Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.
La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode
Estamos ya en octubre de 1587. El rey de Navarra y su ejército no están, precisamente, en la mejor de las situaciones. Están, básicamente, cercados. La suya es la tropa de los hugonotes, de los protestantes franceses. Una tropa que, a pesar de que la población protestante de Francia sí puede, teóricamente, competir con la católica, sobre todo en amplias y ricas zonas de la nación, sin embargo, como ejército, es demasiado débil. De hecho, el rey sabe que si presenta batalla, las posibilidades son muchas de que la flor y la nata de la casa Borbón acabe, como dicen los franceses, mordiendo los dientes de león por las raíces (esto quiere decir: muertos y enterrados); lo cual podría causar una herida sangrante definitiva a la causa del calvinismo francés.
El rey navarrico ha sabido sacar a sus piqueros de los puertos
vizcaínos donde los católicos esperaban hacer carne picada con ellos. Han
marchado hacia Bergerac, la patria de Cyrano, que no lo es por casualidad
porque es un lugar que, como el rostro del personaje literario, está coronada
por muchas cumbres y desfiladeros donde es más fácil protegerse. Al rey lo
acompañan sus primos, Condé y Soissons y lo mejor de la capitanía protestante
francesa. El día 19 de octubre, llega para hacer noche a un pequeño pueblo
llamado Coutras, en la carretera entre Tourts y Poitiers.
La situación, como digo, no es buena. Coutras es una
posición difícil de defender, entre dos ríos, el Dronne y el Isle. El lugar es
eso que los gabachos llaman un cul-de-sac
y, para colmo, la única salida posible está taponada por el duque de Joyeuse
con sus tropas papistas. La situación es, en realidad, incluso peor, puesto que
la retaguardia del rey Osasuna todavía ni siquiera ha podido cruzar el Dronne;
mientras que las tropas de vanguardia, con las únicas tres putas piezas de
artillería con que cuentan los chistorra, no ha podido cruzar el Isle. Los
capitanes de la tropa, de hecho, ya están diseñando una operación bastante
suicida, en la cual la infantería tendrá que inmolarse para permitir una rápida
huida de la caballería (y del rey, claro; porque los reyes, a pesar de ser,
siempre, el puesto en un Estado que más alternativas tiene, nunca se quedan a
recibir la última hostia). Como ya he dicho, para el Estado Mayor del rey,
quedarse y luchar no es una opción, porque los capitanes saben bien que no
habrá apresamientos y rescates ni leches en vinagre; la orden de los generales
católicos es emascular al partido protestante, dejarlo sin nobles, sin personas
que lo puedan dirigir.
Que Isabel de Inglaterra, desde los salones de Nonsuch, se
preocupase de darle a su churri Miérdester pasta y más pasta para sus
aventuritas holandesas, pero apenas lo hiciese para socorrer a las tropas
hugonotes, revela hasta qué punto Londres estaba ya desarrollando esa capacidad
tan suya de leer los problemas internacionales en clave local. La toma de Sluys
por las alegres tropas del duque de Parma era un problema para Inglaterra; pero
el fracaso de la tropa hugonote era un problemón para todo el conjunto de la
causa protestante. En realidad, era un golpe mucho peor, por lo que podría
suponer de esclerotización de la causa protestante en toda Europa. Bastantes
años antes, el catolicismo francés tocaba con la punta de los dedos el fin del
plan que acabaría por llevar a cabo el cardenal Richelieu: convertir al
movimiento hugonote en una curiosidad histórica, en alimento para las estatuas.
Francia daba toda la impresión de estar a punto de caer en poder de la Santa
Liga, de los Guisa-Lorena; en el fondo, pues, del rey español Felipe II; y ya
sabemos que ésa era una de las piezas del puzzle
estratégico que llamamos Gran Armada.
La caída de la resistencia hugonote, de hecho, amenazaba con
hacer inútil el esfuerzo de Sluys. ¿Quién necesita un puerto holandés para
allegar tropas hacia Inglaterra, teniendo toda la costa septentrional francesa
a su disposición?
