lunes, junio 03, 2024

La primera Inglaterra (7): El rey de la superación

 

El nacimiento de una identidad
Mi señor Bretwalda, por ahí vienen los paganos
El tema vikingo se pone serio
Alfred, el rey inglés
Vikingos a la defensiva
Un rey contestado
El rey de la superación
Una sociedad más estructurada de lo que parece
Con la Iglesia hemos topado
La apoteosis de Edward y Aethelflaed
El fin de los vascos de Northumbria
Tres cuartos de siglo sistémicos
Aethelshit
Las tristes consecuencias de que un gobernante gobierne “sea como sea”
El regreso de la línea dinástica 

 

La historia del rey Alfred, además de la historia de un rey reunificador y capaz de dar a los sajones una esperanza frente a una amenaza que comenzaban a reputar invencible, es la historia de una superación personal. El rey Alfred estuvo, probablemente, enfermo toda o casi toda su vida. Sabemos que de joven contrajo hemorroides, pero sus problemas fueron a más con los años; hoy en día, se especula con que sufriese la enfermedad de Crohn.

Fue elegido, probablemente, más por falta de otros candidatos viables que porque hubiese una sólida creencia en él. Recién llegado al poder, en el 871, el rey alejó a los vikingos de Wessex mediante el puro y simple soborno. Sin embargo, tres años después Guthum, ya señor de Mercia en la práctica, no pudo resistir la tentación de dirigir sus tropas al sur de nuevo. Los vikingos comenzaron una invasión. En agosto del 877, Alfred negoció un nuevo pago a cambio de su marcha. Sin embargo, a principios del año siguiente, los vikingos comenzaron la que era su tercera invasión de Wessex con el ataque inesperado sobre Chippenham, que ahora veremos.

Como vamos a ver, este ataque del 878 contó, probablemente, con la presencia, dentro y fuera del ejército vikingo, de barones sajones y sus tropas. Da la impresión, en este sentido, de que una parte de la alta nobleza local había perdido la confianza en Alfred. Esto hizo que la principal fuente de recursos, tanto para pagar tropas como para financiar los sobornos a los vikingos, fueran los grandes monasterios; los cuales, tras años seguidos perdiendo pasta, probablemente comenzaron a preguntarse lo único que la Iglesia se pregunta ante un reto: si es negocio, o no. En los años que habían pasado de los primeros raids, muchos vikingos habían dejado de ser esos rudos escandinavos que no tenían ningún respeto por la religión verdadera; algunos incluso se habían convertido. Esto quiere decir que se podía pensar en pactar con ellos acuerdos en los que las iglesias y monasterios pudiesen aspirar a conservar, incrementar incluso, su pasta. Y esto, no me cansaré de repetirlos, es todo lo que les ha importado, desde Pedro Piedra hasta Francisquito Woke. En el año 877, de hecho, el arzobispo Aethelred de Canterbury se quejó al PasPas de Roma por la excesiva carga financiera que establecía el rey sobre sus posesiones.

En enero del 878, Alfred estaba en Chippenham, Wiltshire, muy probablemente invitado a una celebración por su nobleza. Estaba en las tierras del earldorman Wulfhere; quien, en un escrito de tres años después, es acusado en las crónicas de haber desertado de las filas sajonas; lo cual bien pudo hacer en ese mismo momento.

Aunque saber las cosas con certitud es complicado, una de las hipótesis que se manejan es que los witan, o una parte de ellos, en compañía de los vikingos que probablemente atacaron en sintonía con ellos, habían decidido hacerle una celada en Chippenham a su rey para invitarlo a abdicar. La jugada, en este sentido, no sería tanto el asesinato o eso, sino una operación como la de Burgred de Mercia: darle la oportunidad de largarse. Si esto era así, el siguiente paso obvio sería pactar la proclamación de un rey aprobado por Guthrum (quiza el propio Wulfhere) que, a su tiempo, garantizase el puesto de todos aquellos gardingos y las rentas de la Iglesia. Alfred, a su llegada a la villa, fue confrontado con esta oferta, pero la rechazó y huyó del lugar, refugiándose en las marcas de Somerset, que si son hoy en día un tema complicadillo, entonces debían de ser un laberinto.

