Los súbditos de Seleuco
Tirídates y Artabano
Fraates y su hermano
Mitrídates
El ocaso de la Siria seléucida
En medio de la presión por
la invasión seléucida de sus territorios, y en momentos en los que Fraates se
encontró con la imposibilidad de allegar tropas suficientes entre los mismos
partos, el rey arsácida llamó en su ayuda a algunos mercenarios cercanos. Entre
los pueblos guerreros que tenía cerca, ninguno era tan guerrero ni tan
cohesionado como los escitas. Como ocurre siempre cuando hay un político de por
medio, los síntomas son de que Fraates les debió prometer a los escitas el oro
y el moro (que no tenía) a cambio de su ayuda.
Los escitas, según todos los indicios, llegaron tarde a la
batalla que, de todas maneras, Fraates acabó ganando. Pero no por ello dejaron
de reclamar la subida de las pensiones que se les había prometido. Conscientes de que quedaba un poco
feo pedir retribución por un servicio que en realidad no se había prestado (hay
que recordar, en este punto, que los escitas no habían inventado todavía los
servicios telefónicos, ni las redes de distribución eléctrica), los escitas
trataron de presionar a Fraates para que iniciase alguna guerra, one
splendid little war diría un ministro de asuntos exteriores unos dos mil
años después, en la que poder gastar algunas flechas para poder así reclamar su
movida. Fraates, sin embargo, rechazó esta opción.
Entonces los escitas, recién salidos del cine de ver The
Godfather III, película de la que lo que más les gustó fue la escena en la
que Joey Zasa dice eso de you will not give, I'll take, decidieron
emular al mafioso neoyorkino. Y bien, si el rey de reyes no les pagaba, ellos
cobrarían; y se dedicaron a rapiñar las villas de Partia.
A Fraates el tema lo pilló en Babilonia, donde había
decidido situar su cuartel general; visto lo visto, dejó allí a un propio, y
decidió ir personalmente a encenderle el pelo a los escitas. Concretamente, dejó a un
general llamado Himero a cargo de Babilonia, reunió unas tropas de partos y
algunos griegos que habían luchado con Antíoco, y entró en su propia nación.
Error. Un error mayúsculo, que sólo cabe adjudicar a la
desesperación de Fraates al ser consciente de que sólo con las tropas partas
no podía ni soñar con derrotar a los escitas. Es de suponer, o eso es lo que han
conjeturado muchos historiadores, que Fraates consideró que, estando el teatro
de la guerra muy lejos de Siria, los griegos decidirían luchar por su libertad,
conscientes de que si se amotinaban no tenían prácticamente adónde ir. Si fue
así, no valoró que las tropas griegas tenían otra opción, que fue la que
tomaron: presentarse en la batalla, esperar a que la situación de su bando
fuese bastante comprometida y, en ese momento, pasarse al otro, esto es: hacer
pandi con los escitas. Ambas tropas, griega y escita, dieron buena cuenta de
los partos, que fueron masacrados en la batalla, con inclusión de Fraates, que
no salió de allí respirando. Los historiadores antiguos no nos dan noticia de
esas compañías griegas después de la batalla, pero lo más lógico es que
regresasen a Siria; no estaba en la naturaleza de los escitas masacrar a unos
tipos que les habían otorgado una victoria y, además, ni les habían hecho nada
ni pretendían hacérselo.
Muerto Fraates, los órganos constitucionales de los partos,
a los que ya nos hemos referido, se reunieron y, constatando que el rey
fallecido no dejaba heredero viable, nombraron monarca a su tío Artabano, hijo
de Priapatio.
La decisión de los megistanes aparece plena de lógica.
Artabano, ahora Artabano II, tenía que ser, a su edad, alguien bastante versado
en la guerra; justo lo que necesitaba una nación como Partia, después de haber
sido derrotada por los escitas. El país seguía bajo la amenaza de este ejército
que seguía realizando un pillaje sistemático de todo lo que encontraba a su
paso, mientras que las naciones invadidas por los partos en los años
anteriores, oliendo la sangre, alimentaban crecientes proyectos de secesión. A
todo ello no ayudaba para nada la personalidad de Himero, el general que hemos
visto quedarse en Babilonia con ínfulas de virreinato, puesto que se desempeñó
como un tirano sin escrúpulos y, de hecho, al parecer cuando Artabano llegó al
trono ya se encontraba en guerra contra Mesenia, por lo que difícilmente podía
ayudar al rey de reyes a la hora de allegar tropas que pudiesen aspirar a
sustituir a las que habían muerto bajo las espadas escitas y griegas
combinadas.
