El hundimiento
De Krebs a Demnin
La
situación en el norte de Alemania, la única zona donde el gobierno
alemán conservaba algo de control, era muy cambiante. Para empezar,
las carreteras y ciudades se llenaron de refugiados, puesto que los
alemanes residentes en poblaciones más orientales huyeron en masa de
los rusos, de los que intentaban no caer prisioneros. Para seguir, el
terreno, como zona de guerra, experimentaba la presión de las tropas
aliadas.
Uno de
los teatros de la lucha era la ciudad silesia de Breslau. Como es
bien sabido, en Yalta Iosif Stalin había hecho prevalecer frente a
sus aliados el criterio básico de que la URSS debería hacerse con
una parte del territorio oriental de Polonia, país que sería
compensado por esa pérdida mediante la ganancia de terreno a su
oeste, esto es, a costa de Alemania. Entre estas ganancias se
encontraba Breslau, ciudad y entorno que, como resultado de este
acuerdo, debía ser formalmente entregada a las tropas polacas,
mientras que la población alemana procedería a ser expulsada. Sin
embargo, para poder llevar a cabo estas previsiones, lógicamente,
antes había que tomar la ciudad.
Silesia
en general, y Breslau muy en particular, era un territorio que se
caracterizaba por ser devotamente nazi. El líder local del NSDAP,
Kard Handke, se las había arreglado para generar toda una fortaleza
en la zona, de forma que había sido capaz de resistir asedios ya muy
fuertes. A pesar del constante bombardeo de la ciudad, las tropas
alemanas disputaban Breslau calle a calle, por lo que el 1 de mayo el
VI Ejército soviético todavía no había sido capaz de someterla.
La tarde de aquel día, en Breslau como en otros lugares de Alemania,
la población pudo escuchar en la radio el anuncio de la muerte de
Hitler que, de todas formas, se vendió como la heroica muerte de un
líder militar al frente de sus tropas de la Cancillería.
En
Londres, la noticia le llegó a al primer ministro Churchill en el
momento en que se dirigía a almorzar con lord Beaverbrook, un
aristócrata con muchos intereses en medios de comunicación.
En
muchos lugares donde permanecía la lucha, como Breslau, a la
impresión inicial (en general, la noticia de la muerte de Hitler fue
recibida en medio de un silencio espeso) siguió la convicción de
que se haría necesario seguir resistiendo. Sin embargo, éstas
fueron, muchas veces, meras admoniciones retóricas que no se
compadecen con la realidad. Los muchos testimonios que nos han llegado de militares
aliados vinculados a la lucha nos hablan de una
jornada del 2 de mayo, la resaca de la muerte de Hitler, en la que,
en muy diversos frentes, las tropas alemanas se rindieron a miles. La
tendencia era especialmente visible en el caso del frente occidental
pues, como ya hemos explicado, las tropas alemanas eran mucho más
proclives a rendirse ante americanos e ingleses que ante los
soviéticos.
Aquel 2
de mayo, el XXI Cuerpo de Ejército del mariscal de campo Montgomery
estaba cruzando el Elba, a la búsqueda de dos importantes puertos
bálticos: Lübeck y Wismar. Para entonces, Montgomery ya sabía que
el mariscal Rokossovsky estaba empujando en el mismo territorio desde
el otro lado, por así decirlo. Si lograsen conectar ambos frentes
aliados, el inglés tenía la expectativa de cortar la retirada de
los alemanes y, sobre todo, de pillar sin salida al III Ejercito
Panzer alemán, famoso por su acometividad. De esta manera, se
impediría el reagrupamiento de tropas alemanas en
Schleswig-Holstein, que era lo que pretendía Dönitz para poder
consolidar allí una estructura de gobierno alemán bajo su mando.
Montgomery,
sin embargo, tenía serias diferencias estratégicas respecto de sus
mandos. Tanto Winston Churchill como Alan Brooke, su JEMAD por así
decirlo, no apreciaban urgencia en actuar contra el reagrupamiento
alemán, que juzgaban débil en todo caso (no será la única vez que hablemos de escasa valoración aliada hacia las estrategias de Dönitz); y, sin embargo, estaban
más preocupados por las ganancias de territorio que pudieran tener
los soviéticos, conscientes como eran de que, por así decirlo, todo
lo que tomasen, ya no lo devolverían. En juego estaba, sobre todo, en lo que hoy conocemos, y entonces ya se conocía, como Dinamarca; un
país que bien pudo acabar bajo la influencia soviética si la última
mano de la segunda guerra mundial se hubiera repartido de otra
manera. Churchill ni siquiera había podido imaginar en Yalta que
Dinamarca pudiera estar en el juego de influencias del futuro Telón
de Acero, pero en abril de 1945 ya era consciente de ello, y por ello
le había enviado a sus jefes militares una directiva (el día 19) en
la que les había dicho que era imperativo llegar a Lübeck antes de
los rusos, puesto que consideraba que quien tuviese Lübeck, habría
comprado la llave de Dinamarca.
