Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pilesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez
Esta medida supuso el embargo de más de un millón de
hectáreas, que quedaron bajo el poder del Ministerio de Agricultura, que
decidiría desde entonces qué y para qué se iba a plantar en ellas. Asimismo,
también fijaba los precios resultantes de dichos cultivos. Cierto es que se
permitió la posesión de pequeñas parcelas de tierra, destinadas a garantizar la
subsistencia del agricultor; ya que los precios intervenidos eran más falsos
que las galletas de la suerte de Newtral.
La colectivización, en todo caso, fue tan contestada que
hasta 80.000 agricultores fueron detenidos, de los cuales 30.000 fueron
juzgados en público. La colectivización rumana tomó menos de veinte años, pues
estaba completada en 1962. El 60% de la tierra quedó en granjas colectivas, el
30% en granjas estatales, y el resto en manos privadas. La inmensa mayoría de
esta tierra privada eran zonas de montaña, prácticamente inaccesibles e
imposibles de colectivizar.
Por supuesto, el comunismo rumano se apresuró a ejercer un
control total sobre la Prensa, aduciendo, como siempre hace, que es que los
demás estaban mintiendo. Consiguientemente, los medios de los partidos de la
oposición, que por otra parte ya habían sido ilegalizados, fueron cerrados.
Asimismo, todo el negocio editorial y los anaqueles de las librerías fueron
purgados de todos los tomos que los comunistas no querían que el pueblo pudiese
leer. Y es que es un tanto chocante lo rápido que se acuerdan unos del Índice
de libros prohibidos de la Iglesia, desconociendo que quien realmente practicó
la elaboración de índices de libros prohibidos en el siglo XX fue el comunismo.
Por supuesto, comenzaron a aparecer ediciones en rumano de los escritos de
Lenin y Stalin, a bastante buen precio. Pero, vamos, que el incentivo principal
no era el precio, sino lo que te podía pasar si no te veían con ellos.
En agosto de 1948, el gobierno aprobó una ley de educación
que cerró todas las escuelas gestionadas por agentes no rumanos, y también las
religiosas. Entre la clase profesoral se condujo una gran purga, para eliminar
de la profesión a los gilipollas que querían enseñar libremente. Por supuesto,
como siempre hacen todos los regímenes totalitarios y fascistas como éste, el
comunismo romano se apresuró a okupar la Historia, sobre todo a través de un
personaje, Mihail Roller; un tipo que escribió una cantidad respetable de
libros y artículos en los que, aparte los pies de imprenta, no hay una puta
verdad ni de casualidad.
Al fin y a la postre, el gobierno comunista de Rumania, y
su brazo en el orden social que ya había sido renombrado Securitate, tuvo que
emplearse en atacar a la única gran estructura social alternativa que quedaba
en pie en el país: la Iglesia. Pero aquí, los rumanos no pudieron usar el catón
estalinista.
Stalin, efectivamente, había acabado con la Iglesia. Había
impuesto en la URSS la idea de que la Iglesia no es sino la administradora de
una serie de supersticiones y manipulaciones y, consiguientemente, le había
dado la espalda. Los comunistas rumanos, sin embargo, se dieron cuenta de que
no podían hacer eso. De una manera ciertamente muy asimétrica, el panorama
religioso rumano estaba dominado por dos iglesias: la ortodoxa y la denominada
Iglesia Católica Griega o iglesia uniate. El comunismo rumano tenía, y seguiría
teniendo, una potente lectura nacionalista. Por muy comunista que fuese, por
mucho que aceptase el liderazgo de Stalin, no podía olvidar que tenía sobre la
mesa un conflicto territorial muy serio con la URSS, conflicto en el que
obviamente los sentimientos nacionalistas jugaban un papel fundamental. Y en la
conservación de ese nacionalismo rumano, sobre todo en Transilvania, el papel
de estas dos iglesias había sido fundamental.
La Constitución de 1923 había declarado la prevalencia de
la religión ortodoxa en Rumania, lo que había convertido a sus sacerdotes en
funcionarios a sueldo del Estado. Lo que querían los comunistas rumanos no era
acabar con este episcopado; lo que querían era controlarlo y, conscientes de
que las iglesias son business models y, consecuentemente, valoran en
mucho a todo aquél que les permita seguir existiendo, creían que había una
posibilidad de conseguirlo.
Los uniates eran otra movida. Esta Iglesia había surgido a
principios del siglo XVII, cuando un grupo de jesuitas había convertido a unos
cuantos ortodoxos rumanos en Transilvania. Uno de los principios que los
jesuitas habían conseguido que los uniates aceptasen, obviamente, había sido la
autoridad francisquital. En consecuencia, el hecho de tener una Iglesia
local relativamente importante pero de obediencia papal presentaba un problema
para el comunismo rumano.
Como consecuencia, el régimen rumano, aunque obviamente se
declaró ateo e incluso enemigo de la religión, decidió no prohibirla, sino
tolerarla, siempre y cuando se moviese dentro de unos cauces que considerasen
razonables. El 4 de agosto de 1948, aprobó una ley específica de confesiones
religiosas. Las 60 confesiones distintas que se habían aceptado en la
legislación anterior quedaron reducidas a 14. Se creó un ministerio de
confesiones religiosas (que con los años sería convertido en una dirección
general) con responsabilidad sobre todas ellas. Los sacerdotes seguirían siendo
asalariados del Estado.
Todo esto se hizo para hacer más sencilla la purga en los
escalones eclesiales, que era lo que verdaderamente se buscaba. En 1947 se
introdujo una ley que prescribía la jubilación forzosa de los clérigos a los 70
años. Sólo esta medida provocó que diversos cargos en las cinco sedes
metropolitanas rumanas (Valaquia, Moldavia-Suceava, Transilvania,
Crisana-Maramures, y Oltenia-Banat) fuesen jubilados; como lo fueron doce
obispados. En la purga legal, por así decirlo, cayeron el metropolitano Irineu
de Moldavia, el metropolitano Nifón de de Oltenia, el obispo Luciano de Roman,
el obispo Cosman del Bajo Danubio y el obispo Gheronte de Constanta. Otra ley
aprobada ese mismo año aseguraba el poder del gobierno a la hora de nombrar a
los sustitutos.
El Sagrado Sínodo de la Iglesia Ortodoxa, por lo tanto,
estuvo muy pronto petado de comunistas. El 27 de febrero de 1948, al patriarca
Nicodim le dio un apechusque del que la roscó; y por ello mismo fue sustituido
por Joan Marina, que adoptó el nombre de Justiniano, que ya había sido colocado
por el régimen como metropolitano de Moldavia. El gran mérito teológico de
Justiniano era haber escondido en 1944, en su parroquia de Ramnicul Valcea, a
un tal Gheorghiu-Dej.
Justiniano pilotó con rapidez el diseño de un nuevo
estatuto organizativo de la Iglesia ortodoxa rumana; un estatuto que le
otorgaba a él (es decir, al Partido) un control total sobre los activos y el
patrimonio de dicha Iglesia. Así pues, como veis, los rumanos, en realidad,
fueron bastante más listos que Stalin: en lugar de acabar con la pasta de
la Iglesia, lo que hicieron fue quedársela.
Todos los patrimonios y activos de la Iglesia ortodoxa
fueron nacionalizados, para así establecer un cordón umbilical entre los
sacerdotes y el Estado que obligase a los primeros a defender al segundo; cosa
que hicieron (la pasta es la pasta) incluso hasta cuando
resultaba vomitiva dicha defensa, como veremos con el tiempo. La ya citada ley
educativa le cerró a los ortodoxos 2.300 escuelas primarias y 24 secundarias,
13 academias y un conservatorio. Se abrieron dos escuelas específicas para
sacerdotes en Predeal y Bucarest; escuelas en las que sólo entraban estudiantes
seleccionados por las Juventudes Comunistas, y donde supongo que se enseñaría
que Juan Bautista era, en realidad, el abuelo de Lenin.
El Estado, pues, nunca prohibió la práctica de la religión
en la Rumania comunista; pero sí dejó bastante claro que no le gustaba.
Prohibió los festejos de bautismos y bodas religiosas, así como la celebración
de la Semana Santa y la Navidad. De hecho, el único matrimonio que operaba
efectos legales era el civil. Los miembros del Partido y de las Fuerzas Armadas
fueron instruidos específicamente para que no se les viese nunca por misa.
Esto es el caso de los ortodoxos. La Iglesia dominante en
Rumania, la que tenía más fieles y, consiguientemente, más pasta. Unos
tipos que ni se plantearon resistirse, pues para ellos era más importante
sostener el business model. Los uniates ya fueron otra cosa. Como eran
más pequeños, muchos decidieron resistirse. Fue tal la resistencia que el
régimen acabó por suprimir esta Iglesia (mientras la ICAR propiamente dicha
seguía siendo, curiosamente, legal).
La ICAR fue respetada, sobre todo, porque apenas tenía
fieles rumanos. Casi todos los creyentes opústólicos y románticos que había en
Rumania eran, en realidad, húngaros. Los comunistas rumanos, que siempre tenían
un rabillo del ojo puesto en el vecino húngaro para que no se mosquease, no se
atrevieron a cerrar sus iglesias por temor a que en Budapest se considerase que
aquello era una provocación.
La ICAR, como suele ser siempre el caso, tenía un
Concordato firmado con Rumania, que llevaba fecha de 10 de mayo de 1927. Este
Concordato establecía cinco diócesis: Alba Iulia y Oradea-Satu Mare en
Transilvania, casi totalmente húngara; Timosoara en el Banat, formada por
alemanes básicamente; Iasi en Moldavia y Bucarest, que eran las dos básicamente
rumanas. Buena parte de los católicos moldavos eran csangos, es decir medio
húngaros, medio rumanos. Los cinco obispos en 1948 eran: monseñor Aron Marton
en Alba Iulia; monseñor Ianos Scheffler en Oradea-Satu Mare; monseñor Augustin
Pacha en Timosoara; monseñor Alexandru Cisar en Bucarest; y monseñor Anton
Durcovici en Iasi.
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