viernes, mayo 24, 2024

La primera Inglaterra (1): El nacimiento de una identidad

El nacimiento de una identidad
Mi señor Bretwalda, por ahí vienen los paganos
El tema vikingo se pone serio
Alfred, el rey inglés
Vikingos a la defensiva
Un rey contestado
El rey de la superación
Una sociedad más estructurada de lo que parece
Con la Iglesia hemos topado
La apoteosis de Edward y Aethelflaed
El fin de los vascos de Northumbria
Tres cuartos de siglo sistémicos
Aethelshit
Las tristes consecuencias de que un gobernante gobierne “sea como sea”
El regreso de la línea dinástica 



Estamos a finales del siglo VIII de nuestra era; y es un tiempo en el que eso que terminaríamos por llamar Inglaterra estaba bastante lejos de parecerse a eso mismo. El terreno de la mitad meridional de la isla estaba dividido en varios reinos diferentes. Como Dumnonia, en el suroeste, una orgullosa pequeña nación que estaba allí desde antes que los romanos hubiesen cruzado el charco, y que, como todo reino de aquella época, había experimentado momentos de mayor y menos expansión, extendiéndose hasta Cornualles o Devon.

Dumnonia, sin embargo, no estaba sola; de hecho, apenas era importante. La Inglaterra de aquel momento estaba protagonizada por cuatro reinos, gobernados por los descendientes de los hombres que habían llegado de la Europa septentrional unos 400 años antes, aprovechando el abandono de la isla por los romanos. El más pequeño de los cuatro reinos era el reino de East Anglia, que viene a corresponderse con los departamentos que hoy conocemos como Norfolk y Suffolk. Al sur del Támesis estaba el reino de los sajones occidentales, normalmente conocido como Wessex; un hombre que puede provenir de que los sajones occidentales fueron una vez conocidos como los gewisse.

También se encontraba el reino de Northumbria, que era el resultado de una fusión. En el siglo VII, dos reinos rivales habían acabado unidos: Deira, al este de Yorkshire y Lancanshire; y Bernicia, un reino que tenía su capital en la fortaleza de Bamburgh, en la actual Northumberland.

Northumbria era un reino poderoso, gracias a las ganancias de terreno y las sinergias que había obtenido de resolver las querellas entre Deira y Bernicia; pero, sin embargo, no era la mayor entidad política de la futura Inglaterra. Esta característica le correspondía claramente al reino de Mercia. Mercia había crecido con centro en el valle del río Trent, y su nombre atestiguaba su carácter fronterizo, pues Mercia es una denominación que proviene, muy probablemente, del concepto de marca o frontera; es muy posible que se refiriese a la vecindad, por el oeste, entre los habitantes de Mercia y los britons originales.

Poco a poco, y muy singularmente durante el siglo VIII, Mercia fue sentando sus reales en el centro de Inglaterra, desde el Humber hasta el Támesis; y fue, por lo tanto, controlando poco a poco el reino de Kent, las tierras de los sajones orientales y de los sajones meridionales. Incluso llegó a controlar brevemente el reino de East Anglia.

¿Cuál fue el secreto de Mercia? Pues, como casi siempre en esa época, el éxito se debió a la existencia de uno o más de un buen rey. En su caso, fueron dos: Wulghere, que reinó en la segunda mitad del siglo VII; y Aethelred, que lo sucedió en el 675 y gobernó hasta el 704. En el momento en que Wulghere y Aethelred gobernaron, Mercia era el Atlético de Madrid de Inglaterra, puesto que en el área mandaba la próspera Northumbria. Sin embargo, ambos fueron capaces de plantar las semillas que aprovecharían los reyes posteriores. Aethelbald (716-757) y Offa (758-796) se beneficiaron de la pródiga esperanza de vida de los reyes ingleses, que ya comenzó con ellos, generando sendos reinados de muy larga duración, que permitieron que Mercia desarrollase proyectos de largo plazo y se robusteciese.