Para el primer
ministro británico era suficiente, por así decirlo, con una cagada:
la que había cometido Eisenhower por partida doble cuando había
renunciado a Berlín y, además, se lo había comunicado a Stalin sin
siquiera consultar con el Estado Mayor británico (bueno, la verdad
es que lo más probable es que no les consultase porque ya sabía lo
que le iban a decir). Churchill sabía que las ambiciones rusas sobre
Dinamarca eran legendarias (ya el almirante Nelson les había tenido
que parar los pies) y, si durante la conferencia de Yalta había
conseguido, más o menos, mantener las formas frente a los
soviéticos, en las semanas posteriores había ido perdiendo la
paciencia. A pesar de que la conferencia crimea se había disuelto
entre amorosas promesas de colaboración, apenas unos días después,
a principios de marzo, Churchill se había encontrado con la
imposición por la fuerza del gobierno Graza en Rumania, un claro
movimiento soviético que le provocó un cabreo importante. Días
después, para colmo, los rusos habían liberado Viena del poder de
los alemanes, y habían instaurado allí un gobierno procomunista,
por no mencionar los movimientos en pro del gobierno de Lublin en
Polonia. Por lo demás, el primer ministro británico seguía
invirtiendo muchos recursos en asegurar posiciones en el
Mediterráneo, un frente que desde el punto de vista bélico había
perdido toda su importancia, llevado por su obsesión por hacer caer
a Grecia del lado occidental (cosa que bien fácilmente pudo no
ocurrir, y que habría provocado que hoy Grecia, que parece que tiene
unos problemas de la hueva y tal, fuese apenas capaz de exhibir las
cifras macroeconómicas y de desarrollo de Rumania o Bulgaria).
En todo caso, ahora
que uno de los principales frentes responsabilidad de los aliados
occidentales: Italia, claramente estaba perdiendo presión, para los
ingleses había llegado, claramente, el momento de fijarse en el tema
danés.
Sin embargo, en
Londres tenían que tener en cuenta que su palabra cada vez tenía
menos peso en las discusiones entre aliados. Desde el Día D, esto es
el desembarco de Normandía, Estados Unidos se había convertido ya,
de largo, en el principal participante en los aliados occidentales,
tanto en hombres como en material. Esto, de por sí, ya era un
problema para los estrategas británicos a la hora de tratar de
imponer sus apreciaciones. Pero, es que, además, había otro, que
era el propio mariscal Bernard Montgomery.
Nardo fue nombrado,
es sabido, comandante en jefe de las fuerzas de tierra en Normandía.
Su nombramiento, desde el principio, se hizo con el espíritu de
provisionalidad, pues todo el mundo, dentro y fuera de Londres, tenía
asumido que en cuanto Eisenhower tocase Europa con ambos pies, Monty
debería resignar su mando supremo. Esto, lo he dicho, todo el mundo
lo tenía asumido, salvo el propio Monty. En noviembre de 1944, la
manía del inglés de hacer lo que le salía de su imperial glande
había provocado ya tantos enfrentamientos con su comandante en jefe
que, en realidad, estaba a punto de ser cesado, y si siguió en el
puesto fue porque su jefe de Estado Mayor, Freddie de Guingand, iba detrás
de él barriendo la mierda que iba dejando. Sin embargo, las cosas no
mejoraron. En enero de 1945, en plena batalla de Bulge, o como mejor
lo conocemos la batalla de las Ardenas, Montgomery concedió una
rueda de prensa en la que se despachó sobre los mandos
estadounidenses con un lenguaje y una actitud tan displicente que muchos
de éstos incluso le retiraron la palabra. Uno de los peores parados
en aquellas críticas fue el general Omar Bradley, jefe del XII
Cuerpo de Ejército y, lo que es mucho más importante, la mano
derecha de Eisenhower. Muy jodido el tema.