Éste había sido, durante tiempo, el verdadero primer
objetivo de la política exterior escurialense. Desde la muerte del último
heredero Valois, Felipe II había puesto en juego todo su dinero, todo el apoyo
del Papa, y toda la capacidad logística de los jesuitas, para conseguir alojar
en el Louvre a un francés de su cuerda. La acción española, que no hacía otra
cosa que surfear sobre esa ola de cinco metros que llamamos Contrarreforma, fue
tan eficiente que, en relativamente poco tiempo, apenas dos o tres años, los
hugonotes franceses habían pasado de luchar para implantar en Francia la
verdadera religión, a luchar para salvar sus gañotes. La verdad es que todo les
había ido saliendo mal. Primero, la casa de Valois se quedó sin mercancía;
después, se cargan al Príncipe Vodafone, verdadero campeón de la causa
luterana; y, finalmente, los Guisa, convenientemente lubricados por el
presupuesto español, lanzan una guerra civil dentro de Francia, una más de las
intentonas históricas de resolver, de una vez, la cuestión de los hugonotes. En
julio de 1585, Enrique III, acosado por la Santa Liga, revoca los edictos de
tolerancia religiosa (no confundir con el Edicto de Nantes, que es posterior) e
ilegaliza la Iglesia Reformada en Francia. En septiembre de aquel año, Sixto V,
el Papa oxímoron (y digo esto porque era sexto y, al tiempo, quinto), dicta una
bula que más que una bula es una bala: denuncia a Enrique de Navarra como
herético, le quita sus posesiones (la pasta, siempre la pasta…), libera a sus
vasallos de la obligación de obedecerlo, y lo declara incapaz de ceñir la
corona de Francia.
De esta manera, empieza lo que muchos historiadores llaman
la Guerra de los Tres Enriques: Enrique de Valois, last man standing de su línea dinástica; Enrique de Borbón, rey de
Navarra y, en aplicación de la Ley Sálica, su heredero; y Enrique, duque de Guisa,
de la casa de Lorena, campeón de la causa católica, apostólica y romana.
Enrique de Lorena, ciertamente, era quien, sobre el papel,
presentaba menos credenciales legítimas para sentarse en el trono de Francia.
Pero entre nobles tan importantes y tan ricos, siempre con la capacidad de
contratar gentes capaces de hacer árboles genealógicos más o menos inventados,
eso no era problema. Los orígenes de la casa de Lorena, según sus defensores,
se remontaban a Carlomagno; tanto, tanto, que el argumento de los católicos era
que ninguno de los sucesores de Hugo Capeto podía exhibir mejores títulos que
su campeón, su Enrique.
El principal aval de Kike 3, en todo caso, era presente: la
repugnancia de muchos franceses, y muy particularmente de los parisinos, hacia
la idea de tener, en Kike 2, a un rey protestante. Con la bula del Papa Sixto
se dio un paso de gigante en esta estrategia, pues la máxima autoridad teórica,
autoridad por encima de los reyes por mor de la Donación de Constantino, le
había retirado al navarro el derecho a heredar la corona Camembert.
Enrique de Navarra, como no podía ser de otra manera,
reaccionó. Le contestó al Papa con una carta (dirigida a “el señor Sixto”) y,
en general, protestó afirmando su lealtad francesa. Consiguió frenar las ínfulas
de los católicos, pero él sabía bien que la relación de fuerzas no le
favorecía.
Los católicos, además, tenían todo un campeón militar en la
persona de Anne de Batarnay de Joyeuse, el duque de Joyeuse. La carrera de este
hombre había sido meteórica. Duque cuando todavía no tenía treinta años, se
había casado con una hermana de la reina, lo cual, claro, lo convertía en
cuñado del rey. Tenía enormes posesiones y era, además, Almirante de Francia.
Ya se sabe que Enrique III ponderaba a veces la belleza de las mujeres y siempre la de un hombre atractivo; es
posible que al rey aquel chavalote le molase más allá de sus virtudes morales.
Joyeuse era, en todo caso, un ambicioso militar, al que le
gustaba mandar, y ganar. Abrazó la causa católica con pasión y, de hecho,
estuvo detrás de la legislación antiprotestante del rey Enrique III. Durante
todo aquel verano de 1587, Enrique había hecho todo lo posible por evitarlo. La
verdad es que los ejércitos hugonotes, desde sus primeras formaciones, habían
asumido su inferioridad militar respecto de las armadas católicas francesas y
rara vez les presentaban batalla abierta. Así pues, el navarro (en realidad,
bearnés) había pasado meses escamoteándose del escrutinio de su enemigo,
realizándole pequeñas emboscadas, buscando, pues, que, poco a poco, las filas
católicas fuesen registrando deserciones, bastante comunes en la época, que
acabasen por debilitarla. Pasados los calores, cuando Enrique tuvo noticias de
que Joyeuse estaba acopiando una nueva leva, concentró él mismo a todas las
tropas protestantes que fue capaz de encontrar, salidas fundamentalmente del
bastión de La Rochela y de otras ciudades más tenuemente hugonotes como
Poitou o Saintonge, y con ellos trató de seguir al ejército católico hacia la
Dordoña y su intrincada orografía que se extiende hacia el sur, es decir hacia
Pau y Béarn. En la zona, él lo sabía, podía encontrar refuerzos y contar con la
lealtad de una docena de fortalezas. Con estos mimbres, esperaba empantanar a
su rival al sur de las líneas de enfrentamiento, mientras al norte buscaba
contactar con los hermanos de fe suizos y alemanes.
