miércoles, diciembre 02, 2020

La Armada (10: la peripecia de los reformados forales en Coutras)

Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.

La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode



Estamos ya en octubre de 1587. El rey de Navarra y su ejército no están, precisamente, en la mejor de las situaciones. Están, básicamente, cercados. La suya es la tropa de los hugonotes, de los protestantes franceses. Una tropa que, a pesar de que la población protestante de Francia sí puede, teóricamente, competir con la católica, sobre todo en amplias y ricas zonas de la nación, sin embargo, como ejército, es demasiado débil. De hecho, el rey sabe que si presenta batalla, las posibilidades son muchas de que la flor y la nata de la casa Borbón acabe, como dicen los franceses, mordiendo los dientes de león por las raíces (esto quiere decir: muertos y enterrados); lo cual podría causar una herida sangrante definitiva a la causa del calvinismo francés.

El rey navarrico ha sabido sacar a sus piqueros de los puertos vizcaínos donde los católicos esperaban hacer carne picada con ellos. Han marchado hacia Bergerac, la patria de Cyrano, que no lo es por casualidad porque es un lugar que, como el rostro del personaje literario, está coronada por muchas cumbres y desfiladeros donde es más fácil protegerse. Al rey lo acompañan sus primos, Condé y Soissons y lo mejor de la capitanía protestante francesa. El día 19 de octubre, llega para hacer noche a un pequeño pueblo llamado Coutras, en la carretera entre Tourts y Poitiers.

La situación, como digo, no es buena. Coutras es una posición difícil de defender, entre dos ríos, el Dronne y el Isle. El lugar es eso que los gabachos llaman un cul-de-sac y, para colmo, la única salida posible está taponada por el duque de Joyeuse con sus tropas papistas. La situación es, en realidad, incluso peor, puesto que la retaguardia del rey Osasuna todavía ni siquiera ha podido cruzar el Dronne; mientras que las tropas de vanguardia, con las únicas tres putas piezas de artillería con que cuentan los chistorra, no ha podido cruzar el Isle. Los capitanes de la tropa, de hecho, ya están diseñando una operación bastante suicida, en la cual la infantería tendrá que inmolarse para permitir una rápida huida de la caballería (y del rey, claro; porque los reyes, a pesar de ser, siempre, el puesto en un Estado que más alternativas tiene, nunca se quedan a recibir la última hostia). Como ya he dicho, para el Estado Mayor del rey, quedarse y luchar no es una opción, porque los capitanes saben bien que no habrá apresamientos y rescates ni leches en vinagre; la orden de los generales católicos es emascular al partido protestante, dejarlo sin nobles, sin personas que lo puedan dirigir.

Que Isabel de Inglaterra, desde los salones de Nonsuch, se preocupase de darle a su churri Miérdester pasta y más pasta para sus aventuritas holandesas, pero apenas lo hiciese para socorrer a las tropas hugonotes, revela hasta qué punto Londres estaba ya desarrollando esa capacidad tan suya de leer los problemas internacionales en clave local. La toma de Sluys por las alegres tropas del duque de Parma era un problema para Inglaterra; pero el fracaso de la tropa hugonote era un problemón para todo el conjunto de la causa protestante. En realidad, era un golpe mucho peor, por lo que podría suponer de esclerotización de la causa protestante en toda Europa. Bastantes años antes, el catolicismo francés tocaba con la punta de los dedos el fin del plan que acabaría por llevar a cabo el cardenal Richelieu: convertir al movimiento hugonote en una curiosidad histórica, en alimento para las estatuas. Francia daba toda la impresión de estar a punto de caer en poder de la Santa Liga, de los Guisa-Lorena; en el fondo, pues, del rey español Felipe II; y ya sabemos que ésa era una de las piezas del puzzle estratégico que llamamos Gran Armada.

La caída de la resistencia hugonote, de hecho, amenazaba con hacer inútil el esfuerzo de Sluys. ¿Quién necesita un puerto holandés para allegar tropas hacia Inglaterra, teniendo toda la costa septentrional francesa a su disposición?

