jueves, mayo 30, 2024

La primera Inglaterra (5): Vikingos a la defensiva

El nacimiento de una identidad
Mi señor Bretwalda, por ahí vienen los paganos
El tema vikingo se pone serio
Alfred, el rey inglés
Vikingos a la defensiva
Un rey contestado
El rey de la superación
Una sociedad más estructurada de lo que parece
Con la Iglesia hemos topado
La apoteosis de Edward y Aethelflaed
El fin de los vascos de Northumbria
Tres cuartos de siglo sistémicos
Aethelshit
Las tristes consecuencias de que un gobernante gobierne “sea como sea”
El regreso de la línea dinástica 

 

En el otoño del año 892, para los sajones podía quedar claro que el tema vikingo estaba lejos de haberse resuelto como ellos habrían querido. Nada menos de 330 barcos, portando a muchos centenares, miles incluso, de guerreros, se presentaron en la isla. Se trataba, pues, de una invasión del calibre de la del 865; en realidad peor, puesto que ahora ya había escandinavos establecidos en East Anglia y Northumbria; pueblos que, además, aunque habían pactado con la monarquía de Wessex, si la traicionaban ya no sería la primera vez.

Consciente de que era uno solo el lenguaje que debía hablar, Alfred levantó un ejército, con el que se dirigió a algún punto entre Appledore y Milton, es decir, los dos puntos donde se habían establecido los vikingos. Sin desechar el enfrentamiento, con mucha seguridad comenzó negociaciones con Hastein, a quien, por lo que se ve, regó de subvenciones y devolvió algunos rehenes. Asimismo, tanto el propio rey como su yerno Aethelred se convirtieron en padrinos de hijos de Hastein.

Aquello no terminó de arreglar las cosas. En algún momento del 894, un grupo de vikingos decidió intentar la travesía del Támesis hacia Essex, pero fueron detenidos por un ejército sajón en Farnham, Surrey; según las crónicas, aquel ejército estaba comandado por Edward, el primogénito de Alfred. Los vikingos huyeron hacia una pequeña isla del río, donde se encastillaron, y fueron asediados.

Sin embargo, la partida no había terminado. Lo que siempre había temido Alfred: la defección de los escandinavos con los que tenía pactos, acabó por pasar. Tanto desde Northumbria como desde East Anglia, los vikingos residentes levantaron sendas flotas. Estos barcos se dividieron, unos para atacar la costa de Devon, donde los sajones tenían una importante fortaleza; y los otros para atacar Exeter, donde estaba el rey. La tercera defección fue la de Hastein. El caudillo vikingo, inmediatamente después de que Alfred se fuese hacia el Támesis para sofocar la rebelión allí, incumplió sus frescas promesas, avanzó hacia Essex, y allí ocupó una fortaleza que ya habían usado los vikingos diez años antes, Benfleet. Sin embargo, un ejército sajón avanzó hacia aquella posición, y lo venció.

Hastein, sin embargo, escapó en aquella batalla, se reagrupó con algunos vikingos de Anglia y Northumbria en Shoebury, Essex, y desde allí comenzó una campaña de razzias a lo largo y ancho de la Inglaterra central y la Mercia occidental. Sin embargo, el ealdorman Aethelred de Mercia, aliado con los ealdormanes de Somerset y Wiltshire, estaba cerca con un ejército a su mando, y los persiguió. Los vikingos, perseguidos de cerca, se encastillaron en la fortaleza de Buttington, en Montgomery. Tras semanas asediados, los vikingos intentaron una salida a la desesperada que no les salió muy bien; los sajones pusieron una tienda de carne picada.

Quedaron, sin embargo, algunos supervivientes que lograron escapar de la matanza. A finales del 894, estos combatientes huidos alcanzaron el territorio amigo de East Anglia, donde dejaron a sus mujeres e hijos (pues entonces la familia solía viajar con el ejército, máxime en el caso de los vikingos) para avanzar entonces al noroeste, hacia Chester. De nuevo contaron con refuerzos de los vikingos que, entre los ya establecidos, todavía querían un poquito de mondongo.

En todo este tiempo, Alfred no se movió de Exeter. En un inicio, esto fue así porque los vikingos lo tenían asediado en la ciudad; pero levantaron pronto su asedio. Estos vikingos se dedicaron a rapiñar en el área de Chichester, Sussex; pero los locales les encendieron el pelo.

