El reino no es para ti, bonita
Enrique IV de Castilla fue coronado en Valladolid el 23 de julio de 1454. Era el suyo, a los ojos de quienes los tenían para juzgar la
situación política de Castilla, un reinado que tiraba a continuista. Enrique
tenía edad para haber sido contemporáneo de algunas de las gravísimas
escaramuzas civiles que enfrentaron al rey Juan con sus rivales aragoneses; de
hecho, en alguna movida se había implicado y había terminado como el gallo de
Morón; razón por la cual su mensaje central era el que preside este post: Keep calm and be the King.
Otra divisa de Enrique era ésa que se suele declamar en
sentido negativo: trata de engañar a todo el mundo todo el rato. Enrique el
Trastamero, en efecto, es uno de los muchérrimos personajes que hay en la
Historia del mundo que llegó a pensar que eso era posible. Desde el inicio, sus
mensajes fueron algo contradictorios. Lo mismo confirmaba a los altos cargos de
su padre en sus estatus, apoyando con ello la política de imposición frente a la
rebeldía aragonesa; que sacaba de las cárceles a los rebeldes presos e,
incluso, les devolvía tierras embargadas. Enrique era, pues, un auténtico
socialdemócrata, pues a todo el mundo le daba lo que quería, y a todo el mundo
trataba de convencer de que sería otro el que lo pagase.
¿Formaba parte de esta personalidad acomodaticia, repelente
del conflicto, la homosexualidad o, cuando menos, la impotencia? Que el tema se
ha creído durante mucho tiempo ya lo demuestra que éste, El Impotente, sea el remoquete con que la Historia ha etiquetado a
este rey. Enrique, sin embargo, es un monarca que ha ido ganando partidarios
con el tiempo. Conforme la geopolítica se ha ido convirtiendo en una disciplina
basada en la negociación en mayor medida que en el enfrentamiento y la guerra,
a intelectuales e historiadores, sobre todo si transitan por vías de escaso
ancho, les ha ido cayendo mejor este rey negociador y renuente a la batalla; un
ejemplo más, pienso yo, de lo que pasa cuando se observan los hechos del siglo
XV con los ojos de ayer por la tarde y, consecuentemente, se ambiciona poder
demostrar que un rey tardomedieval tenía carné de Unicef. El campo sobre todo
de la novela histórica, que es a la Historia lo mismo que las salchichas a la
carne de cerdo, ha visto cómo la imagen de este Enrique se ha querido blanquear
en lo posible; y una parte de dicho blanqueamiento es afirmar que la historia
de su impotencia es algo totalmente inventado.
En fin; yo, desde luego, no tengo claro que el rey Enrique
fuese impotente, mucho menos que fuese un digno dirigente LGTBI. Como tampoco
tengo nada claro que no lo fuera. Hasta donde yo sé, el tema es incomprobable,
por falta de residuos suficientes para hacer los oportunos estudios de ADN.
Pero, una vez más, no cometamos errores subvencionados: aquí lo importante no
es lo que pensemos nosotros, sino lo que pensaban nuestros tatarabuelos.
Y éste es un punto en el que ya entramos en terrenos donde la
negación se hace mucho más difícil. Que en la Castilla del siglo XV fueron apretada falange espartana quienes, más
que pensar, estaban convencidos de que Enrique era impotente, yo creo que es
algo que saben hasta las arañas muertas. A luchar contra este rumor no ayudó,
que digamos, el sonado divorcio de Enrique respecto de su primera esposa,
Blanca de Navarra, a la que se acusó de haber practicado brujerías con su
marido que lo habían convertido en impotente durante un tiempo.
Enrique, en todo caso, era, eso es cierto, un rey distinto;
quizá por eso se hace tan atractivo a los ojos modernos. No le gustaban los
ceremoniales de la Corte, por lo que desplegaba una elevada complicidad con las
gentes de su séquito, y prefería que no le besaran la mano ni que se
genuflexionasen delante de él. A pesar de saberse continuador de la labor que
los reyes castellanos venían jurando desde Pelayo, esto es la expulsión de los
musulmanes de España, gustaba, como le ocurría por otra parte a muchos
castellanos, de las modas moras, y solía conceder audiencia tocado con un
turbante y sentado en el suelo, como los caldeos. Muy bonito todo, como si se
hubiese inventado el Trastámara Rita Irasema; pero la verdad es que, cuando
menos desde mi punto de vista, era Enrique un rey letal para Castilla; el tipo
de monarca que Castilla no necesitaba.
Su principal problema era su volubilidad, como he dicho. Si alguien le pedía
una audiencia diciéndole que había que cerrar las puertas, ordenaba cerrarlas;
si, acto seguido, en la audiencia posterior era conminado a abrirlas, las
abría. El resultado, pues, era que el rey, contentando a todos, no contentaba a
ninguno.
