lunes, noviembre 16, 2020

La Armada (3: una idea de maduración lenta)

Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.

La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode


Si hubo alguien a quien la bula del Papa Pío animó en extremo, fue a William Allen. Es muy probable que el documento del pontífice, a pesar de no dejar de ser la típica posición aparentemente muy categórica pero, en realidad, sin consecuencia real alguna, fuese lo que le movió a creer en la posibilidad de algún tipo de movida violenta tendente a rescatar a María de las garras de los protestantes. Sabemos que en 1575, Allen ya formaba parte de varios planes de conspiración tendentes a realizar dicho rescate y a eliminar a Isabel de la ecuación de varias maneras. En ese momento, sin embargo, el campeón del golpismo católico, por así llamarlo, era un amigo de Allen, Nicholas Sander. Sin embargo, Sander intentó animar una revuelta en Irlanda, en una acción en la que perdería la vida. A su muerte, corrió el escalafón.

Hay que decir que, con el ascenso de Allen a primer conspirador, la causa católica inglesa ganó mucho. Guillermo no carecía de capacidades organizativas y, sobre todo, era como una inteligencia artificial: daba igual cuántas conspiraciones fuesen capaces de descubrir sus enemigos, porque él volvía a empezar. Incluso en aquéllas de sus cartas en las que, tras un fracaso, muestra cierta proclividad a mandarlo todo a la mierda, luego se despacha contando que ya ha comenzado a diseñar una nueva movida. Parece ser que, finalmente, tuvo bastante éxito a la hora de introducir en Inglaterra libros prohibidos por el poder. Además, a pesar de la brutal represión ejercida por la policía isabelina (que, bueno, ya que tanto se habla de la Inquisición y tal, que por cierto no ejecutaba a nadie por sí misma, tal vez te venga bien saber que, a finales del siglo XVI, los ingleses serían arrancándole a lo vivo las tripas a la gente en las ejecuciones), en 1587 Allen calculaba tener en Inglaterra una quinta columna de unos 300 efectivos, muy bien posicionados en las casas o en la cercanía de personas muy importantes.

En 1580, el entonces Papa, Gregorio XIII, realizó una ampliación de la entonces bien famosa bula de su pío antecesor, y echó gasolina a la hoguera. El Papa dijo por escrito que tanto Isabel como la gente que trabajaba con ella seguía excomulgada por herejía; pero que eso, sin embargo, no afectaba a los católicos que vivían bajo su administración; los cuales podían, perfectamente, obedecerla en todo lo que ordenase y reconocerla como su reina rebus sic stantibus, esto es, mientras las cosas siguiesen como estaban; en el momento en que se produjese la rebelión contra ella, sin embargo, los católicos tenían la obligación de unirse a la misma.

En otras palabras, el vicario de Cristo en la Tierra, recordando tal vez esa máxima cristológica de dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios, venía a decir que los católicos ingleses podían, sin miedo de pecar, convertirse en los ciudadanos modelo de la Inglaterra anglicana, siempre y cuando tuviesen claro que, cuando sonasen los clarines de Jericó, no podían poner ni media disculpa antes de tomar las armas. Yo no sé muy bien las ideas o deseos que animaron esta toma de posición por parte de la Curia, excepto que es uno más de los cienes y cienes de ejemplos de cínica aplicación de la moral pública que siempre han practicado los Francisquitos. Pero lo cierto es que yo creo que no midieron bien el salto. En Inglaterra gobernaban unas personas que ya bastante obsesionadas estaban de por sí con la teoría conspirativa de la Historia; Burghley, sin ir más lejos, era, personalmente, el típico Pablo Iglesias que veía cloacas hasta en las tiendas de perfumes. Dictar aquella bula fue como tapizar la celda de un obseso sexual con fotos de tías en pelotas. El Estado inglés, por así decirlo, entró en modo cacería al católico.

Pragmáticos al fin y al cabo, los gobernantes ingleses decidieron hacer que no ser anglicano costase mucho en el día a día. Ya en 1559, todo aquél que no acudiese a la misa anglicana del domingo debía pagar 12 peniques de multa. Pero en la década de los ochenta de ese mismo siglo la multa había ido creciendo como un suflé, y era ya de 20 libras al mes, un puto pastón impagable salvo por los muy ricos; una ley, además, autorizaba al Estado a realizar embargos para cobrar las multas, por lo que los católicos se arriesgaban a perder todo lo que tenían (tal vez por eso Grigory les extendió la bula diciendo que podían ir a misa anglicana sin problema. Porque… ¿cuál es el argumento que siempre han comprendido, entendido y atendido, los Francisquitos? ¡La pasta, siempre la pasta!)