Sea como sea, como
ya hemos apuntado a finales de abril la situación en Italia cambió
de forma significativa, cuando un ataque combinado en el valle del Po
hizo la defensa de la península imposible para los alemanes, y éstos
se avinieron a negociar una rendición incondicional. La firma quedó
pendiente de ratificación por Albert Kesserling, comandante en jefe
de todas las tropas alemanas en el sur de Europa; Kesserling esperó
un poco, pero el 2 de mayo, ya con la noticia de la muerte de Hitler,
decidió ratificar. La rendición de Italia, en todo caso, fue
oxígeno para Churchill. No sólo fue firmada por un militar
británico (el mariscal Harold Alexander, comandante de las fuerzas
aliadas en la península), sino que sirvió para transportar tropas
británicas hacia el teatro austriaco, buscando con ello
contrarrestar la creciente influencia soviética en el territorio.
De hecho, un signo
de que la rendición de Caserta fue una gran noticia para los aliados
occidentales en general y los británicos muy en particular es el
hecho de que la noticia se recibió sin alharacas en los cuarteles
generales moscovitas. Los estrategas de Stalin, probablemente, sabían
lo que ocurriría inmediatamente. Y ocurrió. Churchill prácticamente
le ordenó a Alexander que, nada más firmar la rendición, se
subiese al jeep y se fuese con sus tropas cagando melodías hacia
Trier, o Trieste si lo preferís, para tomar el full control de
la ciudad. En el ajedrez europeo, el premier británico quería
bloquear el avance de piezas enemigas, más en concreto de las tropas
partisanas yugoslavas de Iosif Broz, llamado Tito incluso por quienes
no eran sus sobrinos. Churchill había dicho grandes cosas de Tito y
por supuesto había aceptado su gobierno en Belgrado; pero, vista su
tendencia procomunista, ni de coña estaba dispuesto a otorgarle más
puertos en el Adriático. Sin embargo, para cuando las unidades
neozelandesas que combatían en Italia lograron llegar a Trieste, se
encontraron a los titoístas allí.
Estos ejemplos
ilustran bien cómo, para entonces, había una guerra dentro de la
guerra, cuyo objetivo era reducir en lo posible la expansión de la
zona de influencia comunista en Europa. Y la costa báltica era
fundamental para ello. El 30 de abril, los aliados occidentales
habían tomado Bremen y estaban cruzando el Elba. Una parte de las
fuerzas avanzaba hacia Hamburgo, y la otra, el II Ejército, lo hacía
hacia Lübeck; el objetivo era llegar a Wismar y Schwerin antes que
los soviéticos.
Éste era el
planteamiento de los estrategas. Sin embargo Montgomery, que al fin y
al cabo era el tipo que estaba sobre el terreno y tenía que darse
las leches, consideraba que no tenía medios suficientes para hacer
lo que se le pedía. En marzo, tras cruzar el Rhin, los efectivos
estadounidenses integrados en las unidades de Montgomery habían sido
desviados a otros cuerpos, obligados por el mantenimiento de la
resistencia alemana en parte de los Países Bajos. Además,
Eisenhower le había quitado el IX Ejército estadounidense para
integrarlo en el XII Grupo de Ejércitos de Bradley; algo a lo que,
probablemente, no era ajena la tirria que Omar le tenía al inglés,
por razones que ya hemos visto. Montgomery estaba convencido de que
el plan de Reims era apartar a los ingleses a labores de flanco,
mientras ellos realizaban ya todas las conquistas. Alan Brooke fue
más claro aun en sus escritos, opinando que las “visiones
nacionalistas” estaban complicando la efectividad de los aliados
occidentales, y de su avance.
Nunca sabremos,
creo yo, hasta qué punto esto es cierto. Que durante las semanas que
van de febrero a mayo de 1945, los movimientos del SHAEF fueron
masivos a la hora de recolocar, por así decirlo, unidades
estadounidenses bajo el mando de militares estadounidenses, es algo
que está fuera de toda duda. Sin embargo, la versión de los
ingleses, que lo hicieron a la mayor gloria de su país, no tiene por
qué ser la única. Bernard Montgomery se había desplegado con tanta
displicencia, cuando no directa falta de respeto, con muchos de esos
mandos que no pocos de ellos, sobre todo los intermedios, simplemente
no querían estar bajo su bandera. No lo soportaban y, lo que es
peor, tenían la sensación de que ya no había ninguna razón para
que tuvieran que soportarlo. Y éste es otro frío e incontestable
dato: Bernard Montgomery era un tipo insoportable. El Sheldon Cooper
de los militares de la segunda guerra mundial.
Como Trier o Tréveris (en Alemania) y Trieste (hoy en Italia) son dos ciudades diferentes y distan mil kilómetros entiendo que el sentido de la frase era "Triest, o Trieste si lo preferís". También podría usarse "Trst", el fascinante nombre eslávico y sin vocales de la ciudad.
ResponderBorrarSí, tienes razón. Lapsus.
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