A esto hay que unir que Enrique, como otros muchos reyes
antes que él y también después, en realidad no estaba muy interesado por los
asuntos de Estado. Ser rey, la verdad, le daba bastante por saco, y por eso no
tardó en buscarse alguien que asumiera la carga. Todavía siendo príncipe de
Asturias había conocido a Juan Pacheco, sobrino nieto del entonces arzobispo de
Toledo. Pacheco era un becario de Álvaro de Luna, excelente discutidor, persona
de labia convincente. Al rey Juan le gustaba mucho y a Enrique lo fascinó. Hay
quien dijo, ya entonces, que ambos, cortesano y príncipe, se frotaban la cebollada por las
esquinas.
Enrique hizo a Pacheco marqués de Villena y encumbró a su
familia, pues al hermano de éste, Pedro Girón, lo hizo maestre de la orden de
Calatrava. No fueron los únicos. A Enrique, sobre todo cuando fue rey, le
encantaba recompensar a los miembros de la nobleza menor con los que había
hecho amistad. Entre estos ascensos se contó el que le habría de dar más
problemas políticos: el del pibonaco Beltrán de la Cueva, un Mario Casas de su
época, a quien hizo grande (y, tal vez, también glande) de Castilla en 1456 y,
más tarde, mayordomo mayor.
En su primer año de reinado, Enrique de Trastámara decidió
casarse de nuevo, y la elegida fue Juana de Portugal, que entonces tenía 16
añitos. Al parecer, la señora estaba de muy buen ver, como corresponde a una
edad tan fresca. Sin embargo, la impotente fama del rey, que como he dicho ya
existía de mucho antes de éste su segundo matrimonio (en puridad, se había
disparado con el primero) encontró un motivo más para asentarse pues, al
parecer, la noche de bodas no hubo penetración.
En aquellos tiempos tardomedievales, la noche de bodas de un
rey era cosa seria. La fiesta duraba hasta bien entrada la noche y, finalmente,
el monarca y su esposa se retiraban a sus aposentos entre frases, promesas y
cánticos a cuál más explícito sobre el tipo de cosas que iban a pasar
inmediatamente. Pero la cosa no para allí. Un pequeño ejército de nobles y
sirvientes comenzaba a revolotear alrededor de la alcoba y la cama con dosel de
los reyes que, normalmente, dejaba los cortinajes echados. O sea: estos
testigos no veían al rey tirarse a la
reina; pero lo que sí hacían era comprobar
que el embroque se había producido, dado que, una vez desflorada la dama y
vertida en consecuencia una variable cantidad de sangre sobre las sábanas, el
rey debía de recoger el mentado ropaje y salir afuera para enseñarlo, en
demostración de que el hímen había sido naturalmente perforado.
Lo que nos dicen las crónicas es que, aquella noche de mayo,
el rey Enrique no enseñó sábana alguna: ni limpia, ni manchada. Y que al día siguiente,
continúan dichas crónicas, la reina
abandonó el dormitorio tal y como había entrado a él, lo cual no complació a
nadie.
La historiografía blanqueante de este rey Enrique del Buen
Rollito se ha hecho pajas en ocasiones (nunca mejor dicho) con la idea de que
aquel gesto de Enrique no tuviera nada que ver con la impotencia, y sí mucho
con su repugnancia por la rigidez cortesana. El rey, nos dicen estas
interpretaciones, no hizo otra cosa que orillar una gestión, la de tirarse a su
señora con todo dios mirando y luego enseñar la sábana y tal, porque rechazaba
una pérdida de intimidad de tal calibre. Una vez más, creo, quienes eso piensan
son reos de ese síndrome que nos hace ver el pasado con los ojos del presente.
En el siglo XV, señores, no había Reglamento Europeo de Protección de Datos
Personales; y eso quiere decir que la escena que he descrito era, para un rey como para una reina, tan normal como lo pueda ser hoy el gesto de bailar el primer baile
del banquete de bodas con papá, mientras el resto de la gente sigue torturando
su intestino delgado con un cóctel de mariscos digno de ser servido a una
camada de jabalíes con triquinosis.
La idea de que Enrique quería protegerse a sí mismo y a su
mujer del escrutinio de los demás es, sinceramente, una gilipollez. Una
gilipollez que, además, casa mal con el hecho de que la pareja tardase siete
años en tener descendencia, dato éste que más mueve a pensar que la resistencia
del rey a demostrar su condumio nupcial más bien tuvo que ver con el hecho que
dejó el himen de Juana más tenso que los tímpanos de un violinista. Y no
olvidemos tampoco que, como ya iremos viendo, la reina fue desarrollando un
creciente desprecio por su marido (¿por qué, si tanto la respetaba?), además de
acabar en brazos de otros hombres, independientemente de que uno de ellos
fuese, o no, Beltrán de la Cueva. No parece la actitud propia de una mujer que
se casa con un rey que la quiere tanto, tanto, que le ahorra exponerla a la más
mínima humillación. Pero, bueno, el papel, ya se sabe, lo aguanta todo. Y
subvencionado, ni te cuento.
