Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.
La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode
El clima de mostró esquivo con los ingleses durante algunos días. Drake hubo, pues, de aplazar su desembarco en cabo San Vicente hasta el día 14 de mayo, cinco jornadas después, por lo tanto, de la fecha inicialmente pensada. Decidió atacar no en Sagres sino en Lagos, un puerto más tranquilo. Drake juzgó que, siendo un lugar que había perdido bastante importancia como puerto en las últimas décadas a causa del enorme poder atractor que ejercía Cádiz para todo comercio, le sería bastante fácil tomar la ciudad; los más escépticos de entre sus oficiales, sin embargo, consideraban que, si tomarla sería fácil, en realidad lo que habría que discutir más a fondo era la facilidad de conservarla.
En todo caso, en el crepúsculo del día 14, los barcos de Drake echaron el ancla
ya muy cerca del puerto. Los soldados desembarcaron en el siguiente amanecer,
sin encontrar oposición. Anthony Platt, que había sido nombrado comandante en
jefe de las tropas terrestres, formó a sus 1.100 efectivos en la playa, con los
que formó una sola columna que se dirigió hacia Lagos tocando pífanos y cajas
como si estuviesen en un desfile militar. El típico English cachondeo, pues.
En su avance, los ingleses habrían de darse cuenta de que
les pasaba un poco como a los soldados yanquis que se internan en territorio
indio en las pelis clásicas del Oeste. En los flancos de su marcha, en la
distancia, distinguían gentes a caballo, probablemente no formaciones militares
sino mediopensionistas portugueses, que los vigilaban sin atacar. Los
observadores montados nunca se acercaban a distancia de mosquete, e iban
incrementándose de forma casi inapreciable, de forma que, cuando los ingleses
se acercaban a la ciudad de Lagos, eran ya una pequeña multitud de centauros.
La columna inglesa, tocando sus chorradas, dio varias
vueltas a la ciudad, para descubrir, un tanto desanimada, que lo que habían
creído poco menos que un pueblecito abierto y venido a menos tenía unas
defensas que, en ocasiones, eran temibles. Intercambiaron algunos proyectiles
con los defensores en las murallas, pero se tuvieron que marchar.
La verdad es que a los ingleses los habían tangado. Hernán
Teller, gobernador general del Algarve y defensor de la plaza, se las había
arreglado para desplegar pendones y otra serie de signos destinados a dar la
impresión de que las tropas que albergaba la ciudad eran mucho más
impresionantes de lo que realmente eran. La verdad es que los portugueses
siempre han dominado el arte de parecer mucho más grandes de lo que son, y esa
vez les funcionó, porque los ingleses se tragaron buena parte de la historia
cuando, en realidad, Lago iba a ser defendida básicamente por una abigarrada
tropa amateur de pescadores y
agricultores.
Los ingleses marcharon durante dos horas de regreso hacia
los botes. Pero la vuelta ya no fue como la ida. Ahora los jinetes se mostraban
mucho más belicosos, y partidas de partisanos escondidos tras los árboles y los
muretes del campo les hostigaban de cuando en cuando. Comenzaron a tener
heridos que transportar; la marcha se hizo lenta. Las gentes a caballo cargaban
contra ellos de cuando en cuando, obligándoles a parar y parapetarse para
repeler las agresiones. No estuvieron a salvo hasta que no llegaron al punto de
desembarco y las armas de los barcos les pudieron dar cobertura.
Las cosas, básicamente, habían ido como Borough había
predicho. Tampoco había que ser ningún lince para percatarse de que disponer de
un equipamiento de guerra que es extraordinariamente eficiente en la mar no
significa necesariamente que se vaya a ser extraordinariamente eficiente en
tierra. Sin embargo, Drake no era el tipo de persona que reconoce sus errores.