Así pues, la necesidad de una rebelión católica, esa necesidad que Bernardino de Mendoza esperaba poder aprovechar, se intensificó rápidamente por dos factores: por un lado, le ejecución de María en Inglaterra; por otro, la convicción de los conspiradores, y muy particularmente de Allen, de que la aristocracia rural inglesa que seguía siendo católica no podía aguantar mucho tiempo, pues estaba siendo económicamente asediada por las multas y las medidas del gobierno isabelino.

En su camino hacia la rebelión, William Allen contaba con un apoyo fundamental en el padre jesuita Robert Parsons. Si Allen era combatido pero al fin y al cabo respetado por muchos de sus adversarios ingleses, Parsons era directamente odiado por ellos. En primer lugar, por su condición de jesuita, por lo tanto miembro de la orden más papal de todas las órdenes católicas. En segundo lugar, por su gran habilidad, que demostraría sobradamente a lo largo de su vida, como panfletario. A Parsons, escribir folletos virulentos y hasta insultantes se le daba de coña.

Parsons, cuarenta años más joven que Allen, tenía la fe ciega del converso pues, en realidad, procedía de las filas puritanas. En el otoño de 1585, ambos católicos habían viajado juntos a Roma y, desde entonces, habían hecho equipo. En la capital del catolicismo, por ejemplo, se ocuparon de realizar un estudio genealógico, que habría de darle muchos quebraderos de cabeza a Isabel de Inglaterra y sus parciales, dedicado a demostrar que, como descendiente de Eduardo III, Felipe II de España era la segunda persona con mayores derechos a recibir la corona inglesa después de María, reina de los escoceses; por lo que, obviamente, la ejecución de ésta había hecho correr el escalafón. Su objetivo, sin embargo, siempre fue liberar a María. Sin embargo, fueron los Guisas franceses quienes les convencieron de lo quimérico de su deseo. Mucho más pragmáticos, los campeones de la causa católica en Francia se dieron pronto cuenta de que no había literalmente tiempo de formar una Armada con capacidad de invasión antes de que la suerte de la reina estuviese sellada. Los nobles loreneses, por otra parte, tenían que saber, como Mendoza, que, en realidad, el rey español Felipe tampoco es que estuviese dispuesto a graparse un testículo a cambio de la vida de María. La reina de los escoceses era católica, sí; pero era la viuda del rey de Francia, así pues, su supervivencia, suponiendo que además fuese capaz de auparse a la Corona, no se haría en beneficio de España, sino de su secular enemigo. Felipe de España dio misas por el alma de María; pero digamos que, de haber podido estar en su entierro, difícilmente habría portado el féretro.

Según fuentes diplomáticas, los despachos del Bernardino de Mendoza informando de la muerte de María llegaron a El Escorial cuando ya se había puesto el sol de la jornada del 23 de marzo de 1587. La noticia se mantuvo en el estrecho círculo filipino; de hecho, la mayoría del cuerpo diplomático, que no disponía casi de otras fuentes más que las propias españolas, no fue informada hasta el 31.

Siguiendo su política habitual, el rey Felipe no reaccionó en el corto plazo. Por lo que sabemos, el rey de España pasó la gran parte de la semana siguiente a la recepción de la noticia sentado en su pequeño gabinete, entregado a su costumbre de escribir instrucciones sobre los memoriales y noticias que recibía; pero ni uno solo de esos borradores se ocupó de Inglaterra. En realidad, la única gestión relacionada con la ejecución que sabemos realizó el rey Felipe en esos primeros días fue una conversación con su propio confesor, acerca de las circunstancias de un servicio religioso por el alma de la reina.