Las cosas, sin embargo, se puede decir que se solucionaron
solas. En primer lugar, como ya he comentado lo que los griegos querían, según
todos los indicios, no era quedarse en Partia dando por saco, sino volver a
casa de una vez por todas. Por lo que se refiere a los escitas, si bien eran
guerreros temibles, no tenían apenas pulsiones imperialistas y, por lo tanto,
no mostraron aparentemente interés alguno por invadir Partia o quedarse allí
permanentemente; una vez que robaron lo que podían robar, se marcharon.
Las cosas dentro de Partia, pues, se arreglaron. Y esto le
dio a Artabano la posibilidad de centrarse un poquito más en los asuntos que se
desarrollaban al norte de su imperio. Allí, en la Asia septentrional, siempre
han, y habían, vivido pueblos más o menos dispersos. A finales del tercer siglo
antes de Cristo, parece ser que se empezaron a producir concentraciones de
población justo al norte del río hoy conocido como Sir Daria, y que las fuentes
latinas conocen como Jaxartes, que fluye al noreste del actual Uzbekistán. En
ese tiempo, el Sir Daria parece haber hecho para los pueblos al sur del mismo
la misma función que haría el Danubio para el Imperio Romano de occidente
algunos siglos después; esos pueblos de alguna manera amogollonados cerca del
río comenzaron a cruzarlo y a realizar razzias. Inicialmente, los
partos, muy al sur, no se mostraron muy preocupados por el problema, porque
todos aquellos mataos tenían que cruzar un desierto, el Kharesm, para llegarse
a Hircania y la propia Partia.
Los partos, sin embargo, no contaban con los viajes del
IMSERSO, que llegan a todas partes por muy poco dinero. Llegó un día en que esos
pueblos dispersos se bajaron del ALSA, y comenzaron a rapiñar los verdes valles
hircanos y los campos de Partia.
Da la impresión, aunque todo esto es fruto de la imaginación
además de los datos, que los reyes partos acabaron dándose cuenta de que no podían
luchar contra aquellas hordas, así pues acabaron por preguntarles cuánto
pedirían por dejarlos en paz y acabaron pagando este semi tributo, semi
soborno. Como casi siempre ocurre con este tipo de soluciones (de esto saben
mucho los judíos de ciudades españolas, que pagaron fuertes sumas a cambio de
que les dejasen en paz), la cosa sólo sirvió para que los invasores se
extendiesen cada vez más.
Artabano, como hemos dicho, se encontró con este pastel en
su reino y, cuando vio que se solucionaba el tema griego y propiamente escita
(y digo propiamente escita porque a estas tribus invasoras también las suelen
llamar escitas las fuentes existentes), decidió hacer algo con los mondongos
éstos que estaban todo el día en su nación, ahora haciendo uso de los pastos
merced a un acuerdo allegado con ellos. Así pues, Artabano formó una armada con
la que invadió el país de los Tochani, que parecen ser unos de los miembros de
este grupo de tribus invasoras, y que ahora estaban emplazados en tierras que
habían formado parte de la nación bactriana.
Desafortunadamente para Artabano, en una de esas batallas
recibió una herida en un brazo, herida que se complicó malamente de forma muy
rápida y que lo llevó a la muerte de una forma casi supersónica. Partia, pues,
se enfrentaba a una situación nueva para el reino: dos reyes muertos en muy
poco tiempo, ambos en batallas, y ambos frente a tribus del entorno que habían
decidido invadir el reino.
En el año 124 antes de Cristo, esto es cuando falleció
Artabano, los nobles partos se apresuraron a nombrar a su hijo, Mitrídates II,
como nuevo rey. No estaban las cosas para muchas discusiones entre carlistas e
isabelinos; hacía falta mantener el momio como fuese. Y parece que eligieron
bien: los historiadores apelan a este Mitrídates II con el sobrenombre
reservado para los mejores: El Grande o El Magno.
Nuestra idea de cómo se lo montó Mitrídates es muy
pequeña, como suele pasar con episodios de la Antigüedad que, por esa lotería
que es la conservación de testimonios de la época, no nos ha llegado bien
documentada que digamos. Pero lo que sí que es obvio es que, allí donde su
padre y su tío la habían cagado, él se quedó a gusto. Los partos superaron su
desmoralización y comenzaron a ganarle una batalla tras otra a los escitas e,
incluso, se quedaron varias zonas de la Bactriana que habían ocupado. Aunque no
podamos decir mucho más sobre esta materia, todo parece indicar que lo primero
que hizo Mitrídates, y lo hizo bien, fue pacificar las cosas en casa y hacer
que los partos volviesen a concebir que su país era un lugar seguro.