Éste había sido, durante tiempo, el verdadero primer objetivo de la política exterior escurialense. Desde la muerte del último heredero Valois, Felipe II había puesto en juego todo su dinero, todo el apoyo del Papa, y toda la capacidad logística de los jesuitas, para conseguir alojar en el Louvre a un francés de su cuerda. La acción española, que no hacía otra cosa que surfear sobre esa ola de cinco metros que llamamos Contrarreforma, fue tan eficiente que, en relativamente poco tiempo, apenas dos o tres años, los hugonotes franceses habían pasado de luchar para implantar en Francia la verdadera religión, a luchar para salvar sus gañotes. La verdad es que todo les había ido saliendo mal. Primero, la casa de Valois se quedó sin mercancía; después, se cargan al Príncipe Vodafone, verdadero campeón de la causa luterana; y, finalmente, los Guisa, convenientemente lubricados por el presupuesto español, lanzan una guerra civil dentro de Francia, una más de las intentonas históricas de resolver, de una vez, la cuestión de los hugonotes. En julio de 1585, Enrique III, acosado por la Santa Liga, revoca los edictos de tolerancia religiosa (no confundir con el Edicto de Nantes, que es posterior) e ilegaliza la Iglesia Reformada en Francia. En septiembre de aquel año, Sixto V, el Papa oxímoron (y digo esto porque era sexto y, al tiempo, quinto), dicta una bula que más que una bula es una bala: denuncia a Enrique de Navarra como herético, le quita sus posesiones (la pasta, siempre la pasta…), libera a sus vasallos de la obligación de obedecerlo, y lo declara incapaz de ceñir la corona de Francia.

De esta manera, empieza lo que muchos historiadores llaman la Guerra de los Tres Enriques: Enrique de Valois, last man standing de su línea dinástica; Enrique de Borbón, rey de Navarra y, en aplicación de la Ley Sálica, su heredero; y Enrique, duque de Guisa, de la casa de Lorena, campeón de la causa católica, apostólica y romana.

Enrique de Lorena, ciertamente, era quien, sobre el papel, presentaba menos credenciales legítimas para sentarse en el trono de Francia. Pero entre nobles tan importantes y tan ricos, siempre con la capacidad de contratar gentes capaces de hacer árboles genealógicos más o menos inventados, eso no era problema. Los orígenes de la casa de Lorena, según sus defensores, se remontaban a Carlomagno; tanto, tanto, que el argumento de los católicos era que ninguno de los sucesores de Hugo Capeto podía exhibir mejores títulos que su campeón, su Enrique.

El principal aval de Kike 3, en todo caso, era presente: la repugnancia de muchos franceses, y muy particularmente de los parisinos, hacia la idea de tener, en Kike 2, a un rey protestante. Con la bula del Papa Sixto se dio un paso de gigante en esta estrategia, pues la máxima autoridad teórica, autoridad por encima de los reyes por mor de la Donación de Constantino, le había retirado al navarro el derecho a heredar la corona Camembert.

Enrique de Navarra, como no podía ser de otra manera, reaccionó. Le contestó al Papa con una carta (dirigida a “el señor Sixto”) y, en general, protestó afirmando su lealtad francesa. Consiguió frenar las ínfulas de los católicos, pero él sabía bien que la relación de fuerzas no le favorecía.

Los católicos, además, tenían todo un campeón militar en la persona de Anne de Batarnay de Joyeuse, el duque de Joyeuse. La carrera de este hombre había sido meteórica. Duque cuando todavía no tenía treinta años, se había casado con una hermana de la reina, lo cual, claro, lo convertía en cuñado del rey. Tenía enormes posesiones y era, además, Almirante de Francia. Ya se sabe que Enrique III ponderaba a veces la belleza de las mujeres y siempre la de un hombre atractivo; es posible que al rey aquel chavalote le molase más allá de sus virtudes morales.

Joyeuse era, en todo caso, un ambicioso militar, al que le gustaba mandar, y ganar. Abrazó la causa católica con pasión y, de hecho, estuvo detrás de la legislación antiprotestante del rey Enrique III. Durante todo aquel verano de 1587, Enrique había hecho todo lo posible por evitarlo. La verdad es que los ejércitos hugonotes, desde sus primeras formaciones, habían asumido su inferioridad militar respecto de las armadas católicas francesas y rara vez les presentaban batalla abierta. Así pues, el navarro (en realidad, bearnés) había pasado meses escamoteándose del escrutinio de su enemigo, realizándole pequeñas emboscadas, buscando, pues, que, poco a poco, las filas católicas fuesen registrando deserciones, bastante comunes en la época, que acabasen por debilitarla. Pasados los calores, cuando Enrique tuvo noticias de que Joyeuse estaba acopiando una nueva leva, concentró él mismo a todas las tropas protestantes que fue capaz de encontrar, salidas fundamentalmente del bastión de La Rochela y de otras ciudades más tenuemente hugonotes como Poitou o Saintonge, y con ellos trató de seguir al ejército católico hacia la Dordoña y su intrincada orografía que se extiende hacia el sur, es decir hacia Pau y Béarn. En la zona, él lo sabía, podía encontrar refuerzos y contar con la lealtad de una docena de fortalezas. Con estos mimbres, esperaba empantanar a su rival al sur de las líneas de enfrentamiento, mientras al norte buscaba contactar con los hermanos de fe suizos y alemanes.

