miércoles, noviembre 21, 2018

Después de Hitler (2: de Krebs a Demmin)

Batallas anteriores:

El hundimiento


Ese día, a las cuatro menos cuarto de la tarde, Hitler y Eva Braun se suicidan. El canciller alemán, antes de morir, está abandonado por los suyos. Sabe, o intuye, que Göbels morirá con él; Göring le ha intentado hacer la envolvente y proclamarse canciller unos días antes, lo que ha provocado el gesto de Hitler de ordenar su detención e incluso fusilamiento; sabe por Speer que de Himmler no cabe fiarse y, pues, todo lo que le queda (Speer, Bormann tal vez) son segundas filas. Así las cosas, deja el poder de Alemania en herencia para el único militar que cree suficientemente pronazi y con control suficiente sobre las tropas que siguen siendo operativas: el jefe de la Marina, almirante Karl Dönitz.
Dönitz, esto hay que tenerlo claro, hereda un país que claramente ha perdido la guerra, pero que todavía conserva cartas en su mano. Cartas que son, a la vez, un activo de negociación y un problema. La presencia en Bohemia y Moravia es sólida, pero precisamente ahí está el problema, porque son frentes que con toda seguridad acabarán siendo arrollados por el ejército soviético, que es el ejército ante el cual ningún soldado alemán con dos dedos de frente quiere declararse rendido. 

Para entonces, hace ya mucho tiempo que entre los soldados y mandos alemanes, ser destinados al frente oriental es poco menos que un castigo, amén de una muerte bastante más segura que en occidental. La política de los soviéticos respecto de los alemanes, cuando ocupan sus tierras, es por otra parte totalmente distinta de la de los aliados occidentales, mucho menos crueles y arbitrarios. En suma, la prioridad del ejército alemán, en ese momento, no es no rendirse; es rendirse, en cantidades lo mayores posible, al enemigo británico o estadounidense; y ya si, además, es posible hacer cosas que quiebren la unidad de acción de esos dos frentes aliados, que ambos quieren derrotar a Alemania pero tienen puntos de vista y prioridades totalmente distintas, mejor.

Lo importante, sin embargo, es el tremendo avance combinado. Las unidades bielorrusas penetran por el norte de Alemania y otras unidades en Checoslovaquia. El I Ejército francés avanza por Austria y los británicos por el Báltico. Los estadounidenses han tomado Munich, todavía medio convencidos de que Hitler está escondido en las montañas bávaras.

En los primeros meses de 1945, los alemanes hacen algunos intentos desesperados por conseguir aliados en su lucha contra los ídem. Elemento importante de esta política es la creación en el mes de febrero, patrocinada por Himmler y a espaldas del propio Hitler, de una unidad militar formada exclusivamente por rusos anticomunistas. Se conoció como el Ejército Vlasov, nombre procedente de Andrei Vlasov, que era su comandante. A finales de abril, este ejército se había desgajado en dos unidades, una de las cuales estaba en Austria y la otra en Checoslovaquia.

Estos refuerzos, sin embargo, poco podían hacer frente al empuje de las tropas soviéticas. El 26 de abril, desde el Báltico, el mariscal Konstantin Rokossovsky, al mando del segundo frente bielorruso, inició una ofensiva sobre el norte de Berlín. Enfrente, el mayor Enrich Mende, al mando de la CII División de Infantería alemana. Mende había conseguido frenar a los rusos en enero de aquel mismo año en Prusia oriental, permitiendo de esa manera el exilio de miles de civiles fuera de la influencia comunista; pero ahora carecía ya de los medios suficientes para repetir la jugada. Tomando los alrededores de Rostock, Rokossovsky prácticamente empaquetó a los alemanes, que a partir de ese momento ya sólo buscaron la manera de salir de allí.

Mende y sus soldados lograron llegar al puerto de Warnemünde, donde se encontraron los muelles repletos de barcos que, asimismo, estaban petados de gente. Repentinamente, Mende vio entrar en el puerto a medio millar de personas con uniforme a rayas; claramente, eran prisioneros de algún campo de concentración cercano que se habían escapado o, tal vez, simplemente se habían quedado sin vigilantes.

En el momento en que el mayor alemán se estaba enfrentando en silencio a los prisioneros de su régimen, el frente berlinés se encontraba ya a escasos 400 metros de la cancillería.