Ya hemos contado que Bernardino de Mendoza consideraba que aquella era la gran ocasión para poner en marcha la compleja carambola que vendría a suponer una operación naval para la invasión de Inglaterra. Sin embargo, el rey tenía otros conceptos. En realidad, la idea de que había que darle para el pelo a los ingleses era una idea que, de una forma u otra, venían defendiendo tirios y troyanos en la Corte española de veinte años atrás; sin embargo, el rey Felipe sólo la había comenzado a considerar con cierta seriedad desde unos cuatro. En efecto, no había sido hasta los primeros ochenta de aquel siglo, cuando Felipe regresó de su expedición por Portugal, que las ideas sobre una Armada comenzaron a tomar concreción. Lo de Portugal no es dato baladí. La adquisición de la nación ibérica incrementaba notablemente las capacidades de la corona española en el mar y, muy probablemente, en los años anteriores Felipe no se había permitido ni siquiera coquetear en el terreno de la imaginación con la idea de la Armada hasta que no tuviese asegurado el concurso de los marineros lusos.

En la última fase de la dominación española de Portugal, que fue el control de las Azores, los españoles, ya reforzados con barcos portugueses, habían tenido dos resonantes victorias contra una flota francesa alquilada por el pretendiente portugués. En la segunda de estas victorias, los españoles creyeron que, en realidad, habían luchado, y vencido, contra barcos ingleses (lo cual no era cierto); y esto es lo que hizo que el almirante Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, veterano de Lepanto, se mostrase dispuesto a navegar para hacer frente a la flota inglesa en su totalidad.

Éste fue, probablemente, el momento en el que, en la cabeza del rey, la idea de la Armada dejó de ser un concepto más o menos vago, y desde luego lejano, para pasar a ser una de esas cosas que se pueden describir en un memorial; una cosa, de alguna forma, factible. Felipe le contestó a Bazán pidiéndole una estimación de las fuerzas que serían necesarias para una operación contra Inglaterra. Bazán, según todos los indicios, fue sincero y profesional, y no se dedicó a eso tan típico de prometer acciones sencillas con muy pocos medios (como, sin ir más lejos, estaba haciendo entonces Leicester con su reina). Le dijo al rey que necesitaría unos 150 barcos grandes, una flota formada por todos los galeones posible, completados con buques mercantes fuertemente armados, cuarenta urcas para garantizar la logística de la flota, y unas 320 naves auxiliares más. Toda esa flota llevaría en su interior 30.000 marineros y unos 64.000 soldados; una fuerza que jamás potencia europea alguna había puesto a la mar.

Contando las soldadas, las armas, la pólvora, los bizcochos, los aparejos, todo lo que hacía falta para lanzar aquella expedición, que Bazán calculaba en ocho meses, todo se podía hacer, decía, por un coste de unos 3,8 millones de ducados. Aquí sí que no son pocos los historiadores que consideran que Bazán, temeroso del efecto que una factura excesivamente elevada podría tener en el ánimo de su rey, fue bastante amarrategui. Lo más probable, en cualquier caso, es que no consiguiese engañar al rey; Felipe tenía buen ojo para los costes pues, al fin y al cabo, se pasaba el día sopesándolos para esto y para lo otro. Por ello, muy probablemente la conclusión a la que llegó, cuando leyó las notas de su almirante, fue que, teniendo en cuenta que el coste no sería el que se le decía, la empresa estaba básicamente más allá de sus posibilidades. Otra cosa es la pregunta de cuándo, jamás, en la Historia o en el presente, le ha parado a un político el argumento de que no hay dinero.

Junto a la estimación de Bazán, que éste impulsaba obviamente por interés propio, pues soñaba con ser el almirante al mando de la misma, contaba Felipe con la otra estimación, la de Parma. El comandante de las tropas en las Provincias Unidas consideraba que 30.000 caballeros y 4.000 infantes serían suficientes para invadir Inglaterra; para ello contaba con la ayuda entusiasta de los católicos ingleses. Pero lo más importante: aseguraba Parma que esa tropa se podía transportar alrededor del Canal en barcazas, desde Nieuport y Dunqueque, en una sola noche. Ciertamente, la propuesta de Parma siempre fue un tanto incongruente, pues él mismo reconocía que, para poder dominar Inglaterra con un contingente relativamente modesto de tropas como el que proponía, era necesario que la operación se realizase en una sorpresa absoluta. Sin embargo, nunca explicó cómo pensaba ocultarle a los ingleses las concentraciones previas de tropas y barcazas.

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