La falta del empuje que se consideraba necesario en un rey
tardomedieval que, además, era el principal depositario de la labor histórica
de la Reconquista se hizo bien patente en esta misión histórica, y también un poco histérica. Enrique, desde luego, combatió
a los moros; pero lo hizo evitando claramente los enfrentamientos en campo
abierto, por lo que prefirió la estrategia de provocaciones y golpes
continuados, pero de menor calidad, propios de las estrategias de guerrilla.
Éste fue, de hecho, el gesto que le acabó granjeando la enemiga del, digamos,
estamento militar castellano. Nobles y aspirantes a nobles se quedaron, en
tiempos de Enrique, sin gloria, pues la gloria era sólo una: la victoria en
combate. Sin combate, por lo tanto, no había gloria.
En 1453, al calor del trauma
general que supuso en occidente la caída de Constantinopla y,
consiguientemente, la laminación for good
de lo que pudiera quedar del orgulloso Imperio Romano, íntimamente ligado a la cristiandad para
entonces, las presiones en favor de la expulsión definitiva de los musulmanes
de Europa (o sea, España) se redoblaron. Pero, claro, Enrique de Trastámara no
tenía, precisamente, las mejores orejas para escucharlas. Pacheco seguía al
lado del rey, pero cometió la torpeza (al loro: siempre es una torpeza) de subir los impuestos, con lo que las
clases plebeyas y libres, que eran la gran parte de los pecheros, se
encabronaron un poco.
Unos cinco años después de la
toma de Constantinopla, ya se puede hablar de un partido anti-enriquiano en
Castilla, formado fundamentalmente por miembros de la nobleza y la Iglesia. De
entre ellos, el más furibundo era el tío de Pacheco y arzobispo de Toledo,
Alfonso Carrillo de Acuña, un hombre tan importante para entender la Historia
de España como olvidado en el momento presente. Carrillo era la cabeza de una
de las sedes episcopales más ricas de Castilla y de Europa, lo que lo convertía
en una curiosa mezcla entre sacerdote orante y noble guerrero. Tenía amplias
ambiciones pues, a pesar de ser sacerdote, tenía un hijo bastardo, Troilo, a
quien pensaba dejarle todo un importante caudal de riquezas laicas que iba
acumulando. En el ámbito religioso, ambicionaba eso que ambiciona todo
arzobispo: que lo nombren cardenal.
Parientes y todo, Carrillo y
Pacheco eran enemigos íntimos. Sus lazos de sangre no eran tan fuertes como
para orillar el problema de que, en una Castilla cuyo rey era un maula que no
quería decir una palabra más alta que la otra, ellos dos eran las dos ambiciones
punteras y, por lo tanto, su destino era pleitear hasta que uno de los dos
cayese a la lona, sonado. Pacheco, que sabía eso, maniobraba para cerrarle las
puertas del Consejo Real a Carrillo y los carrillianos.
En 1457, Pacheco cantó bingo cuando consiguió arrancarle al rey el nombramiento
de su persona al frente del Consejo Real; como el maniobrero Iznogud, Pacheco
había conseguido ser visir en lugar del visir y, para colmo, con la ayuda y el
aplauso del visir.
El nombramiento de Pacheco, sin
embargo, no causó exactamente el efecto que él esperaba. El ambicioso y logrero
marqués de Villena esperaba que, ante el gesto de poder conseguido, la
aristocracia castellana doblaría la cerviz y le prometería, con mayor o menor
sinceridad, pleitesía. Pacheco, sin embargo, había leído mal el libro de
Historia. Lo había abierto erróneamente unas ciento y pico páginas por delante
y, confundido, había creído que se encontraba en los tiempos en los que los
reyes eran más poderosos que los nobles sobre los que gobernaban. Pero eso que
llamamos, erróneamente, Renacimiento (deberíamos llamarlo Era de las Monarquías
Fuertes), todavía no había llegado; hacía falta alguien como Lizzy Thatcher
de Castilla para que llegase y Pacheco, la verdad, trabajaba para un tipo que
no servía para esa labor. La aristocracia castellana, lejos de reconocer en el
gesto de la formación de un Consejo Real casi plenamente partisano de Pacheco
la hora llegada de la obediencia al rey, coligió, en un buena parte, que
todavía tenía poder suficiente como para combatirlo.
Pacheco, lejos de someter a los
poderes de Castilla, plantó las semillas de una nueva guerra civil.
Debido a la guerra civil entre Isabel y Juana la Beltraneja, se dijeron gran cantidad de burradas sobre Enrique (el padre de Juana), con intención de minar la reputación de ésta. Tantas que me inclino a creer que alguna es exagerada. Como todas las barbaridades que decían de los Borgias.
ResponderBorrarRespecto a si Enrique o no funcionó en la noche de bodas, hay varias explicaciones plausibles, puestos a divagar:
- Enrique iba tan pedo que no rindió. Le pasa a más de uno, incluso a reyes.
- La novia no tenía himen. Ojo, no digo que no fuera virgen. El himen se puede perder por muchas razones (hípica, movimientos bruscos, etc.)