El año 878, por lo tanto, aparece como un importante turning point. Es probable que al inicio del mismo Alfred estuviese en algún punto muy jodido, a punto de ser traicionado por todos o por casi todos; sin embargo, unos diez meses después de haber huido, de alguna manera se había rehecho y estaba en condiciones de contraatacar. Es probable, aunque no podemos saberlo, que se apuntase un poco a la estrategia Pedro Sánchez, yendo de aquí para allá en su Peugeot soliviantando a las villas contra el aleve vikingo, quizá contraponiendo el compromiso de los ciudadanos de a pie con la interesada volatilidad de los poderosos y los francisquitos, ejemplo epitomial de socialdemócratas que todo lo que quieren hacer, lo quieren hacer a base de que otro lo haga; y cuando les toca a ellos currar, traicionan lo que tengan que traicionar.

Sea como sea, Alfred se las arregló para montar fyrd en Somerset, Wiltshire y Hampshire. Cuando consiguió vencer a los vikingos en Edington, Alfred logró acabar con cualquier duda sobre sus dotes de mando. Aquella batalla y, sobre todo su consecuencia (la conversión de Guthrum y su marcha a East Anglia) fue el primer e importante hito en la leyenda del rey Grande.

Había ganado. Pero eso no le impedía ser consciente de que podía haber perdido. A la luz de los hechos que conocemos o sospechamos, da toda la impresión de que el rey Alfred adquirió, a través de su experiencia de proscrito incluso de sus propios witan, la convicción de que tenía que hacer eso que llamamos una reforma militar.

Que el ejército de Wessex no había sido capaz de parar a los vikingos era obvio, pues los escandinavos habían entrado por la puerta tres veces hasta la cocina. Para Alfred, era claro que no podía depender de la manera que lo había hecho en los fyrd de los earldormen, puesto que eran gentes, digamos, de convicciones mutables. Tenía que basarse en los señores de la tierra, porque éstos eran los que tenían campesinos que dependían de ellos, y que podían ser reclutados con rapidez. Ahí nació la tradición del campesino inglés permanentemente preparándose para la guerra, invirtiendo los domingos en tirar al arco para luego hacerse grande en Azincourt (véase aquí y aquí). Esto lo combinó, muy probablemente, con la idea, entonces bastante revolucionaria, de crear una fuerza militar profesional, cuyo oficio, por lo tanto, era el servicio militar y la guerra. Aproximadamente la mitad de sus fuerzas pasaron a ser permanentes, y las otras eran militares a tiempo parcial, con temporadas de teletrabajo. Este esquema se aplicó en el 893, cuando los vikingos volvieron, pero no está claro que se impusiese permanentemente.

Había otro flanco importante: el naval. Era un flanco importante porque la capacidad de transporte por mar y por río era un elemento fundamental de la acometividad escandinava. Esto hizo que Alfred impulsara la construcción de nuevos barcos aunque, la verdad, todos los síntomas son de que no pudieron competir con la amplia experiencia de sus enemigos. Mucho más exitosa fue su estrategia de construir una red de pequeñas fortalezas o burh a partir del año 880. Un documento fundamental para estudiar este tema, conocido como Burghal Hidage, describe 36 de estas construcciones fortificadas, todas ellas muy cercanas unas de las otras (no más de veinte millas). Esta distancia venía a garantizar que, una vez escuchada o vista la alarma, las tropas en el burh tomarían un día de marcha nada más para asistir a la villa que los convocase. La mayoría de estas fortalezas se construyó en ríos y estuarios y caminos, para facilitar la comunicación.

