viernes, noviembre 13, 2020

La Armada (2: las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio)

Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.

La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode


Alejandro Farnesio, duque de Parma, Plasencia y Castro y gobernador general de las Provincias Unidas en nombre de su rey, Felipe de España, conoció la noticia de la muerte de María incluso antes de que Bernardino de Mendoza se la comunicase. Estaba en Bruselas, hibernando, y muy contento no se quedó. Desde que Farnesio se había unido a su tío, Juan de Austria, en el teatro holandés (1577), había estado obsesionado con una operación de rescate de María, la toma de Londres a sangre y fuego y la reinstauración en Inglaterra de la verdadera Fe. Tanto Parma como Juan de Austria habían llegado a la conclusión, personalmente creo que cierta, de que la única manera de que las Provincias Unidas se pacificasen bajo un gobierno católico era que el bastión puritano inglés cayese. Mientras tanto, los rebeldes siempre contarían con un oleoducto de dinero, medios y hombres. Para los españoles, intentar controlar las Provincias Unidas sin controlar Inglaterra venía a ser el mismo error que intentar controlar Vietnam sin controlar China. 

En Parma, además, el ejército español de las Provincias Unidas encontró al estratega que necesitaba. No se trata exactamente de que las tropas españolas antes de su llegada fuesen una mierda; pero estaban menos profesionalizadas y poco cohesionadas. Farnesio resolvió eso, mejorando significativamente, por ejemplo, las capacidades de asedio de las tropas de mando español (formadas por españoles, italianos, alemanes y valones), lo que les hizo recuperar buena parte de su pasado prestigio.

Con un ejército sorpresivamente eficiente, Parma comenzó la paciente conquista de una sólida base territorial al sur de las Provincias Unidas. En agosto de 1585, Parma cantó el bingo que esperaba, al imponerse en el sitio de Amberes; prácticamente un año después del asesinato del príncipe Vodafone.

Ambos hechos: la muerte de Orange y la toma de Amberes por Sandro Farne, habían colocado la rebelión holandesa contra las cuerdas. Fue por esta razón que Isabel, como siempre nada convencida de lo que hacía, acabó metiendo a Inglaterra en aquel Vietnam en plan gouda. Sin embargo, no le quedaba otra. Si los españoles lograban dominar una parte fundamental del paso del Canal, toda la opción estratégica que le quedaría a Isabel sería Francia; en ese punto, Inglaterra se convertiría en uno de esos equipos deportivos que no dependen de sí mismos para una clasificación; y el partido francés lo podía ganar Felipe II con bastante probabilidad. Además, como bien sabemos los españoles en nuestra larga Historia, quien tiene a un francés por aliado nunca sabe, a ciencia cierta, lo que tiene.

A pesar de que quien se emperró en ir a las Provincias Unidas a ganar puntos delante de su reina: Roberty Dudley, conde de Leicester, no era el mejor de los generales del mundo (la verdad es que Leicester, aparte de labia para enamoriscar reinas, no era el mejor del mundo en nada; ni el segundo, ni el tercero), la ayuda inglesa, muy relevante (y muy cara), se notó enseguida. La añada bélica de 1586 se saldaría con muchos menos avances y victorias de Farnesio de lo que él mismo había estimado. Consiguió, eso sí, conservar sus rutas logísticas y controlar Zutphen, pero su proyectado avance por las provincias del norte no se produjo, porque allí los angloholandeses se defendieron como gato panza arriba.

En diversos sitios se ha dicho y escrito que si Farnesio era un loco chocoperas que quería invadir Inglaterra sí o sí, y que no veía las dificultades intrínsecas de sus propuestas. Yo, sinceramente, no lo creo. El duque de Parma era un militar con un perfil extraordinariamente moderno para su tiempo, yo diría que incluso adelantado a él en algunos aspectos; y, desde luego, juzgaba las cosas, o por lo menos yo pienso que las juzgaba, con la frialdad de un buen jefe de Estado Mayor; uno de esos a los que el “Dios lo quiere” le importa mucho menos que el “se puede/no se puede hacer”.

Cuando Felipe II le consultó a Parma la posibilidad de una invasión de Inglaterra, él, a pesar de que personalmente aquélla era la idea que más lo excitaba del mundo, le expresó su escepticismo. Básicamente, el pero planteado por Farnesio se debía al hecho de que un eventual desplazamiento de las tropas españolas situadas en las Provincias Unidas a las islas dejaría unas tropas de reserva en el territorio de origen que podrían ser fácilmente atacadas desde Francia. Como se ve, Farnesio tenía esa percepción de los buenos militares profesionales; la consciencia de que las batallas no se ganan sólo con las tropas que combaten en ellas; y, además, tenía una percepción muy precisa de lo cabrones que podían llegar a ser los franceses.