El 1 de mayo, comenzó el trabajo del general Nikolai Berzarin, el militar soviético al cual su jefe, mariscal Georgi Zhukov, había encomendado la labor de tomar el control y la administración de la capital alemana y alimentar a sus habitantes. Resulta difícil de adverar la situación real que se produjo en esos días. Los soviéticos escribieron a sus superiores informes relativamente optimistas aunque no exentos de realismo, en los que admitían que no era posible evitar los actos de saqueo y de violación; los alemanes, por su parte, destacan en sus memorias el régimen de miedo extremo a que estaban sometidos.

El general Vasily Chuikov, al frente del VIII Ejército de Guardias, estableció su cuartel general cerca del Tiergarden. La presencia del VIII Ejército en Berlín tenía un fuerte significado moral y bélico, ya que esta unidad se había formado a partir del LXII Ejército; es decir, estaba formado por los soldados que habían defendido Stalingrado. Chuikov era un tipo que estaba un tanto jodido por el hecho de que, siendo su unidad la que había cargado con la peor parte de la batalla, finalmente no había sido ante la misma ante la cual se había rendido el mariscal Von Paulus. En efecto, Von Paulus había sido capturado por el LXIV Ejército y, pasados dos años, eso seguía escociéndole mucho a los miembros del LXII. Para compensar la putada, entre los mandos soviéticos había una decisión no escrita según la cual, en el caso de que se iniciasen negociaciones de rendición por parte de los militares alemanes, sería el LXII Ejército el que las comandaría.

A las tres y media de la mañana del 1 de mayo, los soviéticos recibieron desde el búnker un mensaje según el cual el general Hans Krebs deseaba parlamentar con ellos. Los mandos rojos discutieron mucho entre ellos pero, finalmente, prevaleció el pacto no escrito. Por ello, decidieron enviar a un joven teniente, Andrei Eshpai, que hablaba alemán, para que escoltase a Krebs hasta el Tiergarten y el despacho de Chuikov. Krebs, efectivamente, se presentó allí acompañado de un soldado alemán que llevaba un trapo blanco atado a su bayoneta.

Krebs le anunció a Chuikov y los otros asistentes que Hitler se había suicidado el día anterior, y que él estaba ahí, bajo la autoridad de Göbels, para negociar un alto el fuego. Los soviéticos no esperaban esa noticia, porque se quedaron en silencio y tardaron en reaccionar; eso sí, cuando lo hicieron, fue por medio de Chuivok, quien se limitó a decirle a Krebs que ya lo sabían.

Pero, claro, no lo sabían. En puridad, los rusos ni siquiera sabían en qué punto de Berlín estaba Hitler, aunque lógicamente sospechaban que sería en la cancillería por las posibilidades de defensa que presentaba. Da la impresión, en todo caso, de que nunca pensaron que se suicidaría, porque la noticia les dejó bastante planchados.

Con la noticia fresca en los labios, Chuikov dejó la sala para telefonear a Zhukov, quien inmediatamente llamó a Stalin. Stalin, con toda lógica, contestó que ni muerto ni vivo Hitler habría negociaciones; que su gente no debía aceptar otra cosa que no fuese una rendición incondicional.

Cuando Chuikov regresó a la sala con estas noticias, Krebs protestó. Lo primero que había que hacer, dijo, era negociar una tregua que hiciera posible la jura del gobierno Dönitz, cumpliendo así las últimas voluntades de Hitler. Los rusos, incluso, colocaron un cable telefónico que conectaba con la cancillería, para poder parlamentar directamente con Göbels; pero no hubo ningún tipo de acuerdo, y a la una de la tarde, Krebs recibió órdenes de regresar a la Cancillería. Krebs se marchó, pero volvió al poco, pretextando que había olvidado sus guantes. Los rusos le preguntaron con sorna si sus guantes eran tan importantes para él; sabían perfectamente que estaba tratando de no regresar a un lugar donde estaba seguro que sería masacrado. Chuikov lo llevó a un aparte; Krebs hablaba algo de ruso, porque había trabajado en la embajada alemana en Moscú. El general soviético le preguntó qué iba a hacer, y Krebs contestó, en ruso: “cumplir mis obligaciones hasta el final”. Claramente, le anunció su suicidio, pues. Luego se fue.

Nada más salir Krebs del Tiergarten, la lucha por el control del Reichstag se inició de nuevo. En unas horas, los rusos habían dominado el edificio.

