miércoles, enero 04, 2023

Anarcos (2): Las primeras disensiones

La primera CNT
Las primeras disensiones
Triunfo popular, triunfo político
La República como problema
La división de 1931
¿Necesitamos más jerarquía?
El trentismo
El Alto Llobregat
Barcelona, 8 de enero de 1933
8 de diciembre, 1933
La alianza obrera asturiana
La polémica de las alianzas obreras
El golpe de Estado del PSOE y la Esquerra
Trauma y (posible) reconciliación
Tú me debes tu victoria
Hacia la Guerra Civil
¡Viva la revolución, carajo!
Las colectivizaciones
Donde dije digo...
En el gobierno
El cerco se estrecha
El caos de mayo  



El gran problema de la CNT, que de alguna manera se aprecia incluso en el tiempo presente, es que esta forma de ver las cosas y de organizarse es, claramente, una forma adaptada a la clandestinidad. En mi modesta opinión, el anarquismo español nunca ha terminado de superar el momento en que la clandestinidad ha quedado como cosa del pasado; y el momento en el que esto es más perceptible es la II República. Una hora en la que muchos, incluso anarquistas, creyeron sonada la campana en la que los anarquistas serían llamados a hacer cosas importantes, para las cuales, sin embargo, era necesario que tuviesen y mostrasen una unión, una coordinación estratégica de la que siempre carecieron; y la mejor prueba es la huelga general revolucionaria de 1934, que no se generó en Asturias como piensan los indocumentados y la mayoría de los licenciados en Historia, sino porque fue allí donde los anarquistas, o más bien deberíamos decir algunos anarquistas, decidieron construir con los comunistas la hermandad proletaria que otros, en otras zonas, rechazaron. Nunca sabremos cuál habría sido el resultado de un movimiento generalizado, y en gran parte nunca lo sabremos porque los anarquistas españoles son como son.

Esta estructura líquida y descentralizada habría de contrastar muy vivamente con la de la UGT. La UGT ha pasado por muchas vicisitudes a lo largo de su ya larga Historia; pero, de alguna manera, nunca ha dejado de ser la organización estrictamente jerarquizada que es, consecuencia de su raíz marxista. En la década de los veinte del siglo pasado, además, era otra cosa: la peor enemiga de la CNT.

Muchas cosas en España, en efecto, comenzarán en 1924 a depender, o a ser consecuencia de, la obsesión de Francisco Largo Caballero en el sentido de no ser sobrepasado por la CNT. A Largo, en efecto, siempre le obsesionó poder decir que lideraba la organización más revolucionaria del proletariado español. Y esa obsesión le llevó incluso a hacer la inmensa tontería de pactar con la dictadura militar de Primo de Rivera, que incluso lo hizo consejero de Estado y diseñó, un poco a conveniencia de la UGT, la Ley de Corporaciones de 26 de noviembre de 1924.

Esta ley, de alguna manera precursora del nacionalsindicalismo que propugnaría el hijo del dictador años más tarde, creaba una serie de sindicatos profesionales en los que quedaban encuadrados los trabajadores españoles. Asimismo, se creaban tribunales de arbitraje para dirimir las diferencias entre trabajadores y empresarios. Estos comités paritarios fueron muy importantes para la paz social de la dictadura; pero fueron combatidos por el anarquismo por cuanto repelían la huelga como instrumento de lucha de la clase obrera y, consecuentemente, atacaban la esencia de su actuación. Las diferencias en torno a los tribunales de arbitraje crearon una sima entre la UGT y la CNT que ya nunca se la salvado desde entonces y que, muy particularmente, habría de emponzoñar su vida, y la vida de todos, durante la II República.

Una CNT notablemente mermada por la legislación laboral de la Dictadura y su relativo entendimiento con la UGT reaccionó buscando directamente las alianzas revolucionarias. El primer aliado con quien contó fue el coronel Françesc Maciá, quien vivía exiliado en París y que, a mediados de 1924, recibió a una delegación de anarquistas en la ciudad francesa. Dos miembros del comité regional catalán fueron a la ciudad francesa, donde se entrevistaron con el líder catalán. Macià estaba intentando organizar un golpe de Estado revolucionario para crear una república federal; los anarquistas no expresaron voluntad ni animadversión especial hacia el régimen resultante, siempre y cuando sus presos fuesen liberados y las libertades personales restauradas. Al regreso de estos dos emisarios, el comité regional catalán aprobó apoyar el movimiento revolucionario, si bien parece ser que hubo algunas voces en contra, minoritarias. En julio, fue el Comité Nacional el que aprobó la intención.

La CNT, sin embargo, esperaba una revolución casi inmediata; en su idea, un tanto atolondrada y desconectada con la realidad (algo que le suele ocurrir a los anarquistas con bastante habitualidad), consideraba que el movimiento propugnado por Maciá no debía tomar ni seis meses para producirse. Cuando ese tiempo pasó y, que diría Cervantes, no hubo nada, los anarcosindicalistas comenzaron a decepcionarse. En esas circunstancias, la presión de los “puros”, que consideraban un pecado mortal aquella alianza con fuerzas políticas, provocó una nueva reunión del Comité Nacional en octubre, presuntamente para romper la alianza con los nacionalistas catalanes; pero en la que, en realidad, se terminó por aprobar todo lo contrario. A partir de ese momento, anarquistas catalanes y nacionalistas catalanes iniciarían una tendencia de colaboración intermitente, que permanece hasta hoy en día.