En el año 735, el monje Beda, una fuente de información fundamental para el periodo, y quien por cierto era de Northumbria, escribió que todos los reyes sureños (es decir, más puramente ingleses, si se puede utilizar la expresión) eran vasallos de Ethebaldo (o sea, Aethebald de Mercia). Los escritos de Beda, sin embargo, tienen, según es juicio general de los historiadores, cierto componente de Nota de Prensa del Comité Federal del PSOE; o sea, que el buen monje contó, en varios de sus pasajes, más lo que quería pensar que eran las cosas, que lo que eran en realidad. El reino de Aethebald no debió de ser tan sencillo, pues probablemente tuvo que conseguir mucho de su poder con la espada; y, de hecho, al final de su reinado hubo de enfrentarse a una corta guerra civil cuyo acto principal fue el asesinato del propio rey a manos de sus guardaespaldas. Sea lo que sea que provocó aquella rebelión, Offa supo gestionarlo, o tal vez reprimirlo; porque el caso es que su reinado, que también fue extraordinariamente largo para aquellos tiempos, fue una época de oro para Mercia. Fue Offa quien absorbió el reino de los sajones del sur y el de los conocidos como hwicce, además del reino de Kent, todos cuyos reyes fueron desposeídos de sus coronas. La resistencia era mayor entre los sajones orientales y en East Anglia, por lo que Offa aceptó que sus reyes siguiesen siéndolo, si bien prometiéndole sumisión. Sin embargo, es obvio que la convivencia no pudo ser cascada de colores, pues sabemos que el rey de East Anglia, Aethelberth, murió en el año 794, decapitado en la Corte del rey Offa.

Con Wessex y Northumbria, Offa da la impresión de haber llegado a la conclusión de que eran piezas problemáticas de tragar, por lo que probó otra estrategia. En el año 789, Offa casó a su hija Eadburh con el rey de Wessex Beorhtric; y, tres años después, casó a otra hija, Aelfflaed, con el rey de Northumbria, Aethelred I.

Los logros de Offa, en una tierra tan centrípeta como era la Inglaterra del siglo VIII, a menudo no se valoran. Esto es así, creo yo, porque Offa es contemporáneo del rey franco Carlomagno, que tiene mucha más prensa; y quien, por cierto, hizo muchos negocios comerciales con Offa.

En aquel entonces, la sociedad inglesa era básicamente tribal. Eran los lazos étnicos y de sangre los que labraban la necesaria solidaridad que construye la institución real. Los reyes de aquella Protoinglaterra, por lo demás, eran bastante parecidos a los reyes visigodos españoles en la construcción de una elite de altos nobles, consejeros del rey, que repartían mucho bacalao. Ellos no se llamaban gardingos, sino witan, una palabra que quiere decir, más o menos, hombres sabios (wise guys, diría Henry Hill).

A partir del siglo VII, algunos de los señores de la guerra tribales que heredaron, por así decirlo, la Inglaterra romana, comenzaron a tener suficiente poder como para ambicionar montajes más permanentes que el mero mando debido a ser el más cachoburro de la partida. Esos hombres de guerra, para justificar su prevalencia, desarrollaron una afición desmedida por las genealogías, algo que hoy es oro molido para los investigadores de la época. Pero, claro, esas genealogías muchas veces tienen truco. Los reyes de Kent, por ejemplo, que en buena medida eran unos recién llegados en el siglo VIII, reclamaban ser tataranietos de Hengest, un guerrero sajón medio legendario del siglo IV. La conocida como Crónica de los Anglosajones, escrita en el siglo IX, extiende la genealogía del rey Aethelwulf de Wessex hasta Noé.

El rey de Kent Aethelberth tiene el mérito histórico de ser el primer legislador inglés conocido. A decir verdad, sus leyes se conservan únicamente merced a una copia hecha en el siglo XII. Beda, sin embargo, cita la existencia de este cuerpo legal, probablemente contemporáneo a la conversión del rey al cristianismo. La iniciativa bien pudo ser la consecuencia de los consejos de los misioneros enviados desde Roma para convertirlo, pues la proclividad del cristianismo hacia la codificación legal es bien clara; o también puede ser la consecuencia de que Aethelberth quisiera verse como un heredero directo del Imperio Romano, y decidiese codificar un corpus legal a su imagen y semejanza.

Obviamente, una de las grandes cuestiones que la historiografía no puede contestar es cuál era el grado de control y de capilaridad que tenían los reyes en sus reinos. En un mundo sin Agencia Tributaria, nos es imposible saber cuánta gente, en realidad, estaba eficientemente sometida a los mandatos de los reyes, o se beneficiaba de sus prebendas. Una fuente fundamental es un documento denominado Tribal Hidage, escrito en el siglo VII pero que, una vez más, sobrevive en una copia bastante posterior, del año 1000 aproximadamente. Algunos historiadores, no todos, piensan que el Tribal es una especie de Becerro de Behetrías que señala la lista de los contribuyentes que han de pagar impuestos, se piensa que tal vez al rey Wulfhere de Mercia. La base de la contabilidad del documento es el hide (de ahí lo de hidage), que venía a ser la tierra necesaria para mantener a un hombre libre. Poco más se sabe, aunque los hechos son tercos. Por ejemplo, cuando se observa lo que se conoce como Offa's Dyke o Muralla de Offa, probablemente inspirada en las murallas un día erigidas por los romanos, queda bastante claro que una obra pública construida a lo largo de 240 kilómetros para separar a los mercianos de los galeses no se pudo erigir sino con el concurso de muchos obreros. Eso significa que, o el rey Offa tenía la capacidad recaudatoria de un alcalde Gallardón, o no podría haberla levantado.