En Moscú, Stalin estaba inquieto. Chuikov y Zhukov eran de la opinión de que el intento de Krebs buscaba un acuerdo unilateral con los soviéticos, y temía que pudieran intentarlo con sus aliados. Asimismo, el camarada primer secretario general del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas tenía la promesa de Eisenhower de que los estadounidenses no tratarían de entrar en Berlín; pero no se acababa de fiar de Churchill. En una reunión urgente que tuvo con Zhukov y Chuikov, les exigió que le garantizasen una pronta caída de la totalidad de la ciudad. De hecho, Stalin estaba tan deseoso de que los soviéticos se asegurasen el control de la ciudad que incluso tomó la decisión (antimilitar) de provocar una competencia entre los dos mariscales al mando de fuerzas en el teatro de operaciones (Zhukov y Konev) a ver cuál de los dos lo conseguía (lo lógico habría sido coordinar los ataques). Se había planificado una ofensiva soviética el día 16, y Stalin no quería que el tema de Berlín pasase de ahí. Para colmo, la muerte de Roosevelt, ocurrida precisamente cuando se le estaban dando los últimos toques a la ofensiva, lo puso todavía más nervioso.

Como ya sabrá el lector que haya seguido las notas relativas a la conferencia deYalta, apenas unas semanas antes de la ofensiva sobre Berlín, los tres grandes líderes aliados se habían reunido en Crimea y habían tomado una serie de decisiones especialmente beneficiosas para la Unión Soviética. Muy en particular, en Yalta Stalin había adquirido un compromiso menor, como era entrar en guerra con Japón en unos meses, a cambio de llevarse la joya de aquella negociación, que era Polonia.

Ahora que había muerto Roosevelt, que era el principal elemento entre los aliados que había permitido un acuerdo de esas características, Stalin, que era un buen conocedor de la política estadounidense y por lo tanto sabía que un vicepresidente pocas veces adoptaba políticas continuistas respecto de su presidente, temía que Yalta se pudiese convertir en un juego revuelto. Así pues, entre otras medidas ordenó a sus jefes militares en Berlín que adelantasen a primeras líneas las unidades polacas que tenían, unidades que luchaban en favor del gobierno de Lublin, es decir del gobierno títere soviético. Buscaba con ello que los polacos compartiesen con los soviéticos las mieles y el mérito de una victoria segura, ganando con ello empaque.

De esta manera, las unidades de la I División de infantería polaca fueron movilizadas a toda prisa hacia el centro de Berlín desde las posiciones de apoyo en retaguardia que estaban garantizando. La II División, que estaba todavía más lejos, fue transportada en tren a pelo puta; fueron esas unidades polacas las que asumieron el avance por el Zoo de Berlín que presenta tantas ventajas fílmicas cuando alguien quiere relatar la batalla de Berlín en el cine. Ese mismo día, la III División entró en combate en la estación de tren del Tiergarten. Esta división, a las siete menos cinco de la mañana del día 2, alcanzó la Puerta de Brandenburgo. Esta es la razón de que, en lo más alto de la misma, aquel día, además de la bandera roja de la URSS, pudiese verse la rojiblanca de Polonia. Un detallito, uno más, de ésos que suelen olvidar las pelis sobre la materia.

La colocación de unidades polacas en el primer frente de la batalla de Berlín, por otra parte, tuvo como consecuencia que la ya más que cuestionable calidad del respeto a la población civil por parte de los soviéticos se deteriorase todavía más. El comportamiento de los polacos con la población alemana fue, si cabe, todavía más brutal, arbitrario y violento que el de los soviéticos.

El 2 de mayo, finalmente, el teniente general Chuikov tuvo su momento de gloria ante la Historia que le había sido vedado en Stalingrado. El general Helmuth Weidling, comandante de las posiciones alemanas en Berlín, llegó al cuartel general del militar soviético para firmar una rendición incondicional de todas las tropas alemanas en la ciudad, con efectos en la tarde de aquel día. Como ocurre en el final de muchas guerras (como la civil española), en realidad aquella rendición no hacía sino certificar lo que ya estaba pasando, pues eran para entonces muchas las unidades alemanas que habían dejado por su cuenta de resistirse.

A la una de la tarde, sin embargo, el almirante Dönitz habló en la radio desmintiendo a Weidling, y ordenando a las tropas seguir resistiendo. Algunas de ellas lo hicieron, pero habían sido dominadas a la caída del sol.

