Las primeras disensiones
Triunfo popular, triunfo político
La República como problema
La división de 1931
¿Necesitamos más jerarquía?
El trentismo
El Alto Llobregat
Barcelona, 8 de enero de 1933
8 de diciembre, 1933
La alianza obrera asturiana
La polémica de las alianzas obreras
El golpe de Estado del PSOE y la Esquerra
Trauma y (posible) reconciliación
Tú me debes tu victoria
Hacia la Guerra Civil
¡Viva la revolución, carajo!
Las colectivizaciones
Donde dije digo...
En el gobierno
El cerco se estrecha
El caos de mayo
El principal objetivo de la FAI era presentar batalla a los comunistas, ante sus intenciones de hacerse con el control de los sindicatos confederales catalanes. Todo el mundo era consciente, en 1929, de que quien controlase a los sindicatos de Barcelona, sería mayoritario en la clase obrera española. Sin embargo, en realidad la gran lucha de los faístas no fue contra los que no eran anarquistas, sino contra los que sí lo eran. Apreciaban mucho más peligro en los “reformistas” como Pestaña, porque su capacidad de influir sobre las bases de la CNT era muy grande. Hay que tener en cuenta que desde el 15 de enero de 1928 la CNT había aprobado la creación de comités nacionales y regionales conjuntos con miembros de la CNT y de la FAI. Poco a poco, la FAI fue tomando posiciones en los comités creados por la CNT e imponiendo en muchos de ellos sus puntos de vista.
En enero de 1930, las cosas comenzaron a cambiar. El rey terminó de deshacerse del general Primo de Rivera y nombró jefe de gobierno al general Dámaso Berenguer, con el que habría de comenzar lo que normalmente se conoce como Dictablanda. Los anarquistas se planearon enseguida cuál debía de ser su posicionamiento frente al nuevo entorno. Aquella misma primavera se reunieron en el Teatro Nuevo de Barcelona para discutirlo.
La presencia de Peiró en la reunión sorprendió a muchos. Semanas antes, en marzo, se había publicado en Barcelona un manifiesto, conocido normalmente como la Inteligencia Republicana; y Peiró lo había firmado. No fue el único cenetero que firmó: Josep Viadiu, por ejemplo, también lo firmó, aunque las firmas más sobresalientes del documentos eran las de otros, como Lluis Companys. El documento, la verdad, evitaba una identificación política excesiva y ponía el acento en el deterioro moral producido con la dictadura primorriverista, y la necesidad de que España recuperase un régimen de libertades plenas. La afirmación de este principio general, decía el manifiesto, no debía interpretarse como mengua de “los ideales particulares” de cada firmante. La Inteligencia Republicana, pues, buscaba que todo el mundo que firmase el manifiesto se sintiese cómodo firmándolo, sin tener la sensación de que prestaba apoyos a ideologías distintas de la suya.
Días antes de la reunión del Teatro Nuevo Joan Peiró, que obviamente ya sabía lo que había pues aunque no tenía móvil tenía orejas, publicó un artículo en el que venía a reconocer que, firmando aquel papel, había entrado en contradicción con sus ideas. Decía que había firmado en un gesto meramente personal, consciente de que si no firmaba se condenaba al ostracismo. Pero era consciente de que no podía arrastrar a toda la organización; así pues, anunciaba campanudo el cese total de sus actividades propagandísticas y periodísticas en la CNT, se convertía en un militante más, y dejaba en manos de sus compañeros la decisión de cuándo se le podría levantar la sanción moral que él mismo se imponía. O sea, el típico me voy para que me digáis que me quede de toda la vida; que los anarquistas, al final, tampoco son tan distintos.
Peiró era un tipo muy listo, y dominaba como nadie las artes de la propaganda. Hizo lo que tenía que hacer: se presentó en el Teatro Nuevo y se negó a hablar, puesto que, recordad, se había convertido en un “militante silencioso” más. La consecuencia fue la que, con seguridad, él esperaba: la asamblea, en pleno, le bramó que tomase la palabra. Si me lo pedís... Dos meses después, lo nombrarían director de Solidaridad Obrera, La Soli, el periódico anarquista barcelonés por excelencia.