El problema para muchos de estos ejércitos o semi ejércitos escandinavos era que, entre que ya habían robado mucho, y que los habitantes locales se organizaban cada vez mejor para protegerse y proteger lo suyo, sus botines comenzaron a ser cada vez más modestos. En el inicio de las invasiones vikingas, es lógico que los daneses se viesen motivados para repetir, puesto que realizaban acciones relativamente cortas, acciones en las que además sufrían una cifra de bajas manejable, a cambio de hacerse con riquezas muy importantes. Sin embargo, ahora la relación pasta/bajas era cada vez peor. Los vikingos morían o resultaban heridos en gran proporción, a cambio de botines de raspa. Esto les pasaba, por ejemplo, a los vikingos de Chester, los cuales, muy probablemente, cada vez parecían menos un ejército invasor y más una patota de despistados consumidores de fentanilo. Las crónicas nos dicen que se comieron todo el ganado y todo el cereal que habían robado, por lo que tuvieron que volver a ponerse en marcha, a pesar de que, quizá, ya no les apetecía tanto. Fueron primero a Gales y luego a Wessex, a través de Northumbria para así evitar a las tropas sajonas. Sentaron base en la isla de Mersea, en el estuario del Colne. En el 895, remaron río arriba por el Támesis y el Lea. Finalmente, construyeron una fortaleza cerca de Londres, quizás en Hertford.

Aquello, sin embargo, no escapó al ojo de los ingleses, que estaban al lado. En el verano del 896 (nos referimos a la situación en el año; porque estos tipos a cualquier cosa le llaman verano), un ejército inglés salió de Londres y los echó. Después de eso, Alfred se presentó con sus propias tropas en la ciudad para protegerla; algo que, como ya os he dicho, era todo un gesto, puesto que Londres, teóricamente, debía ser protegida por Mercia. Además, construyó dos fortalezas en el Lea, diseñadas obviamente para impedir las remontadas de los vikingos.

Los vikingos, de hecho, abandonaron sus barcos, conscientes de que si volvían a navegar por el río les iba a caer la del pulpo. Se retiraron a pie a Bridgnorth, en las orillas del Severn, aunque seguían teniendo a los ingleses lamiéndoles la nuca.

Pasado el invierno, los vikingos decidieron dividirse, pero siempre buscando refugio: unos escogieron Northumbria, los otros East Anglia. Un tercer grupo, los que, nos dicen las crónicas, no tenían pasta (es decir, no habían conseguido rapiñar lo suficiente como para ser admitidos entre los vikingos ya establecidos), tomaron unos barcos y bajaron el río, con la intención de cruzar el Canal y remontar el Sena. En los años 896 y siguiente, algunos de estos vikingos en huida la liaron parda en el sur de la isla; pero ya estaba bien claro que esta última invasión vikinga, pese a ser, quizá, la más ambiciosa de todas, había fracasado a la hora de cumplir el que seguro que era su sueño, que era renovar las mieles de veinte o treinta años antes. La diferencia: ahora se habían encontrado con una entidad política, social y militar local mucho más cohesionada. Esto es lo que hace que el rey Alfred sea una de las figuras señeras de la monarquía británica; una especie de Pelayo más estructurado, y mucho mejor documentado.

El rey Alfred nunca volvería a tener que enfrentarse a un ejército vikingo. Pero eso, claro, sólo lo sabían Dios nuestro Señor y los lectores de Historia del futuro; así las cosas, durante los años por venir, el rey se aplicó a crear fortalezas, murallas y todo tipo de estructuras defensivas, para hacer que su país fuese un país militarmente sostenible y empoderado.

Algunos testimonios nos dicen que, a la muerte del rey vikingo Guthfrith de Nortumbria (895), Alfred firmó un acuerdo de paz con estos vikingos. Eso, a pesar de que a Guthfrith lo sucedió Sigeferth, un tipo que tiene muchas posibilidades de ser uno de los jefes de los vikingos que se enfrentaron al ealdorman Aethelweard en Mercia y Wessex. Si es así, que no está claro, Sigeferto decidió enterrar el hacha de guerra y llevarse bien con su vecino.

El rey Alfred murió el 26 de octubre del 899, habiendo completado una labor titánica, y habiéndole enseñado a los ingleses el camino más recto hacia el poder, es decir, la unión.

En este punto, será bueno que nos adentremos en esa monarquía que ahora podemos ver bastante más consolidada que treinta o cuarenta años antes.

Una de las trazas sucias (son varias) que nos ha dejado a los ciudadanos de hoy en día el modo de concebir el mundo y la Historia de la Ilustración es la consideración de las monarquías como instituciones monolíticas en el tiempo. Se tiende a considerar que los reyes siempre fueron muy parecidos en los últimos 1.500 años; se los viene a asimilar, por lo tanto, a los faraones. Esta forma de pensar no es inocente ni casual. Está diseñada de esa manera para que su conclusión inmediata sea que el cambio fundamental en la institución real se produce cuando la monarquía se hace constitucional; y ésta no es sino una forma de defender la idea de que en el mundo y en la Historia no han existido ni Estados ni naciones dignas de tal nombre hasta que no han existido constituciones políticas y jurídicas. Como bien sabemos en España, detrás de este meconio ya se esconden muchas otras cosas (la Reconquista no existió, el Imperio español fue un algoritmo, etc.); así, pues, este tipo de cosmologías son muy importantes.