El burh era un puesto avanzado; y como tal su dotación se tomó muy en serio. Se ha estimado que cada uno de los burh de Winchester y Wareham era servido por unos 2.400 efectivos, con 16 hombres sirviendo cada 20 metros de muralla de la ciudad; lo cual sugiere que ambas villas tenían entonces unos tres kilómetros de muralla.

Los cálculos indican que, si en algún momento todas las fortalezas estuvieron totalmente servidas, esto suponía unos 27.000 hombres en servicio. Esto, probablemente, no pasó nunca o casi nunca: las fortalezas quedaban abandonadas cuando su terreno estaba fuera de peligro, para así optimizar esfuerzos. Pero eso no restó eficiencia al sistema: los vikingos se habrían de estrellar contra ella alguna que otra vez.

Otra cosa que hace único al rey Alfred, y que también está en la base de la admiración de muchos intelectuales ingleses hacia su figura, es el hecho de que es un rey que destaca en su época, y aún en toda la Edad Media inglesa, por su compromiso con la cultura. Da la impresión de sus visitas a Roma pudieron dejar en él una impronta interesante, porque el caso es que fue un gobernante que, a su manera y de forma proporcional a sus tiempos, estuvo muy preocupado por la alfabetización de su pueblo. Hay que tener en cuenta, en este sentido, que es un rey contemporáneo a lo que se conoce como el Renacimiento Carolingio, es decir, la explosión cultural producida en Francia durante el reinado de Carlomagno y sus sucesores. Pero, vaya, que otros reyes ingleses fueron tan contemporáneos como Alfred, y el tema los traspasó sin romperlos ni mancharlos. Asser cuenta en su crónica que Osburh, la primera esposa del rey Aethelwulf, poseía un libro de poemas, y le dijo a sus hijos que se lo regalaría a aquél que antes se aprendiese de memoria todos los textos que contenía. El que ganó la apuesta fue el menor, es decir, Alfred. Este tipo de anécdota viene a sugerirnos que el rey Alfred era hombre de buena memoria y curiosidad cultural y que, probablemente, en otra época del mundo habría recibido con gusto eso que se llama una educación refinada.

Una de las grandes preocupaciones de Alfred fue la dramática pérdida de peso intelectual en los monasterios ingleses. La Iglesia pasa por momentos así; uno de ellos, probablemente el más grave de todos, fue el que provocó la convocatoria del concilio de Trento. Son etapas en las que, por diversas razones, la disciplina intelectual en la Iglesia se relaja, y hasta los altos niveles episcopales se petan de gañanes que no serían capaces de encontrarse el culo con las dos manos. En el caso de la Inglaterra sajona, el relajamiento es previo a la llegada de los vikingos, pero sin duda se intensificó con ellos. Aparentemente, la proporción de sacerdotes sajones que era capaz de leer, escribir y hablar el latín cayó dramáticamente durante todo el siglo IX.

Alfred, siempre preocupado por su propia formación, la de su elite noble y la del país en general, decidió importar un equipo de expertos a su Corte. Entre estos sabios había dos mercianos: Werferth, obispo de Worcester; y Plegmund, que sería arzobispo de Canterbury. También estaba Grimbald, un monje flamenco, y el conocido como Juan el Viejo Sajón, que era un famoso monje alemán. El autor de la crónica del rey Alfred, Asser, que era galés, también estaba en la partida.

Con ésta y otra gente, Alfred estableció una escuela en su Corte. Sus hijos Aethelweard y Edward, y también su hija Aelfthryth, aprendieron allí a leer y a escribir junto, nos dicen las crónicas, los hijos de los nobles y todos los niños del área. En general, Alfred le exigía a sus capitanes y comandantes que aprendiesen a leer inglés; de hecho, se lo exigió a todos los súbditos libres que tuviesen recursos para poder pagar dicha educación.