El renuncio de Peiró fue impostado. Él sabía bien que el Comité Nacional, fuertemente influido por Pestaña, había tomado ya en febrero, semanas antes del Teatro Nuevo, posiciones reformistas; el anarcosindicalismo parecía alejarse del aislamiento auto impuesto. El Comité Nacional, de hecho, elaboró un manifiesto, que presentó a mediados de febrero en una reunión con los comités regionales, que sería la bisagra del enfrentamiento interno dentro de la organización. Este documento reconocía la necesidad de convocar unas Cortes que revisasen la Constitución del país, creando una nueva estructura constitucional en la que, escribían los autores del manifiesto, “tendremos que vivir”. Un tanto asustados por lo que estaban escribiendo, los miembros del Comité Nacional trataron de acallar las más que probables críticas de los esencialistas matizando, en su manifiesto, que el apoyo de la CNT se produciría mediante la acción directa en la calle. Y que la CNT seguía sin apoyar postura política alguna.
En el fondo de esta situación se halla el hecho de que la CNT, como organización, acusaba, cada vez más, algo que podríamos llamar “fatiga de clandestinidad”. Un pleno de regionales reunido en Blanes en abril de 1930 abogó por la vuelta a la legalidad de la CNT y elaboró grandes críticas al irredentismo faísta. En el verano de 1930, se designó un nuevo Comité Regional catalán de la CNT, con la tarea de preparar el regreso a la legalidad. Berenguer aceptó la vuelta a la legalidad de la CNT, pero hizo todo lo posible por mantener los comités paritarios ya existentes para, de esta manera, favorecer a la UGT y a los llamados sindicatos libres.
Berenguer quería, y esperaba, que, al hacerse legal la CNT, ésta se acostumbrase a ello, por así decirlo, y moderase sus posiciones. Sin embargo, pronto habría de aprender que eso no iba a ser así. La CNT nunca ha sido así. Antes ya os he dicho que una de las características fundamentales de aquella CNT de los años veinte del siglo ídem es que era igual de eficiente debajo que encima del agua. El anarcosindicalismo estaba fatigado de la clandestinidad; pero eso no quiere decir que estuviese dispuesto a realizar la transacción de legalidad a cambio de moderación (por ejemplo, marisco y puticlubs). En el verano de 1930, los anarcosindicalistas se pusieron a trabajar en la creación de un sindicato único del transporte en Barcelona. Desde 1918, la CNT había aprobado la transformación de los sindicatos de oficio por sindicatos únicos de ramo. Esto es: los sindicatos de cocineros y de camareros se convirtieron en sindicatos de hostelería. Esto lo hicieron porque, en pura práctica anarcosindicalista de acción directa, los miembros de un sindicato deben (o, más bien, pueden y suelen) ir a la huelga en solidaridad con miembros de dicho sindicato que tengan un problema o un conflicto. La conversión de los sindicatos de oficio en sindicatos únicos multiplicaba la capacidad de presión, ya que no es lo mismo que vayan a la huelga los conductores de tranvía, a que lo hagan todos los empleados del transporte público. El intento de crear el sindicato único del transporte puso de los nervios a las autoridades, que se negaron a autorizar el nuevo sindicato. El 30 de noviembre, todos los trabajadores de la CNT en Barcelona hicieron huelga general de 24 horas contra esta decisión.
A la CNT, cada vez más, la dictablanda se le quedaba corta. En la célebre conversación que celebraron el general Emilio Mola, entonces director general de Seguridad, y el líder anarquista Ángel Pestaña, éste último tuvo la ocasión de expresarle la honda desilusión de la CNT con el régimen post primorriverista. Los comités paritarios en las empresas, esa invención “monstruosa” como la calificó Pestaña, seguían en pie. En los mismos, era normal que los presidentes del comité deshiciesen los empates entre patronos y trabajadores en favor de los primeros; por no mencionar que, tal y como siempre se habían quejado los anarcos, muchos sindicalistas se dejaban atraer por ofertas y seducciones (el tema de los liberados sindicales es más antiguo de lo que parece). En octubre, la regional catalana se reunió y terminó su encuentro amenazando con una huelga general en represalia al acoso y la represión de sus militantes. Teóricamente, debía haberse producido una reunión de alcance nacional; pero la intensidad de la represión aconsejo al Consejo Nacional aplazar la convocatoria.
En ese ambiente, y con la presión además de los faístas, la actividad conspiratoria de los anarquistas se mantuvo viva, marcando una cierta continuidad respecto de los tiempos del pistolerismo. En el verano de 1930 se creó un nuevo comité regional catalán. El anterior, clandestino, había estado radicado en Badalona; el nuevo pasó a Barcelona, y designó a Jaume Magriñá como enlace con los grupos conspiradores. Magriñá, en la primera reunión que tuvo con éstos, se encontró con más personas que las puramente anarquistas. Allí estaba, por ejemplo, Lluis Companys, representando a los rabassaires; así como al periodista Pere Comas, también identificado con la Esquerra Republicana; Jaume Aiguadé, el hombre más activo de Estat Català; Antoni Rovira y Virgili; y Salvador Vidal Rosell, miembro del pequeño Partido Socialista Catalán.
Por esa época, un ingeniero revolucionario, Alejandro Sancho Subirats, hombre atraído por el apoliticismo de los anarquistas, patrocinó la creación de un comité revolucionario en el que la CNT catalana estuvo representada por Bernardo Pou y el mencionado Magriñá, y donde también estaba Manuel Hernández, por la FAI, además del militar Eduardo Medrano y el dirigente estudiantil Ricardo Escrig. Este último, Escrig, parece que rindió un servicio importante a los conspiradores, siendo capaz de interceptar mensajes del gobernador civil y llegando incluso a descifrar su código. Uno de estos telegramas del gobernador, ya descifrado, fue publicado por La Soli.
A pesar de estos contactos, los secretarios del Comité Nacional, Manuel Sirvent Romero y Progreso Alfarache Arrabal, no querían implicar seriamente a la CNT en estos movimientos hasta que un pleno nacional así lo decidiese (aunque por lo que veremos ahora mismo, lo más probable es que ese prurito lo tuviese, en realidad, Alfarache). La FAI, sin embargo, era otra historia. El propio Sirvent, además de secretario del Comité Nacional, era miembro del Comité Peninsular de la FAI; exactamente igual, Manuel Hernández estaba presente en el comité peninsular de la FAI y el regional de la CNT. Ambos, al parecer, fueron la principal bisagra entre los anarquistas y los conspiradores revolucionarios políticos.
Francisco Arín entró en junio de 1930 en el Comité legal de la CNT. Después de eso, tuvo conocimiento de los contactos con el comité revolucionario de Barcelona. Cuando lo supo, argumentó que el Comité Regional se había abrogado unas responsabilidades que eran del Comité Nacional; algo que, cuando menos en mi opinión, no estaba tan claro, puesto que los diferentes niveles de decisión en la CNT, como ya os he explicado, funcionaban con elevados niveles de autonomía. Así las cosas, Arín recibió la encomienda de cortocircuitar los contactos existentes, para que éstos pudieran ser realizados, o no, por el Comité Nacional según lo que decidiera.
A la siguiente reunión del comité revolucionario de Barcelona, pues, debía acudir Arín. Pero no llegó, porque lo detuvieron por el camino. Los integrantes del comité regional y los faístas presentes aprovecharon esa ausencia para seguir a lo suyo; de hecho, acordaron una fecha para realizar una asonada revolucionaria. Arín consiguió llegar finalmente; pero para cuando lo hizo, todo el pescado estaba vendido. Ésta es, cuando menos, la versión que difundió Arín cuando, meses después, atacó a la FAI por haber generado una confluencia con fuerzas revolucionarias de índole política (mayoritariamente, la Esquerra); sin embargo, y es de nuevo mi opinión, la fuerte interpenetración entre la CNT y la FAI (recuérdese que para ser faísta había que ser cenetista) hace muy difícil deslindar si, verdaderamente, la CNT fue totalmente ajena a aquellos movimientos.
Arín le prohibió a los hombres bajo la responsabilidad del Comité Nacional que participasen en la conspiración. O eso dice, porque el caso es que tanto Hernández como Sirvent como, ojo, Progreso Alfarache, que no era miembro de la FAI, se desplazaron a los puestos que tenían asignados en el movimiento revolucionario. La FAI, claramente, estaba entonces identificada con su implicación en movimientos políticos; algo que, apenas unos meses después, negará tajantemente, al abrazar el esencialismo anarquista (y, entre otras cosas, expulsar a Sirvent, Hernández y José Elizalde). Lo que cuando menos yo no tengo tan clara es la implicación de la CNT.
En agosto de 1930, y si hemos de creer la información que manejó el general Mola, la CNT envió observadores a la reunión de San Sebastián en la que se sentarían las bases de la futura II República española. Siempre según Mola, esos dos observadores fueron Rafael Vidiella y Progreso Alfarache. Ninguno de ellos, sin embargo, parece haber tenido un papel ni medio relevante. La reunión de San Sebastián se consumió en discutir otros temas que los reunidos consideraron más importantes; notablemente, el problema de las nacionalidades. En San Sebastián, de derechos obreros se habló más bien poco.
Al regreso de San Sebastián, los partidos políticos catalanes que habían estado presentes contactaron con la CNT. El Comité Nacional había aprobado colaborar con movimientos revolucionarios pero, en palabras de Francisco Arín, “con nuestros medios, con procedimientos netamente revolucionarios y de acción directa”. En otras palabras, la CNT identificaba cualquier movimiento contra el régimen con la huelga general revolucionaria. En consecuencia, la CNT exigió, en el marco del nuevo entorno revolucionario dibujado tras el té con pastas de San Sebastián, que se armase al pueblo, puesto que la CNT quería “el triunfo del pueblo y no de un partido determinado”; en este punto, los políticos se mostraron siempre totalmente contrarios. De nuevo en palabras de Arín, lo que trataron los anarquistas fue de estar bien informados de lo que se estaba preparando, pero no comprometer nunca ni su independencia de acción ni el objetivo final de cualquier jarana en la que participasen.
La respuesta de los partidos catalanes de izquierda fue invitar a la CNT a una reunión a la que asistió Arín con otros dos compañeros, todos designados por el Comité Nacional. Allí se les preguntó cuál era su postura respecto de un eventual movimiento revolucionario de alcance nacional. Los delegados regresaron, reunieron al Comité Nacional de nuevo, y acordaron contestar que la CNT no podía apoyar ningún movimiento político, por radical que fuese; pero que si los partidos montaban un verdadero movimiento revolucionario, la CNT estaría presente en dicho movimiento, “pero en la calle” y, añado yo, a su bola.
Los partidos políticos ofrecieron a la CNT, siempre según el relato de estos contactos que se haría en el Congreso de la formación en 1931, a que formasen parte del gobierno del nuevo régimen nacido del movimiento de diciembre; posibilidad que los anarquistas rechazaron “por ser una tentativa de desvío”. Como sabemos, años después, con una guerra encima, cambiarían de idea.
Arín explicó, en el congreso de 1931, que los anarquistas eran conscientes de que “había que terminar” con el régimen, “pero en un sentido eminentemente popular y de acción directa; no en el sentido de acción parlamentaria o reformista [es decir, mediante unas elecciones, como finalmente vino la República]; aquello lo pensaban exclusivamente ellos [los políticos]”.
La CNT, pues, estuvo presente en la formación del movimiento de diciembre de 1930 que se diseñó para proclamar la República, y que habría de costarle el gañote a los capitanes Galán y García Hernández. Sin embargo, ya en las negociaciones de aquella movida, a pesar de lo muy impregnadas que estuvieron de buenismo y de esa solidaridad extrema que siempre existe entre los que todavía no han ganado nada, se hizo bien evidente la actitud de los anarquistas, que los acabaría convirtiendo, con perdón, en un grano en el culo de la República. Ellos no estaban allí para las componendas políticas, sino para destruir los gobiernos, el dinero, las clases sociales, los registros públicos. Una diferencia fundamental que, de momento, no se notaba.
De momento.
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