestad de intervenir en procesos judiciales. Una medida con la que consiguió que los círculos de Podemos ya no pudiesen decidir que iban a llevar ante los tribunales a aquel político que no les gustase.

La Lex Cornelia iudiciaria, en realidad, no fue nada revolucionaria. Sila hizo básicamente un copy paste de los proyectos del malogrado Livio Druso. El Senado recuperó el control del aparato judicial. Con esta medida, los caballeros perdieron para siempre su prelación procesal. Se creó un derecho penal a través de tribunales perpetuos (como los que tenemos ahora), sólo que ésos no iban por derechos, sino por crímenes. Los jurados estarían exclusivamente formados por senadores (o sea, como si hoy jueces y jurados tuviesen que ser personas que ganasen más de 150.000 euros al año), bajo la presidencia de un pretor (que, como ya hemos leído, no podía ser un jovencito imberbe). En otras palabras: el sistema silano era el Paraísco de nuestros demócratas patrios, de Ruiz Gallardón a Pedro Sánchez, ya que, en él, los políticos controlaban a los políticos, y los políticos juzgaban a los políticos.

El siguiente eslabón de esa cadena que es la dictadura silana es la Lex de provinciis ordinandis, destinada a devolverle al Senado el otro gran poder que, por la vía de los hechos, le habían arrebatado los populares: la política exterior. Una de las provisiones de esa ley decía que las personas que ejerciesen poderes proconsulares o propretorianos en provincias tenían que haber sido antes magistrados con imperium (cónsules o pretores) en Roma. De esta manera, se trataba de evitar de que aquél que se considerase poco valorado en Roma se dedicase a crear una Ínsula Barataria en algún rincón de la República. Por otra parte Sila, que sabía bien que buena parte de su poder había procedido de la utilización del ejército como actor político, y que tenía muy cerca la experiencia todavía más intensa en ese sentido de Cayo Mario, descentralizó los mandos militares y, de hecho, prácticamente borró el ejército de la península. El legionario romano, lo que tenía que hacer era estar en las afueras de la República, defendiendo las fronteras; y no en el centro, valorando sus posibilidades de apoyar a tal o cual candidato al poder. Esta decisión de Sila acabaría por tener una consecuencia colateral importante, puesto que, al enviar a los soldados largos años muy lejos de su casa, promovió el contacto de esos mismos soldados con religiones diferentes de la romana, generando una riqueza de creencias que acabaría por acrisolarse en esa cosa que llamamos cristianismo.

La legislación provincial silana era pura matemática. Si sólo los ex cónsules y pretores podían ser gobernadores provinciales, entonces cada año se generaban diez candidatos (dos senadores y ocho pretores). Pero resulta que ese mismo número: diez, era el de las provincias romanas: Sicilia, Córcega y Cerdeña, Hispania Citerior, Hispania Ulterior, Macedonia y Acaya, África, Asia, Galia Narbonense, Galia Cisalpina y Cilicia. Así las cosas, al final de cada año de imperium, cada uno de estos magistrados recibía una provincia por sorteo. Se prohibieron las prórrogas del mando, es decir: se estableció un plazo estricto de un año para robar.

Sila también reguló, en su Lex Cornelia de maiestate, el proceso político por maiestas o alta traición, del que tanto uso habían hecho los populares cuando querían dar miedo. En esencia, lo que pretendía esa ley era construir una especie de unidad y estabilidad para la carrera política, haciendo que quienes la llevasen a cabo no estuviesen constantemente acojonados ante la posibilidad de que cuatro enemigos bien organizados les pudieran llevar a los tribunales con la amenaza del exilio y la pérdida de sus patrimonios. La ley, además, era un código en pequeño contra el militarismo, pues regulaba que un general no podía traspasar los límites del territorio en el que se le había adjudicado una misión (justo lo que hizo Julio al pasar el Rubicón) sin la autorización senatorial previa.