Pero en la Antigüedad, esto debe de quedar claro, la paz no
era un bien en sí mismo. La paz sólo era una manera de poder empezar otra
guerra. Mitrídates, como todo rey medianamente importante del mundo en aquellos
tiempos, sólo estaba resolviendo el problema escita para poder ocuparse de otro
problema; y éste era el problema armenio.
En el momento en que Mitrídates reinaba en Partia, su colega
en Armenia era Ortoadisto, un tipo al que le pusieron nombre sus padres después
de ver rebotar una pelota de ping-pong. Ortoadisto es una especie de Joseph
Jackson de la Historia Antigua. Si no te suena el nombre de Joseph Jackson,
probablemente deba decirte que fue el padre de los Jackson Five y,
consiguientemente, de Michael Jackson. Ése fue su destino: ser conocido como el
padre de. Ortoadisto, por lo tanto, fue el rey que antecedió, y tal vez el
padre, de un gran rey armenio del que ya hablaremos: Tigranes.
El rey armenio tenía mando en plaza sobre lo que los romanos
llamaban Armenia Magna, un territorio que se extendía desde el Éufrates en el
oeste hasta la boca del Araxes (pero, ojo, no el que nace en Navarra, que eso
sería mucho imperio; me refiero al río normalmente conocido como Aras); y desde
el valle del Kur (más conocido como Kurá) en el norte hasta el monte Nifates,
cerca del Tigris, en el sur.
Como sabéis aquéllos que hayáis recibido una sólida
educación religiosa a la europea, Armenia, como nación, es citada por primera
vez en las fuentes humanas en la Biblia, concretamente en el Génesis, puesto
que este libro nos informa que es allí donde reposan los restos del Arca de
Noé; anda que no ha habido tontopollas que han ido allí a buscarlos. Algunas
tradiciones dicen que los faraones de las dinastías más poderosas del Egipto
antiguo tuvieron relación con ellos, y también hay bastantes indicios de que
los asirios tenían algún tipo de contacto con este pueblo, contacto que parece
ser fue bastante problemáticos; lo cual no debe de ser raro, teniendo en cuenta
la afición asiria por las hostias.
Unos 700 años antes de Cristo, Armenia estaba habitada por
tres tribus; los nairi, los urarda y luego los más bajitos, los minni. De los
tres, los urarda parecen ser los más numerosos y poderosos, y tenían
establecida su capital en la ciudad de Van. Éstos fueron los que guerrearon
contra los asirios durante siglos incluso, hasta que en el año 640 el famoso
Asurbanipal parece haber sometido a la nación, entonces bajo el reinado de
Bilat-duri.
Aunque no tenemos mucha información, parece que durante la
época de la dominación persa, algo pasó en Armenia que revolucionó las
conciencias. Las tres tribus que he citado no eran arias, sino turanias. Esto
quiere decir que, racialmente, eran parientes de los primeros babilonios y de
los susaniánidas, pero no de los persas, los medos, los frigios (ni, por
supuesto, los alemanes), todos ellos arios. A pesar de todo esto, en los
tiempos en los que Heródoto escribió sus líneas, Armenia parece haber sido ya
casi plenamente arianizada. Bajo la dominación persa aparentemente las
denominaciones nairi, urarda y minni habían desaparecido a favor del
denominador armenio que, por ello, en su origen, parece ser una denominación
genérica para un conjunto de pueblos distintos, como ocurrirá, siglos después,
con los godos. Para entonces, los nombres y topónimos del país ya eran
básicamente arios. Todo esto sugiere la inmigración hacia el país de hordas
nuevas de habitantes, con origen, lengua, costumbres arias y también, al
parecer, un sistema religioso también distinto.
Estos nuevos armenios, por así llamarlos, puesto que tenían
muchos más puntos de conexión con los principales pueblos del área (quién sabe
si, en su origen, no serían miembros de dichos pueblos), resultaron por ello
tener unas ínfulas independentistas de menor calibre que en los tiempos en los
que eran turanios conscientes de tener muy poco que ver con las gentes de las
estepas. En los tiempos de la dominación de los medos, por ejemplo, parece que
se convirtieron en súbditos de ellos sin grandes resistencias.
Seguiré amenizándoos, bueno, armenizándoos, sobre
este tema en la próxima toma.
Muy interesante, sobre todo para los que apenas recordamos nuestras lecciones de Religión
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