Los comienzos de Mandela
Biko
El
ridículo internacional que hizo Mbeki con el tema del SIDA sólo
quedó enmascarado gracias a la labor de zapa que realizaron tantos
palmeros en el mundo occidental, empeñados en convencernos de que la
culpa de que la gente muriese a capazos en África a causa de la
enfermedad era del Papa de Roma o de las farmacéuticas. Mbeki era un político básicamente
demagogo, en la concepción moderna de la demagogia, ya se sabe:
decirle cosas que uno sabe que son mentira a tipos que uno sabe que
son imbéciles. El flamante presidente de Sudáfrica se vio
crecientemente mesmerizado por las teorías de un pequeño conjunto
de científicos (entiéndase por científico persona con título
universitario en Ciencias; si para una cosa sirvió la polémica del
SIDA en África fue para aprender el poquísimo valor que tiene la
referencia “soy microbiólogo”, mucho menos “soy médico”)
que propugnaban las típicas teorías rompedoras sobre el SIDA: que
si no existía, que si se lo habían inventado las grandes potencias
en connivencia con las farmacéuticas para profundizar la pobreza en
África, que si los antirretrovirales mataban mientras el SIDA no...
la típica gran gala de soluciones tontopollas y mistabobas a las que
el pueblo, ese ente eternamente sabio, se abrazó gustoso.
En el
año 2000, en el ápex de esta estrategia, Mbeki fue el anfitrión de
una conferencia internacional sobre el SIDA. Con tal motivo, le envió
al secretario general de la ONU y a los grandes líderes mundiales
una carta en la que venía a instarles a abrir los ojos en el tema
del SIDA. La carta era un compendio tan enorme de soplapolleces que
en el Departamento de Estado de la Casa Blanca confesaron que,
durante un cierto tiempo, la clasificaron como hoax, es decir,
como una de las muchas cartas delirantes que cada día jubilados con
demasiado tiempo libre, sicópatas y enfermos mentales en general le
escriben al presidente de los Estados Unidos. Mbeki contestó tirando
de manual de demagogo y haciendo un símil entre estos
seudocientíficos, hoy perseguidos por la opinión científica
mundial, y los negros cuando lo eran por el apartheid. Cuando 5.000
científicos de todo el mundo firmaron una carta urgiendo al mundo a
aceptar las explicaciones canónicas del SIDA y sus soluciones
terapéuticas (que han terminado salvando vidas a millones), Mbeki lo
consideró una toma de posición elitista; es el punto 3 del manual
del demagogo: egalitarismo a tope, si se está discutiendo una
cuestión sobre fatiga de materiales, vale lo mismo la opinión de un
ingeniero de caminos que la de un vigilante de la playa. En julio del
2002, tuvo que ser el Tribunal Constitucional sudafricano el que
arrastrase a Mbeki por el fango de la humillación, al dictaminar que
el Estado tenía la obligación de suministrar a las mujeres
embarazadas seropositivas, en los hospitales públicos, con
nevirapina. Lo creas o no, lector occidental, esta solución, como
digo propugnada por una obligación jurídica, tenía una
alternativa: la del ministro de Sanidad, Manto Tshabalala-Msimang,
quien sostenía que lo que tenían que hacer las madres enfermitas
para no pasar el virus era comer mucho ajo.
En fin,
además de la cagada de los miles y miles de muertes e infecciones
causadas por la imbecilidad demagógica de unos políticos (además
de Karol Wojtyla, por supuesto), el gobierno de Mbeki tuvo otro grano
serio: las relaciones con la antigua Rhodesia, llamada ya Zimbabwe.
La
dependencia de Zimbabwe respecto de Sudáfrica era, y en buena parte
sigue siendo, importante. El vecino del sur provee al del norte con
estructuras de transporte y de otros servicios básicos que para
Zimbabwe son muy importantes a la hora de hacer funcionar el país.