Ciertamente, el duque de Parma, en algún momento, había coqueteado con la idea de una invasión de Inglaterra desde el otro lado del Canal, llevada a cabo por sus propias tropas en barcazas usando la oscuridad de la noche. Pero en los tiempos que relatamos, era consciente de que una operación así era posible únicamente en tiempos en los que nadie o casi nadie la esperase; ahora que la invasión española de Inglaterra era uno de los principales comecome en las Cortes europeas, una operación así sólo era posible mediante la existencia de una flota armada de escolta para toda la operación. Ya no se trataba, pues, de atravesar el Canal como culebrillas en la oscuridad, sino de hacerlo entre filas de carros de combate que protegiesen de los pepinos del enemigo. Y eso añadía un tercer elemento que había que combinar. O sea, la invasión demandaba: que hubiese tropas dispuestas al otro lado; que en Francia la Santa Liga estuviese en condiciones, como poco, de taponar un ataque sobre la reserva en las Provincias Unidas; y que hubiese una flota que escoltase las barcazas. Y todo eso había que coordinarlo al segundo en un mundo en el que retrasos de días, de semanas y aun de meses eran la norma.

Había otro problema, además: esa flota sólo podía llegar de España. No había otra posibilidad. España era la dueña de medio mundo; pero de todo ese medio mundo todo, absolutamente todo, quedaba a tomar por culo del teatro bélico previsto para la invasión. Sin embargo, si barcos españoles se presentaban en el canal para escoltar las barcazas, ¿dónde dormirían los barcos? Farnesio no contaba con un solo puerto de calado suficiente como para albergar las naves que vendrían; cuando menos hasta que consiguiera tomar Brill o Flesinga. 

En consecuencia, Alex tendía a modificar el orden de los factores. La mayoría de los asesores del rey Felipe le decía que no podría pacificar las Provincias Unidas si no invadía Inglaterra. Parma consideraba que para invadir Inglaterra era necesario pacificar las Provincias Unidas. Sin embargo, la ejecución de María, reina de los escoceses, cambió este planteamiento. Un hecho así, consideraba, había convertido la acción española en un asunto de honor.

Mendoza, pues, si no lo sospechó de salida, pronto habría de saber que uno de los obstáculos para la operación que había decidido patrocinar, el rápido ataque español a Inglaterra, había desaparecido, porque Farnesio pronto se sacudiría sus escepticismos. Pero había otro flanco que tenía que tratar de asegurar.

Las tres personas con las que el embajador español en París había compartido la noticia de la muerte de María habían sido su rey, Farnesio, y Enrique de Guzmán, conde de Olivares, quien en ese momento era embajador en Roma.

María había muerto martirizada a causa de su fe católica, cierto. Pero, meses antes de que eso ocurriese, él tenía la carta, había desheredado de sus derechos dinásticos a su hijo Jacobo, rey de Escocia, al que consideraba herético; y, consecuentemente, había colocado los derechos de la corona de Inglaterra en manos del rey Felipe.

Lo que Mendoza le urgía a su colega Guzmán era que se trabajase al Papa. Debía, le dijo, convencerlo de que en Francia la Santa Sede no tenía en quien confiar salvo en los Guisa de la casa de Lorena. Bernardino de Guzmán decía tener pruebas de que la embajada enviada por Enrique III a Londres, presuntamente para terciar por la vida de María, en realidad lo que había hecho había sido urgir su ejecución. El Papa debía de tener claro quiénes eran sus amigos en Francia, como debía ser consciente de que necesitaba “fabricar” un capitán católico inglés que pudiera dirigir a los papistas locales cuando los españoles invadiesen Inglaterra. Por eso, Mendoza instruía a Guzmán para que asimismo presionase al Papa en el nombramiento como cardenal de William Allen, el hombre que los españoles consideraban idóneo para realizar dicho liderazgo.

El 24 de marzo de 1587, después de un difícil viaje desde París, el correo llegaba a la embajada de España. Llegó por la mañana y por la tarde Guzmán estaba ya entrevistándose con el cardenal Caraffa, secretario de Estado vaticano. Los españoles sugerían al Papa que celebrase un Requiem en Roma por el alma de María pero, sobre todo, querían hablar de pasta. La plata de América se estaba retrasando aquel año y, por ello, buscaban que el Papa adelantase la pasta, además de la propia promesa del pontífice de entregar de su bolsillo un millón de ducados de oro en el momento en que los españoles pusieran pie en la isla. España proponía usar esta promesa como colateral del préstamo que ahora pedía.

William Allen, el campeón católico defendido por los españoles, era fundador y presidente del Colegio Inglés de Douai, así como cofundador de dicha institución en Roma. En el momento que María, reina de los escoceses, fue ejecutada, Allen llevaba ya 22 años sin pisar Inglaterra. Sin embargo, si algo lo distinguía era su convicción de que algún día regresaría a su país, y el trabajo incansable que había desplegado, y seguía desplegando, en esa dirección.

Como muchos católicos ingleses, y éste es un efecto bastante común pues lo encontramos de nuevo, por ejemplo, en los exiliados españoles de la guerra civil, Allen, en el momento de dimitir de su puesto de director del Saint Mary’s Hall de Oxford, había pensado, más que probablemente, que su renuncia era un movimiento estratégico que tendría escasa duración en el tiempo. En ese momento, más o menos, María, la reina viuda de Francia, había navegado hasta las cosas de Escocia, y las apuestas de los católicos eran claras en el sentido de que la tortilla se iba a dar la vuelta más pronto que tarde. De hecho, los católicos ingleses esperaban la publicación de una bula papal ordenando la reinstauración católica en el país, que sería llevaba a cabo por España, Francia o, incluso, ambas a la vez.

En todo caso, la mayoría de los católicos no creía en soluciones que implicasen la violencia. Esta mayoría creía que sería la propia Isabel de Inglaterra la que favorecería el regreso del orden católico al país. Juzgaban que mucho cariño no le podía tener a su padre, puesto que al fin y al cabo había matado a su madre; y, desde luego, no esperaban que la reina fuese a mostrarse ni tan recalcitrantemente propuritana ni, sobre todo, fuese a mostrar la providencial longevidad de los reyes ingleses.

Allen, sin embargo, había podido regresar a Inglaterra brevemente en 1562, en un viaje que lo dejó bastante patidifuso. Como le ocurre siempre a los exiliados de largo plazo, el buen católico tenía una imagen de su país que no era la que su país le ofreció. En la Inglaterra  que visitó, el catolicismo estaba literalmente barrido de la vida social. Sobre todo, tuvo una buena ración del legendario pragmatismo británico, pues se encontró con conocidos de cuyas convicciones católicas no podría dudar, acudiendo a los servicios anglicanos incluso con el conocimiento por parte de sus pastores de sus verdaderas creencias. Aquel viaje lo convenció de que, cuando la verdadera fe se impusiera de nuevo en Inglaterra, sería necesaria una nueva generación de sacerdotes, muy distinta de la que había con antelación; éste fue el principio rector general que instiló la función del Colegio Inglés de Douai.

Inmediatamente después, se produjo el levantamiento del Norte, severísimamente reprimido por los ingleses y que provocó una auténtica marabunta de refugiados hacia el continente. Isabel y sus asesores puritanos no estuvieron muy hábiles en la represión (es un gesto que se repetirá en la Historia inglesa y que irá provocando cositas sin importancia, como el problema irlandés) pues, además de actuar contra los cabecillas, realizaron una política sistemática de deprivación de medios de sospechosos e incluso tibios, en un proceso de ¡exprópiese!, digno de cualquier pígnico burócrata venezolano; lo que hizo que las Provincias Unidas, París, Roma y hasta Madrid se petasen de personas cuyo único deseo en la vida era, ya, ver a Isabel de Inglaterra colgada de un árbol y desventrada. Hay que decir, sin embargo, que las grandes potencias católicas acogieron toda la aquella rabia con bastante tibieza. Felipe II no tenía el ánimo para loterías, con el tema holandés como estaba, la revuelta de los musulmanes en España y el problema en el mar con el Turco. Sólo recibieron aquellos exiliados el apoyo, más moral de otra cosa, de Pío V, su Papa, quien, en su bula Regnans in excelsis, declaró a Isabel herética, perseguidora de la verdadera religión, y excomulgada.

1 comentario:

  1. Anónimo11:42 a.m.

    La lectura de esta serie sobre la Armada Invencible me ha hecho leer aquella otra sobre Isabel I de Inglaterra. Es increíble la similitud entre lo que se relata en la entrega 19 ("las cosas salen peor que el orto"), y lo que está pasando ahora con la pandemia de coronavirus...

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