El dictador, asimismo, se folló la ley de Cneo Domicio Ahenobarbo (año 104) que entregó a las manos del pueblo la elección de los sumos sacerdotes. Aumentando los miembros de los colegios de pontífices y augures, creó un sistema de cooptación, por el cual los nuevos miembros eran elegidos por los que ya estaban dentro. Este tema tiene mucha más importancia de la que parece, pues dominar a los augures era muy importante. Una forma de cargarse u obstaculizar una ley que no gustase era hacer que los augures dijeran que habían visto un cuervo cagar en una fuente con la estatua de Hera, y que eso significaba que esa ley no se podía aprobar hasta que la Luna se tiñese de rojo en la misma noche en que Jesulín de Ubrique aprobase un examen de cálculo diferencial.

No deja de ser sardónico, pero lo cierto es que también es bastante normal, que muchos de los hombres políticos que llegan al poder a base de reventar a sus rivales, luego los imiten. Sila odiaba a Cayo Mario. Aquí entramos en un terreno especulativo más propio de la ficción que de la no ficción (aunque esto mío, la verdad, es no ficción creativa, o cuando menos trata de serlo). Pero yo tengo por mí que la relación entre Sila y Mario era un poco la de Mesala y Ben-Hur (cierto es que éstos dos, el propio Charlton Heston habría de confesarlo, eran algo más que amigos, no sé si me explico; pero, teniendo en cuenta los usos de Sila, tampoco hay que descartar que le quisiera dar un rabazo al Tito Mario). Sila odiaba a Mario pero, al mismo tiempo, lo admiraba. Cayo Mario había conseguido ser cónsul más veces que nadie; Sila había tenido que subvertir la Constitución republicana para llegar adonde había llegado él. Mario, por lo demás, era mejor jefe militar que Sila, entre otras cosas porque es uno de los grandes genios militares de la Historia; apelativo que, la verdad, a Sila le viene más que grande. En este punto deberían hablar los sicólogos,. Pero yo, cuando menos, siempre he pensado que el gesto de Sila de hacer abrir la tumba de Mario y esparcir sus restos por las calles no es sino una muestra de la repugnancia que Sila sentía hacía la idea de que no le llegaba a su enemigo ni a la suela del zapato. Por cosas como ésta es por lo que yo creo que, al fin y a la postre, lo imitó.

En efecto: la gran medida de estabilización social que tomó Sila, buscando pacificar la República, no es una medida suya; es de Mario. Se trató del reparto de tierras entre los veteranos de sus ejércitos, aprovechando que, en ese momento, Roma tenía una Sareb de puta madre a base de acumular todos los patrimonios de los que habían sido declarados proscritos; más los territorios que se habían unido a la rebelión popular, como los samnitas o los lucanos. Repartiendo estas tierras, Sila consiguió darle una vida civil a unas 120.000 familias, lo cual es mucho. Eso sí, siguiendo al pie de la letra el Catón optimate, no les entregó las tierras, sino su uso. Una jugaba bien diseñada para que los beneficiarios de las entregas tuviesen claro que, si algún día alguien se cargaba las leyes silanas, ellos iban a la puta calle.

De hecho, en buena medida eso fue lo que pasó. Bueno, pasaron varias cosas. Lo primero que pasó fue que los asentamientos coloniales donde se le dieron tierras a los viejos decuriones hoy jubilados, como se hicieron con ese espíritu tan silano de rencor, se hicieron sin mano izquierda. Los nuevos colonos llegaron mandando, soberbios e incluso violentos; y esto hizo que en muchos territorios se creasen colectividades completamente separadas de colonos y nativos. Si pensáis en lo fácil que es la convivencia entre palestinos y colonos judíos, ya tenéis más o menos el panorama diseñado dentro de vuestras cabezas.

Pero lo segundo que pasó fue que, como la propiedad de la tierra no fue generada en las Leges Corneliae, los veteranos quedaron efectivamente expuestos a los vaivenes de la política y la mayoría de ellos, con los años, acabaron perdiendo sus usufructos. Sila no consiguió, aunque yo creo que estaba convencido de que lo había hecho, resolver el sudoku de la cuestión agraria romana. Y las víctimas de su error, que inicialmente le fueron fieles hasta morir, acabaron malquistados con el sistema, lo que les hizo, en no pocos casos, abrazar, años después, la causa de Catilina, el de quousque tandem abutere.

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