Uno de los puntos fuertes de la tropa protestante era su movilidad. Por lo general, se desplazaban mucho más rápido que los católicos. Sin embargo, esta vez estuvo un poco lento. Enrique pensaba que Joyeuse estaba por lo menos a unos treinta kilómetros cuando, en realidad, su posición era mucho más cercana; apenas doce o catorce. En consecuencia, cuando las tropas papistas comenzaron a atacar, esto le cogió por sorpresa. Para él, todavía había una ocasión de escapar; pero su ejército ya no podría.

Sin embargo, el rey de los navarros resolvió quedarse. Fue una decisión bastante lógica. Los hugonotes franceses eran un grupo social que no creía mucho en eso de las legitimidades dinásticas. Amigo de la Iglesia antigua, el protestantismo también era amigo del concepto antiguo de monarquía, por así decirlo, según el cual aquél que merecía ser rey era aquél que era capaz de batirse el cobre por su gente. Enrique sabía que resultaría muy difícil huir del campo de batalla y esperar que aquellos franceses a los que dejaba con el culo al aire siguieran considerándolo su rey.

En realidad, en Coutras ambos contendientes se encontraron con grandes dificultades. Sobre el bando protestante, ya hemos dicho que partes de sus efectivos todavía estaban cruzando los ríos que flanquean esa posición; en lo tocante a Joyeuse, no adquirió inteligencia de que sus enemigos estaban en Coutras hasta bien llegada la noche, así que ahora tenía que reagrupar tropas que estaban muy distribuidas en las aldeas cercanas, cosa que sus ejércitos tenían que hacer por caminos muy estrechos y fáciles de defender. Ninguno de los dos contendientes tenía una idea cabal de lo que el otro iba a hacer o podría llegar a hacer, por lo que aquella fue, por así decirlo, una batalla indiferente, en la que ambas partes mostraron poco interés por avanzar contra la otra.

En medio de aquel caos, haber llegado primero a Coutras era una ventaja. Las tropas de Enrique estaban mejor dispuestas en lo general. En una posición muy protegida ante cualquier ataque de la caballería y con sus tres piezas artilleras absolutamente optimizadas en su situación, Enrique estaba causando daños a los católicos que éstos no podían devolver. Los capitanes de Joyeuse se dieron cuenta de que lo peor que podían hacer era seguir esperando, así que atacaron.

Una vez más, como con las piezas artilleras, Enrique de Navarra demostró que era un consumado maestro a la hora de hacer mucho con muy poco. Primero, la infantería de su flanco izquierdo atacó por sorpresa al flanco derecho católico, causándole muchas dudas. Y, después, realizó una carga inesperada por el centro, de gran violencia, que rompió la formación central católica en varios grupos aislados, que pudieron ser fácilmente atacados por el flanco.

Una señal de que, a finales del siglo XVI, la guerra estaba cambiando, y no para bien, fue que Joyeuse, cuando vio perdida la batalla, trató de escapar, pero fue rodeado por un grupo de jinetes hugonotes. Rindiendo su espada, se limitó a decir: “mi rescate son 100.000 coronas”. La respuesta que recibió fue una bala en la cabeza.

No fue el único. Aquella jornada, para gran disgusto de Enrique todo hay que decirlo, más de 3.000 soldados fueron asesinados, junto con cuatrocientos de sus nobles mandos. Pero no se lo reprochemos a los protestantes; ellos sabían que los católicos hubieran hecho lo mismo. Allí se trataba de dejar inútil la resistencia protestante o de debilitar de forma definitiva al bando católico; sin medias tintas. Y lo segundo fue lo que pasó.

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