El interés oficial de los soviéticos por mantener un orden en la victoria no se puede negar. Se elaboraron directivas en este sentido, inspiradas en una general de Stalin de 20 de abril, por parte de unos generales que eran conscientes de que la entrada de los soldados rojos por la frontera Este de Alemania había sido brutal para los civiles. Sin embargo, en términos generales esa directiva no se cumplió porque, en una guerra, el mando de cada esquina lo tiene quien está en cada momento en esa esquina con las armas en la mano. Como ejemplo, Demmin, una ciudad pomerania que acabaría integrada en la República Democrática Alemana.

Una columna del ejército soviético llegó allí el 30 de abril, con tropas del LXV Ejército y del I Cuerpo de Caballería de Guardias. A la vista de las tropas soviéticas, que llegaron casi en el crepúsculo, en la torre de la iglesia se colocó una bandera blanca. Los soviéticos enviaron tres negociadores que prometieron respetar a la población civil si el pueblo se rendía sin lucha.

Comandaba la XXXVIII Brigada de tanques el general Mikhail Panov. Panov, que conocía muy bien el estado de excitación de sus soldados, les hizo saber una directiva en la que les recordaba que su trato de la población civil debía ser correcto. Sin embargo, las cosas no fueron como se esperaba. Un destacamento de las SS, como siempre los miembros más nazificados y radicalmente hitlerianos de las fuerzas armadas, disparó sobre los tres negociadores, a los que mató, y se retiró hacia el centro de la ciudad, volando varios puentes. Con esa medida, dejaron a 30.000 civiles alemanes encerrados dentro de su pueblo. Por doquier aparecieron banderas blancas pero, de nuevo, una vez que los soviéticos entraron en el pueblo, miembros de las Juventudes Hitlerianas abrieron fuego contra ellos. Como respuesta, los rusos quemaron parte del pueblo.

Fue en ese momento cuando comenzó el hecho que haría tristemente famoso Demmin ante la Historia. Los civiles, fuertemente trabajados además por la propaganda nazi acerca de las atrocidades de las tropas soviéticas, comenzaron a suicidarse. En puridad, los suicidios de familias enteras comenzaron antes incluso de que los soviéticos entrasen en el pueblo; pero cuando se inició el incendio, momento en el que los mandos de las tropas soviéticas perdieron completamente el control de sus tropas, rebrotaron a causa de los actos injustificables que comenzó a hacer la tropa, especialmente hacia las mujeres. En dos días, entre personas que habían cometido suicidio y otras asesinadas por los rusos, unas 900 personas habían muerto.

Demmin es relativamente conocido por el importante sacrificio que supuso pero, de todas formas, es un ejemplo que conviene tener presente porque también ejemplifica una estrategia que se estaba llevando en todo el frente del Este por parte de los alemanes, y que condicionará toda la negociación propiamente dicha de la rendición del país.

En todo este frente, en efecto, la obsesión de los militares alemanes era conseguir que porciones lo más grandes posible de las poblaciones de su país se rindiesen a los aliados occidentales. Los alemanes eran conscientes de que el nivel de deseo de venganza era totalmente diferente entre las tropas rojas y las brito-americanas, y se daban cuenta de que era mejor rendirse a éstas que a aquéllas. En su favor hay que decir que no se equivocaban, pues aquéllos que acabaron en campos de trabajo en la URSS, desde luego, tardaron mucho más en regresar a sus casas, si es que regresaron, que los que fueron hechos prisioneros por unidades angloparlantes.

En esa estrategia, muchas unidades alemanas practicaron la estrategia de Demmin, es decir: colocar a unidades fuertemente ideologizadas y dispuestas a inmolarse, como las SS y las Juventudes, para realizar una última resistencia. La función de esa última resistencia no era, desde luego, salvar el lugar en el que se encontraban. Cuando las SS volaron los puentes de Demmin, eran conscientes de que sus convecinos estaban condenados. Lo que buscaban era detener en lo posible el avance de los soviéticos, para permitir un mayor avance por el otro lado, el frente occidental. Para las SS era una decisión fácil; ellos sabían que los miembros de estas unidades que caían en manos de los soviéticos eran asesinados inmediatamente. Su escasez de empatía con sus propios conciudadanos sólo puede explicarse con el hecho de que compartiesen las ideas de Hitler, quien ya le había dicho a Speer, en el búnker, que, en realidad, si Alemania se rendía, merecería todo lo que le pasara.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario