El nacimiento de una identidad
Mi señor Bretwalda, por ahí vienen los paganos
El tema vikingo se pone serio
Alfred, el rey inglés
Vikingos a la defensiva
Un rey contestado
El rey de la superación
Una sociedad más estructurada de lo que parece
Con la Iglesia hemos topado
La apoteosis de Edward y Aethelflaed
El fin de los vascos de Northumbria
Tres cuartos de siglo sistémicos
Aethelshit
Las tristes consecuencias de que un gobernante gobierne “sea como sea”
El regreso de la línea dinástica
Las leyes concebidas en suelo inglés más antiguas de que disponemos son las que desarrolló el reinado de Aethelberht de Kent, quien murió en el 616. Tres de los reyes que lo sucedieron en dicho reino: Hlothere, Eadric y Withred, impulsaron sus propios códigos. Y, en ese mismo siglo VII, se les unió el rey Ine de Wessex. En todos estos casos, sin embargo, la información de que disponemos es en realidad posterior, dado que las leyes kentish se copiaron en el siglo XII, y es de esas copias que las conocemos; mientras que las de Ine fueron incorporadas al código del rey Alfred.
Otra duda que surge con los códigos medievales es en qué medida estamos ante construcciones legales cuyo objetivo era ser aplicadas a un número de súbditos mayor o menor; o estamos ante algo así como expresiones de una ética de gobierno, una especie de programa ideológico más que un hecho práctico. Los anglosajones altomedievales se querían sentir, en este sentido, herederos de los grandes soberanos del Antiguo Testamento (recordad que usualmente sus genealogistas los convertían en nietos de Noé); y, desde algunos puntos de vista, promulgar aquellas leyes era un gesto que tenía más que ver con la afirmación de esa autoridad real que con otra cosa.
Sea como sea, la lectura de estos códigos o protocódigos deja claro que, para los anglosajones, el verdadero centro de la relación jurídica era el juramento. El compromiso adquirido de hacer o no hacer algo frente a un tercero tenía, cuando menos en la formulación jurídica, un elemento solemne y, por lo tanto, insoslayable. Esto es algo que se puede trazar todavía hoy en los usos procesales de raíz sajona, en los cuales el juramento en torno a lo que se testifica sigue teniendo, siquiera simbólicamente, una importancia mayor; por no mencionar que, aún hoy, se levanta la mano izquierda al jurar, lo que no deja de ser el gesto de enseñar la palma, es decir, de demostrar que se es un hombre honrado, pues a menudo los ladrones y delincuentes eran marcados para siempre precisamente en la palma de su mano izquierda.
En un mundo todavía desintervenido por los tribunales en muchas cosas, ante una ofensa criminal era la víctima, o sus parientes, quien realizaba públicamente la acusación contra el sospechoso o sospechosos. Los acusadores debían reforzar su acusación con un juramento solemne en el sentido de que estaban diciendo la verdad. Obviamente, lo más normal es que el acusado respondiese jurando su inocencia. En esencia, el sistema no ha cambiado: estos dos juramentos iniciales, que no dejan de ser la acusación previa y la declaración del acusado como inocente, debían suplementarse con juramentos de terceros: algo a lo que ahora llamamos fase testifical. Tanto acusador como acusado, por lo tanto, tenían el reto de acumular cuantos más juramentados a su favor, y de la mayor categoría social que pudiera ser.
El código o semicódigo de Ine de Wessex reconocía la posibilidad de introducir en el proceso el instrumento medieval de la ordalía. Y son las únicas referencias anteriores al siglo X, lo cual hace que muchos historiadores consideren que afirmar que la ordalía estaba vigente en aquellos tiempos es hablar demasiado. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la referencia al código de Ine ni siquiera cita el tipo de ordalía que se aplicará; lo cual lo mismo quiere decir que se trata de una interpolación posterior, o, muy al contrario, que era tan normal y conocida en el siglo VII que no hacía falta citarla. La mayoría de los historiadores consideran que, de existir, sería la ordalía llamada de la caldera o del agua caliente. Este método era utilizado en la Francia continental más o menos en esa época, como lo era también la ordalía por agua helada o por hierro candente.
Los códigos sajones, como cualquier protocódigo jurídico hecho en una época en la que la asertividad del Estado como tal era muy cuestionable, se diferencian en las leyes actuales en que no contienen el deseo de acabar con la violencia que es connatural a los cuerpos legales actuales; en realidad, lo único que tratan es convivir con ella, tratando de controlar sus consecuencias. Esto, como ya os he comentado, se pretendía resolver por vía civil (por así decirlo) con la institución del wergild o “precio del hombre”, que era el valor otorgado a la vida de cada persona, y sería para redimir el crimen en el caso de que el criminal lo abonase. En algunos casos, el wergild también se usaba como compensación por adulterio.
Aunque hablamos, ya lo he dicho, de sociedades todavía básicamente desintermediadas por los tribunales, éstos ya existían y, como se verá claramente en siglos posteriores, conformaban un sistema judicial que, en su cúspide, tenía una instancia mayor, una mezcla de Tribunal Constitucional y Supremo, que era el propio rey. Alfred parece haber tenido ya una especie de cuerpo de juristas bastante permanente, en el que se apoyaría para sus fallos.
El rey Alfred es quien aporta la primera referencia legal, digamos, completa. Se trata de un documento normalmente conocido como Domboc, y se estima que fue diseñado por el rey y por ese cuerpo de juristas que lo ayudaba en algún momento de los últimos veinte años del siglo IX.
Entre Alfred e Ine de Wessex hay un hiato muy largo durante el cual hemos de entender, a falta de que aparezcan nuevas pruebas, que no hubo más códigos de leyes en el reino. Así las cosas, probablemente la codificación legal impulsada por el rey tuviese que ver con ese objetivo general que ya os he descrito, en el sentido de elevar la alfabetización y, en general, la sofisticación intelectual, por así decirlo, del reino, que siempre defendió su rey.
El Domboc es un texto muy largo, mucho más largo que el resto de códigos de la época que se conocen. Comienza con una selección de textos del Antiguo Testamento, pues ya os he dicho que los reyes sajones se querían ver como herederos de la tradición de los grandes reyes judíos. Se parte, pues, de la legislación básica descrita en la Biblia, con Los Diez Mandamientos en el centro, y describe la forma en que los reinos occidentales, con la ayuda de la Iglesia, fueron adoptando y adaptando esas fuentes. Asimismo, el código reconoce la aportación de los de Aetghelberht, Offa e Ine; en el caso de éste último, copia íntegro el código de dicho rey, razón por la cual lo conocemos.
Esto nos dice, además, que la voluntad de Alfred era una voluntad integradora. Las leyes medievales no caían del cielo y tampoco eran el fruto de más o menos oscuros embroques políticos como hoy en día; para el hombre medieval, la tradición era de gran importancia, así pues la ley no debía hacer otra cosa que recogerla. La fuente principal del Derecho altomedieval era, por lo tanto, la costumbre; las leyes venían a describir lo que las gentes ya venían haciendo, conscientes de que ésa era la mejor forma de compelirla a cumplirlas. Alfred, por lo tanto, en modo alguno pretendía superar a Ine, pues ello había supuesto separarse de las costumbres y leyes viejas; lo que quería era completarlo, perfeccionarlo. El hecho de que, además, introdujese referencia a leyes elaboradas en Kent o Mercia tiene que ver con su objetivo político del momento que, como ya sabemos, era mostrarse como rey de los sajones todos, y no sólo de los occidentales.
Pero había más. Los vikingos, ya os lo he dicho, eran más que probablemente conocidos por los sajones como la horda pagana. Está feo escribir estas cosas en una época en la que lo que está de moda es escribir y pensar que el espíritu de la Reconquista es un invento decimonónico. Pero hay muchas cosas en el Domboc, y en otros elementos que conocemos de aquella época, que nos vienen a decir que los habitantes ingleses de aquella época entendían la lucha contra el invasor, también, como una lucha en defensa de la fe. Buenos conocedores del Antiguo Testamento y, en buena parte, y como buenos guerreros, más partidarios de él que del Nuevo, por así decirlo, aquellos sajones se veían a sí mismos como los modernos defensores de la religión; es decir, como el nuevo pueblo elegido. El Domboc ocupa un lugar en ese esquema. Su existencia, la precisión de sus regulaciones, su espíritu claramente dictado por la moral cristiana, vienen a ser confirmaciones de ese brillante destino que Alfred imagina para su pueblo; aunque difícilmente pudo imaginar que, al fin y a la postre, sería tan brillante como fue. Los sajones son el pueblo elegido, su rey es un rey elegido por Dios; y todo eso se completa con un cuerpo legislativo que también recibe el aliento divino.
Por todas estas razones, el Domboc establece una lucha casi sin cuartel contra el crimen; porque el crimen no hace sino pudrir la esencia de la sociedad perfecta, el pueblo de Dios. De todos los crímenes que condena el código, el robo y el homicidio son los más perseguidos, por su naturaleza disolvente. Robar, o matar, se convirtieron, en el código, el delitos de traición al buen orden garantizado por el rey.
El hombre social descrito en el Domboc está sometido a tres vinculaciones. Por orden creciente de importancia: la familia, el señor, y el rey. Se especula con el hecho, incluso, de que a finales del siglo IX el sistema alfrediano llegase a desarrollar, para algunas personas de suficiente alcurnia, la ceremonia de juramento formal de pleitesía al rey.
Como ya os he dicho, el Derecho altomedieval tiene en su expresión una clara conciencia de convivir con la violencia, en mayor medida que acabar con ella. El rey Alfred y sus jurisconsultos dan la impresión de ser muy conscientes de que su reino es todavía, en buena parte, un reino autorregulado, donde la mayor parte de las cosas que pasan ocurren, no tanto al margen de la ley, como en paralelo a la misma. Lo que se trata es de meter eso dentro de unos carriles compatibles con la moral cristiana que impregna todo el proyecto del Domboc.
Así las cosas, la obsesión del código alfrediano es que las disputas se limiten a quienes las protagonizan y sean, en cualquier caso, disputas en las que la violencia física aparezca únicamente como último recurso. El código dice cosas como que un hombre que tenga un conflicto con otro hombre no irá a su casa a agredirlo o a matarlo, sino que deberá asediar su casa durante siete días, a ver si durante ese tiempo el enemigo se lo piensa mejor.
En el caso de que el ofensor decidiese rendirse y admitir su culpabilidad en la ofensa que lo comenzó todo, los parientes de la víctima serían informados de dicha decisión. El ofensor permanecería treinta días prisionero, en un sitio seguro, esperando por la respuesta de esos parientes. En la práctica, pues, entre el momento en que la ofensa se produce y el momento final transcurría algo más de un mes; un tiempo que se consideraba suficiente para que los ánimos se calmasen y se pudiese llegar a un acuerdo sin hacer brillar las facas.
La víctima que era demasiado débil para poder acometer el asedio de la vivienda de su agresor u ofensor podía recurrir al ealdorman local para que lo ayudase y, si éste se negare, al rey.
El Domboc incluye penas imponibles por delitos como lo que hoy llamaríamos abuso sexual, por violar a mujeres, sobre todo menores, o por robar ganado. Penas algo menores se fijaron para el asalto de monjas (entiendo que para robarlas), o para las mujeres ya comprometidas que eran pilladas en condumia; e incluso trazas de la actual responsabilidad cuasiobjetiva de los propietarios de perros.
Como ya os he dicho varias veces, de manera directa o indirecta todo el montaje de la vida social que está implícito en la codificación legal de los primeros ingleses o de los protoingleses, como los queráis llamar, está de alguna manera modelada por la Iglesia. Desde finales del siglo VIII, se puede decir que todos los habitantes de la isla de Inglaterra eran, cuando menos oficialmente, cristianos. Uno de los elementos más interesantes para la historiografía, por aquello de que no está nada claro, es qué tipo de huella cristiana dejó el Imperio en las islas; pero parece claro que no debió de ser muy importante, mucho menos monopolístico. Durante mucho tiempo, en la Historia de aquella isla se pudieron ver reyes que aceptaban convertirse, en la misma medida que otros que rechazaban la idea con cajas destempladas. A esto no ayudaba el hecho de que las dos principales corrientes apostólicas: la romana y la irlandesa, diferían en sus puntos de vista. Estos enfrentamientos afloraban en temas como la fecha de la Semana Santa, asunto en el que ambas partes diferían y que no quedó resuelto hasta el año 664, en el sínodo de Whithby, cuando el rey Oswy de Northumbria cerró el tema aceptando la solución romana.
El Francisquito Gregorio el Grande fue el PasPas que se tomó más en serio lo de la evangelización de los rudos sajones. Pensó originalmente en dividir la isla en dos provincias episcopales: una con capital en Londres, y otra con capital en York, cada una con doce diócesis. Esto, sin embargo, no fue así. Supongo que no hará falta que os informe de que la sede primal inglesa no es Londres, sino Canterbury; y a la luz de lo que os acabo de escribir, puede que os preguntéis por qué. La respuesta es que, en el momento en que los misioneros romanos llegaron a la isla, los reyes de Kent eran mucho más poderosos que los reyes de los sajones orientales; y, como quiera que cuando estamos hablando de sedes episcopales estamos hablando, básicamente, de pasta, pues los reyes kentish dijeron: la pasta p'a mi. En todo caso, la extensión de la Iglesia fue inicialmente lenta. A mediados del siglo VII, al sur del Humber sólo había un obispado real (Canterbury); y al norte, dos: York y Ripon. Teodoro de Tarso, el arzobispo de Canterbury, muerto en el 690, fue el auténtico héroe de aquel momento, en el que el cristianismo inglés era verdaderamente débil. Desplegando una ilusión y un empuje notables, nombró obispos en Rochester, Winchester y Dunwich, y organizó el gran concilio de Hertford, en el 672, donde se aprobó un ambicioso programa de expansión a base de franquicias. Así, medio siglo después, la organización real de la Iglesia se había complicado mucho. Al sur del Támesis, obispados en Canterbury, Rochester, Selsey, Winchester y Sherborne. Dos en East Anglia (Dunwich y Elmham), cinco en Mercia (Lichfield, Lindsey, Hereford, Worcester y Leicester); más la sede original de los sajones del este en Londres. En Northumbria, a los obispados tradicionales de Hexham y Lindisfarne se unió el de Whithorn. El obispado de York fue archiobispado desde el 735.
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