Francis Drake era de esos tipos, de los que todos conocemos un par de cientos,
que cada vez que triunfan se ponen la medalla, pero cuando la cagan no paran
hasta encontrar un cabeza de turco que se lleve las hostias. La verdad, en la
búsqueda lo tenía fácil. Si alguien había criticado la acción terrestre de Lagos,
ése había sido Borough; y Borough era, precisamente, el mando con quien Drake había tenido más diferencias durante la
acción de Cádiz, sobre todo por las llamadas a la prudencia que el almirante no
atendió, y no atendió para bien puesto que garantizaron el éxito de la acción.
Así las cosas, fríamente Drake le ordenó al capitán Marchant, sargento mayor de
las tropas terrestres, que se dejase caer por el Golden Hind, tomase el mando de la nave y le anunciase a Borough
que estaba arrestado. Allí el vicealmirante pasaría el siguiente mes, temiendo
por su vida.
Tras hacer eso, Drake decidió ir a por la fortaleza de
Sagres. El castillo no era una instalación de gran importancia para los
españoles en ese momento; su función básica era proteger a las villas pesqueras
de la zona de los ataques de piratas de la costa africana. Sin embargo, sólo se
podía atacar por tierra desde el norte, y en ese lado disponía de una sólida
muralla de piedra. Los ingleses asaltaron la fortaleza durante dos horas;
causaron bastantes bajas entre los defensores, entre otros el capitán de la
fortaleza, que recibió dos balas y, por ello, estaba dispuesto a rendirse.
Drake les ofreció una rendición honrosa, en la que tanto civiles como militares
dentro del castillo pudieron abandonarlo con todas sus pertenencias salvo las
armas. La noticia, a media tarde, de que los ingleses tenían Sagres, hizo que
otro pequeño castillo cercano y un monasterio también a tiro de piedra
anunciasen su rendición sin disparar un tiro.
La idea de Drake no era ocupar Sagres, sino arrasarlo y
convertirlo en una instalación inútil para la defensa costera. Hizo tirar todas
las piezas artilleras por el acantilado, para que pudieran ser recogidas y
llevadas a sus barcos; y, después, incendió los edificios.
Cinco días después, Drake estaba enfrente de las costas de
Lisboa, un poquito más mar adentro que la potencia de fuego del fuerte que
guardaba el extremo norte de la desembocadura del Tajo. Para el marqués de
Santa Cruz, la noticia de esta aparición no fue ninguna buena noticia. Sus doce
galeones portugueses estaban allí, pero todavía no habían sido equipados con
las armas que se le habían prometido; por no mencionar que apenas tenían
tripulaciones todavía. Santa Cruz conferenció de urgencia con el arquiduque
Alberto de Austria, cardenal de la Iglesia, sobrino del rey español y
gobernador del Reino de Portugal. Ambos estuvieron de acuerdo en que,
probablemente, el objetivo de Drake era Sesimbra, una población bastante rica y
relativamente sin defensas. Hicieron lo que pudieron, porque había tan pocas
tropas a disposición que los refuerzos enviados, en realidad, eran arcabuceros
escamoteados de la guardia del castillo de Lisboa y soldados de los barcos de
Recalde. Asimismo, ordenaron a las galeras de la guardia portuaria, los barcos
más rápidos de que disponían, que patrullasen el cabo Espichel. Iban al mando
de Alonso de Bazán, hermano del marqués de Santa Cruz. Estas galeras
descubrieron que los ingleses estaban más lejos de Sesimbra de lo que se había
sospechado, y decidieron presentarles batalla cerca del castillo de San Julián,
aprovechando la protección de sus piezas.
En ese punto, un arenal partía la desembocadura del Tajo; desembocadura que, por lo tanto, podía remontarse por dos canales distintos. El canal septentrional era el más usado por tener mucho más calado y anchura, y no por casualidad era el que estaba bajo el rango de fuego de San Julián. El canal sur, arriesgado y peligroso, lo guardaba una pequeña fortaleza normalmente conocida como la Torre Vieja. Aquello era binario: si Drake lograba pasar por ese estrecho trámite, y con el permiso de la última fortaleza antes del puerto (Belem), los ingleses tendrían a su disposición el puerto de Lisboa y aun la propia ciudad si desembarcaban. Por otra parte, Drake podría tener muchos defectos, que los tenía a pesar de la obstinación de los historiadores ingleses (tan proclives a juzgar equilibradamente a otros países como España, pero generalmente torpes a la hora de juzgarse a sí mismos) se empeñe en no ver; pero ninguno de esos defectos tiene que ver con su impericia como marino. Álvaro de Bazán sabía bien que Drake era perfectamente capaz de navegar por cualquiera de los dos canales y llegar a Lisboa sin perder el bigote. La cuestión era qué elegiría: ¿el canal fácil pero formidablemente defendido; o el difícil pero pobremente artillado?