Cuando Alfred llevaba unos diez años de reinado, es decir, por describirlo con rapidez, cuando había pasado por lo peor, comenzó a ser descrito en crónicas y papeles como “rey de los anglosajones”, o “rey de los anglos y de los sajones”; en lugar de “rey de los sajones occidentales”, que es lo que habían sido sus padres, y había sido él mismo en sus inicios.

El reino de los anglosajones aparece con claridad en el año 878 cuando, tras la victoria de Edington, Alfred pudo imponerle al caudillo vikingo Guthrum sus condiciones. Allí, el rey se hace aparecer como monarca de los anglosajones. De las cosas dichas en dicho tratado cabe concluir que tanto el rey Alfred como cuando menos buena parte de sus súbditos se sentían pobladores de un nuevo grupo territorial y popular que abarcaba lo incluido dentro de la muralla de Offa al oeste y una línea imaginaria que recorriese en diagonal las Midlands desde el noroeste hacia el sureste. Como ya os he señalado con anterioridad, un elemento importante es que esta marca imaginaria incluía Londres, una ciudad de Mercia que ahora, sin embargo, el rey de Wessex hacía suya; y fue este gesto lo que la convertiría en la capital de Inglaterra.

En la práctica, pues, Alfred se había convertido también en rey de Mercia, por mucho que, formalmente, le permitió a su yerno Aethelred seguir siendo el titular de aquel reino, cosa que, probablemente, hizo más como virrey que como rey. Sin embargo, esas cosas son siempre muy jodidas, y conservar a alguien que, formalmente, es rey por sí mismo, en realidad nunca es una buena idea. Las relaciones entre los lehendakaris de Mercia y los reyes de Wessex no serían fáciles en las décadas por venir.

Alfred fue, yo creo que hay pocas dudas, un rey comparativamente bueno, en el sentido de que fue mucho mejor que sus contemporáneos y que otros que lo seguirían. Eso, sin embargo, no nos debe dejar ver el bosque de que, una parte de su mitología, como todas las mitologías históricas, fue construida con posterioridad, lo cual quiere decir que su base histórica no siempre puede considerarse sólida. Una parte no desdeñable de las historias sobre Alfred que terminaron por darse por buenas en la cultura histórica inglesa son historias que, en realidad, se desarrollaron sobre todo en el siglo XII, que es el momento en el que la admiración hacia su figura comenzó a tomar tintes épicos. Por lo demás, el apelativo de El Grande le fue otorgado durante el tiempo de los Tudor, dado que la dinastía de Los Pilas gustaba de establecer una vinculación con su tiempo y su figura.

Los reyes de los reinos altomedievales ingleses también se destacan en la Historia, como ya en parte os he dicho, por ser reyes con evidentes voluntades codificadoras en materia legal y, en general, por intentar la normalización de sus reinos. El presentismo que nos hace imaginar que los tiempos pasados fueron radicalmente distintos de los nuestros nos impide imaginar que, hace más de mil años, ya fuese un objetivo de gobierno lograr un entorno seguro para los ciudadanos; pero la cosa es que era así.

El gran problema para la estabilización de grados suficientes de seguridad jurídica, por así decirlo, era el hecho de que, en un tiempo en el que los Estados eran manifiestamente débiles en términos actuales, muchas disputas se dirimían mediante esquemas privados, lo cual provocaba el lógico caos y la inevitable discriminación. Robar una gallina en Worchester o en Somerset podía conducir a consecuencias muy diferentes. Luego estaba el problema de que, estando como estaba el Derecho íntimamente ligado a los conceptos de señorío y realeza, enseguida se planteaba el conflicto entre la justicia y estos principios, como más de medio milenio después todavía plantearán los vecinos de Fuenteovejuna.

Las dos únicas respuestas a esta situación son: la amnistía permanente, o la codificación. Aquellos ingleses medievales, sucios y brutales, optaron por la dirección correcta.

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