Uno de los puntos fuertes de la tropa protestante era su
movilidad. Por lo general, se desplazaban mucho más rápido que los católicos.
Sin embargo, esta vez estuvo un poco lento. Enrique pensaba que Joyeuse estaba
por lo menos a unos treinta kilómetros cuando, en realidad, su posición era
mucho más cercana; apenas doce o catorce. En consecuencia, cuando las tropas
papistas comenzaron a atacar, esto le cogió por sorpresa. Para él, todavía
había una ocasión de escapar; pero su ejército ya no podría.
Sin embargo, el rey de los navarros resolvió quedarse. Fue una
decisión bastante lógica. Los hugonotes franceses eran un grupo social que no
creía mucho en eso de las legitimidades dinásticas. Amigo de la Iglesia
antigua, el protestantismo también era amigo del concepto antiguo de monarquía,
por así decirlo, según el cual aquél que merecía ser rey era aquél que era
capaz de batirse el cobre por su gente. Enrique sabía que resultaría muy
difícil huir del campo de batalla y esperar que aquellos franceses a los que
dejaba con el culo al aire siguieran considerándolo su rey.
En realidad, en Coutras ambos contendientes se encontraron
con grandes dificultades. Sobre el bando protestante, ya hemos dicho que partes
de sus efectivos todavía estaban cruzando los ríos que flanquean esa posición;
en lo tocante a Joyeuse, no adquirió inteligencia de que sus enemigos estaban en
Coutras hasta bien llegada la noche, así que ahora tenía que reagrupar tropas
que estaban muy distribuidas en las aldeas cercanas, cosa que sus ejércitos
tenían que hacer por caminos muy estrechos y fáciles de defender. Ninguno de
los dos contendientes tenía una idea cabal de lo que el otro iba a hacer o
podría llegar a hacer, por lo que aquella fue, por así decirlo, una batalla
indiferente, en la que ambas partes mostraron poco interés por avanzar contra
la otra.
En medio de aquel caos, haber llegado primero a Coutras era
una ventaja. Las tropas de Enrique estaban mejor dispuestas en lo general. En
una posición muy protegida ante cualquier ataque de la caballería y con sus
tres piezas artilleras absolutamente optimizadas en su situación, Enrique
estaba causando daños a los católicos que éstos no podían devolver. Los
capitanes de Joyeuse se dieron cuenta de que lo peor que podían hacer era
seguir esperando, así que atacaron.
Una vez más, como con las piezas artilleras, Enrique de
Navarra demostró que era un consumado maestro a la hora de hacer mucho con muy
poco. Primero, la infantería de su flanco izquierdo atacó por sorpresa al
flanco derecho católico, causándole muchas dudas. Y, después, realizó una carga
inesperada por el centro, de gran violencia, que rompió la formación central
católica en varios grupos aislados, que pudieron ser fácilmente atacados por el
flanco.
Una señal de que, a finales del siglo XVI, la guerra estaba
cambiando, y no para bien, fue que Joyeuse, cuando vio perdida la batalla,
trató de escapar, pero fue rodeado por un grupo de jinetes hugonotes. Rindiendo
su espada, se limitó a decir: “mi rescate son 100.000 coronas”. La respuesta
que recibió fue una bala en la cabeza.
No fue el único. Aquella jornada, para gran disgusto de Enrique todo hay que decirlo, más de 3.000 soldados fueron asesinados, junto con cuatrocientos de sus nobles mandos. Pero no se lo reprochemos a los protestantes; ellos sabían que los católicos hubieran hecho lo mismo. Allí se trataba de dejar inútil la resistencia protestante o de debilitar de forma definitiva al bando católico; sin medias tintas. Y lo segundo fue lo que pasó.
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