En realidad, había una tercera vía; Bazán lo sabía y, de
hecho, sabía que Drake lo había considerado. Más allá del fuerte de San Julián
se extendía una amplia línea de playa hasta el castillo de Cascaes, que
defendía la villa y la bahía de dicho nombre. Había sido justo enfrente de esa
larga línea de costa donde Drake había anclado sus barcos. Por lo tanto, era
perfectamente posible que intentase un desembarco, conocedor de que las
defensas terrestres del fuerte de San Julián eran, por decirlo elegantemente,
manifiestamente mejorables.
Los miedos de Bazán, sin embargo, habrían sido muchos menos
si hubiera podido ver por un agujerito el ambiente del Elisabeth Bonaventure. Drake era un gran, gran marino; pero no
podía hacerlo todo solo. Necesitaba pilotos experimentados y con suficientes
pelos en los escrotos para poder meter sus barcos por cualquiera de los dos
canales; y no los tenía. Por lo demás, tampoco tenía ya tropas suficientes como
para pensar en un desembarco eficiente; tal vez entonces, de ser menos orgulloso
de lo que era, se habría acordado de los consejos de su segundo en contra de la
acción de Sagres. Personalmente, creo que Borough tenía razón: Drake había
conseguido inflamar un castillete de tercera dentro de las defensas costeras
españolas, a cambio de imposibilitar por completo una acción contra Lisboa.
Drake estaba en Lisboa sólo para ver cómo estaban las cosas
y obtener cuanta más información fuese posible para dársela a su reina. Los
españoles no lo sabían, pero su punch era
cero en ese momento. Su única posibilidad para poder atacar con eficiencia era
la que solía usar: la sorpresa. Pero, aquella vez, su llegada a Lisboa había
sido publicada hasta por los frailes de clausura en su Instagram. En esas
circunstancias, el inglés abrió negociaciones para intercambiar prisioneros.
Los españoles le contestaron, y probablemente no mentían, que no había
prisioneros ingleses en Lisboa. Entonces, Drake retó a un duelo naval a Álvaro
de Bazán. No obstante, en medio de todo aquello el viento roló hacia el norte,
la cosa se puso de cara para pirarse. Consecuentemente los ingleses, con su
tradicional get up and go, got up and went (éste es un chiste que
ellos mismos usan a veces).
Las acciones de Drake en la costa atlántica andaluza y portuguesa habían sido eficientes; más que por los daños causados, que también, por la sensación de inseguridad que generaron en los españoles y en el proceso de formación de la Armada. Si bien éste no se detuvo, la presencia de los ingleses hizo que algunos de sus factores negativos se convirtiesen en críticos. Álvaro de Bazán estaba en Lisboa atado de pies y manos, pues carecía de prácticamente todo: no tenía soldados, no tenía marineros, no tenía galleta suficiente para alimentar al ejército, no tenía todos los barcos que necesitaba, y muchos de los que tenía carecían todavía de armas. Muchos de estos pertrechos estaban ya en barcos, pero esos barcos estaban en el Mediterráneo, como lo estaba el escuadrón de Levante (los barcos mercantes armados que protegían esos transportes), o cuatro grandes galeazas napolitanas y varias galeras sicilianas, todas ellas muy necesitadas en Lisboa. El rey Felipe ordenaba desde su despacho una movilización general de los barcos surtos en Sevilla hacia Lisboa, pero al tiempo aplazaba el movimiento, temeroso de que Drake estuviese todavía en las postrimerías del cabo San Vicente.
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