El paso de los años y el progresivo deterioro de la Dictadura movió a la CNT a perseverar en la colaboración con los medios que se comprometían con derribarla de una u otra forma. Sin embargo, el tema seguía siendo muy problemático. En 1928, por ejemplo, se tomó la decisión de iniciar contactos con la oposición política a la dictadura; pero esta decisión se tuvo que hacer de espaldas al Comité Nacional, que era abiertamente hostil a la idea. La gran esperanza blanca había dejado de ser Macià, a quien los anarquistas consideraban un conspirador de corto recorrido por estar únicamente interesado en Cataluña; y había pasado a ser Rafael Sánchez Guerra, un político conservador que, sin embargo, había roto con la institución monárquica a causa de la dictadura. Al parecer, un anarquista fue a París a ver a Sánchez Guerra, autoexiliado en la capital francesa. Sin ningún lugar a dudas, Sánchez Guerra logró llenar la cabeza de aquel visitante de pájaros e ideas tan sólo medianamente ciertas sobre el poder con que contaba y la inminencia de que se aplicase a usarlo. La CNT, temiendo quedarse ajena a un proceso que creía más maduro y poderoso de lo que realmente era, convocó un pleno nacional para tratar el tema.

Este pleno se reunió en julio de 1928, y el día 29 de dicho mes tomó un acuerdo claro en el sentido de contactar con Sánchez Guerra y también con los elementos del ejército contrarios a la Dictadura. Prudentes, en todo caso, los anarquistas decidieron quedarse voluntariamente alejados del diseño en sí de las conspiraciones, limitándose a afirmar que las apoyarían si era necesario. La oferta fundamental de los anarquistas era garantizarle seis meses de paz social al gobierno nacido del golpe de Estado revolucionario. La verdad, un plazo tan corto es la mejor demostración de que, a pesar de las unanimidades conseguidas en las votaciones, la CNT no estaba dispuesta a poner toda la carne en el asador; una buena muestra de que los puristas que consideraban que un anarquista no ha de alcanzar acuerdos políticos, ni con tirios, ni con troyanos, tenían mucha fuerza en el cuerpo sindical. Según Juan Peiró, de hecho, el pleno de aquel mes de julio de 1928 votó en contra de la garantía de seis meses de paz social, ante lo que suponía de autocoartar la libertad de acción del anarcosindicalismo. Un anarquista, en efecto, si por algo se caracteriza es por considerar que un gobierno es un gobierno y, al serlo, tiende naturalmente, por así decirlo, a reprimir al obrero. Por lo tanto, la alianza táctica con alguien, quisiera ese alguien derribar una dictadura militar o no, resultaba repugnante para el anarquismo más literal.

En enero de 1929, las cartas se pusieron sobre la mesa. Sánchez Guerra desembarcó en Valencia, poco menos que esperando que el país fuese a darse la vuelta por verle allí; pero eso no pasó y, la verdad, la insoportable levedad de su movimiento revolucionario quedó plenamente expuesta a las pocas horas. En lo que toca a los anarquistas, no hicieron nada. Ellos habían pactado que su papel sería, en todo caso, apoyar un movimiento ya en marcha. Sánchez Guerra, sin embargo, no logró poner en las calles ni un mísero cañón, ni el más modesto regimiento, de su lado. Si no había habido golpe, no habría apoyo.

Como siempre ocurre, el éxito tiene muchos padres, pero el fracaso es un ente bastardo al que nadie quiere. Aunque la CNT nunca quiso estar en primera fila del golpismo contra la Dictadura, la constatación evidente de que derribarla era punto menos que imposible, cosa que es cierta puesto que sólo caería cuando se agotase en sí misma; aunque nunca quiso estar en primera fila, digo, el fracaso acabó afectándola, puesto que dentro de la organización se abrió un agrio debate sobre de quién era la culpa, debate que terminaría por generar un cisma en la organización.

En una primera derivada, desde luego, los anarquistas más puristas, nucleados ya en la Federación Anarquista Ibérica (FAI) pensaban, y así lo decían, que los dirigentes de la CNT habían caído en una especie de espejismo que había sido notablemente dañino para la organización. Sin embargo, los cenetistas contraatacaron rápidamente. Tenían que hacerlo, porque, en realidad, lo que había dentro de la organización era mucho más que una discusión teórica: lo que había era una pelea a ver quién controlaba a la organización obrera, de largo, con más afiliados y más capacidad logística de España. La FAI, de hecho, aduciendo que había dirigentes de la CNT que se dejaban llevar con demasiada facilidad por los cantos de sirena de políticos aledaños ideológicos del anarquismo, propugnaba un control de la FAI sobre los cuadros sindicales; una especie, pues, de comisariado anarquista. Además, estaba el hecho de que la actitud de la FAI no había estado tan clara durante las jornadas de 1928, pues tanto Peiró como Francisco Arín, otro dirigente que acabaría en el trentismo, aseveraron que, durante esas jornadas, habían sido varios los dirigentes faístas que habían contactado con elementos políticos revolucionarios.