La institución monárquica, sin embargo, está muy lejos de haber sido siempre igual. Eso de los reyes nombrados por Dios y responsables tan sólo ante él es una construcción que cuando alcanza verdadera fuerza es precisamente en el Renacimiento; es decir, en la época en la que, de nuevo según la Ilustración, se colocó al hombre en el centro y, de alguna manera, se hizo que Dios descendiese un par de peldaños (ja).

Exactamente igual que, en algún momento, el primer obispo, es decir el PasPas, era simplemente el obispo de Roma, los reyes del principio de la Historia de las monarquías tardo o post romanas eran el primer noble. El más burro de todos. De hecho, una de las características más claras de los reinos sajones es que no tenían unas reglas de sucesión bien claras. Evidentemente, aquellos protoingleses tenían claro que no cualquiera podía ser rey. Pero eso de que sí o sí tenía que ser el primogénito o el que se llamase Leonor, no lo tenían tan claro.

Las razones fundamentales de que una monarquía sea entregada a una familia son dos. La primera, de orden teleológico, es la convicción de que la monarquía es algo que quiere Dios; y Dios, por lo tanto, unge a una familia con el privilegio. Ésta es una convicción muy posterior aunque, como digo, el punto de vista ilustrado parezca ambicionar su generalización en el tiempo.

La segunda razón es más práctica. Conforme ser rey se va convirtiendo en un oficio complejo; un oficio militar, de gobierno y diplomático, comienza a ser interesante que quien lo ocupe se haya preparado para ello. La herencia dinástica garantiza, más o menos, que quien sea rey sepa que lo va a ser desde la cuna, y desde la cuna comience a prepararse. Además, la percepción supersticiosa de la sangre, es decir la comprensión primaria de la genética, llevó al hombre a creer que un buen rey transmite su bondad a su descendencia, lo que era un aval para la monarquía hereditaria.

Este segundo principio (no el primero, como digo) parece haberse consolidado entre sajones y mercianos alrededor del año 800; aunque, en ese momento, la sucesión real tiene más que ver con todo el ámbito familiar que con un solo heredero primogénito. De hecho, la primogenitura no otorgaba el paso directo a la monarquía a la muerte del padre. La mayoría de los reyes que pudieron hacerlo (así, los reyes de Wessex con Kent) desplegaron la táctica de otorgarle a sus hijos una especie de virreinato en reinos menores. De esta manera, los hijos se convertían en algo así como reyes en prácticas, durante las cuales se jugaban el puesto. Aethelwulf fue virrey de Kent cuando en Wessex reinaba su padre Ecgberht, y cuando él mismo reinó nombró para el puesto a su segundo hijo, Aethelberht.

Da la impresión, por lo demás, que los sajones de aquel tiempo eran claramente renuentes al gesto de proclamar la condición real de alguien por adelantado; algo que ahora es común mediante la jura de los herederos, como la que se ha producido recientemente (en el momento de redactar estas notas) por parte de Leonor de Bourbon Whiskey. De hecho, el primer rey inglés del que se tiene noticia en un gesto así es Offa de Mercia, en favor de su hijo Ecgfrith; y de los testimonios que tenemos no cabe descartar que no se liase parda por ello. Tanto es así que, como ya hemos contado, la llegada de Ecgfrith (quien, por otra parte, sólo reinó un año) marcó el principio del fin del poderío de Mercia; lo cual viene a sugerir que los evidentes esfuerzos de Offa por haber consolidado una dinastía merciana “a la moderna”, en realidad, acabaron cargándose la prevalencia de dicho reino. Sin embargo, medio siglo después, en el 838, Ecgberht de Wessex hizo lo mismo en favor de su hijo Aethelwulf. Aethelwulf, como ya hemos contado, una vez que fue rey tuvo el gesto, también relativamente extraño, de testar en favor de sus hijos Aethelbald y Aethelberht, dado que éstos se habían puesto muy nerviosos tras el matrimonio de su padre con la carolingia Judith.

A pesar de estas cosas, la sucesión monárquica altomedieval inglesa, aunque basada en el principio dinástico, era mucho más abierta. Contaba con todos los athelings o príncipes de sangre real que, en ocasiones, podían tener lazos de parentesco incluso lejanos con el rey; cuando el rey Alfred murió, su hijo y sucesor, Edward, hubo de competir con el trono durante algunos años con su primo Aethelwold.. Y, sobre todo, en un tiempo en el que el principal papel de un rey era dirigir a sus tropas en la guerra, no se ponía en cuestión la idea de que no se querían reyes niño, pues no eran útiles.

En la práctica, por lo tanto, el nuevo rey tendía a ser el más eficaz dentro de los miembros de una familia real relativamente extendida. Quienes decidían eso eran los nobles que sobrevivían al rey muerto; aunque, con el tiempo, el criterio del propio rey fue ganando peso. Sin embargo, aunque hoy en día resulte complejo poder valorar esto, son muchos los historiadores que consideran que ya en la Inglaterra de la Alta Edad Media era punto menos que imposible ser rey sin algún tipo de apoyo popular (a menos, claro, que fueses un rey títere de un poder superior y efectivo).

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