Otra cosa que es bastante evidente para los investigadores es que lo siglos VII y VIII fueron siglos de cierta prosperidad comercial para los ingleses; lo cual, de nuevo, apunta a estructuras centralizadas. En la costa inglesa comenzaron a aparecer emporia comerciales, como Hamwic, el puerto de los wessex, situado muy cerca de la actual Southhampton (wic, en aquella lengua, viene a signficar trade center). O el puerto merciano de Lundenwic en el Támesis, hoy conocido como Aldwych, en Londres; o Eoforwic, centro comercial de Northumbria, hoy más conocido como York. A través de estos puntos, la realidad del continente llegó a Inglaterra, contribuyendo a sofisticar sus instituciones monárquicas (al principio poco, seguro; pero, como sabemos bien, con el tiempo se pasaron de frenada).

La pujanza del comercio obligó a los reinos a mejorar la regulación del sistema monetario, lo que provocó la aparición de las monedas de plata. Los reyes comenzaron a controlar aquel proceso y, en el año 765, el rey Offa comenzó a poner su careto y su nombre en las monedas cuya acuñación ordenaba o permitía. A partir del 860 comenzó a hablarse de crear una sola moneda inglesa.

Una gran pregunta histórica, cuando menos para mí, es: los vikingos escandinavos, ¿llegaron a las costas inglesas por casualidad, o por interés? Es decir: ¿realmente, los vikingos tocaron aquellas costas a base de tirar de barco a ver a dónde llegaban; o, más bien, los suyos fueron unos viajes de alguna manera programados porque sabían que en Inglaterra encontrarían mucho que rapiñar? En mi opinión, defender la primera opción es algo un tanto apresurado. Las incursiones escandinavas vienen a coincidir con ese proceso de cambio cualitativo en la creación de valor de los reinos ingleses. Por otra parte, continente e isla estaban más conectados de lo que a menudo queremos creer, impulsados por esa puta imagen de la Edad Media como una época en la que el europeo medio no se bañaba ni sabía encontrarse el culo con las dos manos. Yo creo que es bastante posible que los vikingos tuviesen claro que, si navegaban hacia el oeste, habría tema.

Sea como sea, la realidad de las invasiones escandinavas provocó otro efecto de centralización ligado a la figura real: el servicio militar. En su código de leyes, el rey Ine de Wessex estableció una serie de multas y castigos para los hombres libres que no atendiesen la llamada al Ejército. Y el rey Offa, en cada cesión de tierras que hacía, dejaba documentalmente claro que el pago por el privilegio era que el noble de turno acudiese a su llamada de armas.

Para ser más precisos, los documentos del rey de Mercia establecen lo que se conoce como the common burdens, esto es, las tres obligaciones que asumía un noble cuando recibía un señorío: acudir al Ejército si era llamado; proveer, junto con su persona, de un número de soldados y armas proporcional al tamaño del señorío recibido; y proveer con trabajadores y materiales para el mantenimiento de los puentes y caminos en los términos de su señorío. Lo que viene siendo una comunidad autónoma de toda la vida.

Los sucios vikingos de pelo rojo, que no hay más que darse un paseo por cualquier ciudad inglesa para comprobar que se follaban a todo lo que se movía, no eran, en todo caso, el único problema de los protoingleses. Tenían vecinos más cercanos. En Gales, los reinos de Gwynedd y Powys en el norte, y Dyfed y Brycheiniog en el sur, tenían sus propios reyes. En la Escocia occidental también había reyes, de origen irlandés, concretamente en Dalriada, una región que hablaba gaélico; en otras partes, como Strathclyde, los reyes eran británicos. Las Escocias oriental y meridional eran terreno de los reyes pictos. Por lo que respecta a Irlanda, había dinastías nacientes en Leinster, Connacht y Munster. Todos estos reinos eran, cuando menos formalmente, cristianos; pero ahí terminaba su identificación. Sabemos muy poco sobre el nivel de ejecutividad de muchos de estos reyes, y menos aún de la cantidad y calidad de contactos que había entre todas estas realidades territoriales. Pero hay casos atestiguados por los cronistas, como el del rey Oswald de Northumbria. Antes de ser rey, Oswald había sido exiliado a Irlanda, donde había conocido al monje Aidan de Iona, quien lo había convertido. Ya bautizado y habiendo alcanzado la condición real, Oswald se puso la tarea, en el año 635, de predicar el cristianismo entre sus súbditos, para lo cual se trajo a Aidan. Las crónicas nos dicen que Aidan nunca se acostumbró a la lengua de los ingleses y que, por lo tanto, predicaba en compañía del propio rey, que iba traduciendo. Este relato nos puede dar la medida de lo poco extendido que estaba el cristianismo a principios del siglo VII. La evolución, sin embargo, hubo de ser rápida; pues en el mismo siglo, el monasterio de Lindisfarne, en Northumbria, se convirtió en un centro de irradiación cultural y religiosa, con fuertes relaciones en el continente (por cierto, un inciso: ni te lo puto pienses. Ni el cambio de guardia, ni el palacio de Buckingham, ni los conciertos de Taylor Swift ni hostias en vinagre: si visitas Inglaterra, visita la isla de Lindisfarne).

Lindisfarne, y sus contactos internacionales, no cayeron del cielo. A finales del siglo VI, el Francisquito Gregorio I ya sabía lo suficiente de los anglosajones como para desear convertirlos y, consiguientemente, enviar un viaje misionero a Inglaterra. La conversión de los anglosajones provocó diversos viajes de peregrinos a Roma, con las consecuencias habituales de intercambio cultural y económico. Ya en el año 560, Aethelberth de Kent se casó con una princesa franca, Bertha.

La definición de clases sociales, cuando menos entre los anglosajones, venía a depender básicamente de un concepto llamado wergild. La wergild era la indemnización que podían esperar cobrar los parientes de alguien que hubiera muerto de forma ilegal. Todos los anglosajones, de cualquier clase social libre, tenían su wergild bien definida. Los datos, hoy, sirven a las historiadores no sólo para definir la desigualdad social (en Kent y en el siglo VII, el wergild de un señor importante era de 300 shillings, mientras que el de un puto mono era un tercio); sino, tambíén, para definir las diferencias de bienestar territorial (en la misma época, en Wessex, esas mismas indemnizaciones eran de 1.200 y 200 shillings, respectivamente).

La cuestión es: si a finales del siglo VIII casi toda Inglaterra vivía en sistemas político-económico-religiosos bastante parecidos e, incluso, algunos reinos, como Mercia, habían conseguido integrar súbditos de tribus diferentes, ¿existía la conciencia inglesa: la idea de la existencia de una angelcynn, es decir, de una raza inglesa, por así decirlo? Bueno, yo supongo, aunque no lo puedo adverar, que en las universidades inglesas, y entre sus licenciados en Historia, se estará desarrollando la misma pamema que en España, que si la nación española nació en las Cortes de Cádiz, que si la Reconquista es un constructo posterior, que si los españoles no se sintieron españoles hasta hace siete u ocho generaciones; ese tipo de mierda. Pero lo cierto es que algún tipo de diferenciación existió, con mucha probabilidad. Los ingleses del siglo VIII, cuando menos algunos de ellos, sabían que existía el mundo, y que ellos eran una parte relativamente aislada del mismo. Distinguían sus diferencias con francos y normandos, igual que con galeses, escoceses, y no digamos irlandeses. No ambicionaban la unión, pero sí, como digo, entendían la diferencia. Que eso se llame conciencia nacional u otra cosa, ya es terreno de la discusión.

Para hablar de este tema, en todo caso, debemos referirnos de nuevo al venerable Beda. Beda, quien vivió casi toda su vida en el monasterio de Jarrow, escribió un libro que tituló Historia ecclesiastica gentis Anglorum, que normalmente se traduce como La Historia eclesial de las gentes inglesas. En su concepción, Beda defendió la idea de que inglés se podía considerar todo aquel descendiente de las tribus germánicas, fundamentalmente los anglos, sajones y jutos, que habían llegado a la isla en los siglos V y VI, estableciéndose e imponiéndose sobre los britanos originales. De alguna manera, Beda trata de consolidar la idea de que los ingleses son una especie de pueblo elegido 2.0 (que, vaya, si Yahvé lo intentó primero con los hebreos y después con los ingleses, lo mismo tendría que ir al oculista, o algo).

La Anglo-Saxon Chronicle, por su parte, hace una lista de reyes (como Beda) y los califica de Bretwalda; en ocasiones, Brytenwalda, que viene a querer decir “gobernantes británicos”.

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