Estos debates surgieron con fuerza en 1931, el complejo año en el que las cosas cambiaron tan profunda como inesperadamente. Pero ya antes el debate se había recrudecido. Fue en el otoño de 1929, un momento en el que la relativa longevidad de la Dictadura sorprendió a los anarquistas, como a otros muchos contrarios al régimen, cuando la CNT se planteó aceptar los mecanismos adoptados en la legislación laboral. El movimiento, de aprobarse, suponía una separación seria de la táctica y teórica anarquista clásica, pues para un anarquista de verdad de la buena, el Estado no tiene pito que tocar en un tema: la negociación colectiva, que es cosa entre empresarios y trabajadores.

Este debate, por otra parte, sirvió para que, ya muerto El Noi del Sucre, dentro de la CNT se alzasen sus dos grandes figuras, que fueron antagonistas en este tema: Juan Peiró y Ángel Pestaña.

Peiró y Pestaña llevaban ya debatiendo sobre colaboración sí o no desde dos años atrás, a través de artículos en la prensa anarquista. Pestaña estaba preocupado porque los trabajadores anarcosindicalistas estaban perdiendo contacto con sus organizaciones, y por la falta de atractivo que tenía la CNT a la hora de captar nuevos militantes. Su idea era que la formación no podía permanecer al margen de la Ley de Corporaciones, porque ésta, máxime contando con el apoyo de la UGT, se estaba convirtiendo en el sistema de relaciones laborales en España. Consideraba que había que reconstituir la CNT.

Peiró contestó a todas estas tomas de posición criticando las posiciones que llamó “posibilistas”. Según él, la CNT no tenía que adaptarse “ni al sistema corporativo, ni al reformismo ni a la colaboración de clases”. Para Peiró, toda la actuación anarcosindicalismo se asentaba sobre dos principios axiomáticos: el antiparlamentarismo y la acción directa. Nada ni nadie, “ni un congreso ni un hombre”, podía negar estos dos principios.

En el fondo de esta cuestión se encuentra la discusión sobre algo que al anarcosindicalismo le repugnaba profundamente: la creación de la figura de lo que podemos llamar “cuadro sindical”. Tal y como se había concebido la CNT, en su seno todos los miembros eran obreros; todos eran lo mismo. Este principio venía dictado por la propia teórica anarquista asumida por la organización; pero también por la práctica revolucionaria clandestina que, como ya os he explicado, exigía que, en cada momento, cada nombre y cada hombre de la organización pudiera ser fácilmente sustituido por otro. En tal sentido, la base de la CNT era el sindicato: el pez hecho de peces. La clave no podía ser el cuadro sindical, porque eso significaba, primero, ser más vulnerables; y, segundo y más importante, ser más políticos. La figura del sindicalista profesional era ajena a aquel esquema.

Para Peiró, pues, los hombres de la CNT tenían dos caminos: o permanecer dentro de la CNT sin aceptar ninguna de las transacciones del reformismo y sus transacciones; o aceptar el reformismo, en cuyo caso deberían emplazarse fuera de la CNT. La reacción a esta toma de posición fue dramática: ante la evidencia de un cisma, en gran parte, insoluble, el Comité Nacional dimitió en pleno, y Pestaña declaró la CNT muerta.

Aquella afirmación de Pestaña, sin embargo, tenía un punto, y bastantes comas, de exageración. En realidad, el anarcosindicalismo seguía estando muy vivo; pero, tal vez, sus centros de gravedad estaban cambiando. Desde un congreso clandestino celebrado en julio de 1927 existía la Federación Anarquista Ibérica. La FAI fue una organización nacida para defender el apoliticismo y la acción directa revolucionaria bakuninistas originales del anarquismo ibérico frente al reformismo pestañista. Estaba básicamente formada por revolucionarios anarquistas jóvenes, lo cual es lógico porque las posiciones frontalmente renuentes a cualquier tipo de transacción son bastante propias de la juventud. En 1931, la FAI logró sacar grandes réditos de la discusión teórica en el seno del anarcosindicalismo y se convirtió, de facto, en la tendencia mayoritaria dentro de la CNT. Todo faísta tenía que ser miembro de la CNT, y rápidamente generaba una importante admiración dentro de la organización, ya que los miembros de la FAI eran siempre los más activos y los que antes se presentaban para los enfrentamientos. Una gran novedad de la FAI fue que su afiliación no se organizaba individualmente, sino por núcleos, los llamados grupos de afinidad, normalmente de tres a diez miembros. Estos grupos de afinidad se organizaban en una estructura federal paralela a la de la propia CNT. Aunque su principal vivero, lógicamente, era Cataluña, su primer secretario fue un portugués: Germinal de Sousa.

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