De hecho, ya los gobiernos blancos de Sudáfrica, con el obvio
interés de reducir presión sobre ellos mismos, habían utilizado
esa dependencia para obligar a Ian Smith a darle boleta a los negros
rodhesianos. En el año 2000, Robert Mugabe, uno de esos grandes
personajes que dejan la política africana a la altura que la dejan,
comenzó su política que podríamos decir de “evolución hacia la
dictadura de facto”, que provocó un rosario de sanciones
internacionales. Todo el mundo, en esas circunstancias, esperaban que
Sudáfrica hiciera pandán con la tendencia internacional; pero no
fue así. Mbeki optó, dijo, por la convivencia pacífica.
Si me
debo poner en la tesitura de decidir cuál de los dos: Mbeki o
Mugabe, era más listo entonces, la verdad es que me costaría tomar
una decisión. Pero lo que desde luego estaba y está claro es que a
Mugabe, a la hora de ser descarado, no hay quien le gane. Thabo Mbeki
se quiso convertir en el campeón de la teoría de que lo que hay que
hacer con alguien que se sale de la línea es negociar en lugar de
amenazarlo. El papel de poli malo en el tema zimbabuense lo estaba
claramente haciendo Reino Unido, y Sudáfrica quería ser ese tipo
poli bueno que hace ofertas que el delincuente no puede rechazar. Sin
embargo, cuando juegas a ese juego con Mugabe, lo más probable es
que termines sin calzoncillos y con cara de gilipollas. El líder de
Zimbabwe, un tipo que nunca ha entendido el concepto de mantener su
palabra más allá de unas horas, tuvo incluso la humorada de dar una
rueda de prensa televisada tras una reunión con Mbeki en la que
anunció que los por él llamados “veteranos de guerra”, patotas
de ocupas que habían tomado fincas de blancos por la fuerza, serían
desalojados inmediatamente de dichas fincas; para aparecer al día
siguiente, solo ya, ante la misma televisión, aduciendo que sus
palabras habían sido malinterpretadas, y anunciando una
intensificación de las ocupaciones. Constantemente, el presidente de
Zimbabwe le prometía a su comprensivo vecino del sur rondas de
negociaciones con la oposición que luego nunca se producían. A
cambio, el vecino del norte se cobraba, una a una, todas las gavelas
que le exigía al del sur. Así, Mbeki se convirtió, no sólo en un
defensor de su política de negociación, sino en un crítico
constante de Reino Unido, al que culpaba de todo lo que pasaba en
Zimbabwe; y, por supuesto, no prestaba ni ojos ni oídos al creciente
empobrecimiento de la población negra que estaba causando el
presidente de Zimbabwe. Abogando cada vez que hablaba por la marcha
atrás en la suspensión de Zimbabwe en la Commonwealth, Mbeki se
convirtió en algo así como el portavoz de aquel régimen ante el
mundo.
Hay que
decir que el movimiento de Mbeki no era completamente gilipollas en
términos políticos. En su país la granjeó crecientes apoyos de
esa porción de la población negra que en realidad es partidaria de
una solución zimbabuense para Sudáfrica, basada, por lo tanto, en
la ocupación de las tierras de los blancos y a ser posible su
expulsión del país. Sin embargo, como todo en política son vasos
comunicantes, su política puso muy nerviosos a los inversores
extranjeros y sobre todo, cómo no, a la opinión pública blanca. En
general, los defensores de los valores democráticos comenzaron a
preguntarse si Mbeki, en realidad, sería uno de los suyos. De hecho,
la política de quiet diplomacy propugnada por Mbeki ponía
sobre la mesa un factor muy importante de la política africana,
dicen los que saben que procedente de su fuerte contenido tribal. La
postura de Mbeki respecto de Mugabe venía a demostrar, en este
sentido, que sus posiciones políticas no eran netas. Que ni él, ni
el ANC, eran, o son, organizaciones comprometidas con los derechos
humanos. Su compromiso es, sí, con los derechos humanos; pero es
también, e incluso por encima, un compromiso con los colegas. Si un
colega cerca de ti se caga y se mea en los principios que tú dices
defender, como resulta que es tu colega, pues tú vas y te callas en
el mejor de los casos; lo más normal es que le defiendas con el
mayor de los desparpajos.
El ANC
había basado buena parte de su retórica internacional en la era
Mandela en la idea de que era, o más bien se había convertido en,
un movimiento político a la usanza occidental, presidido por las
ideas. Pero el ANC de Mbeki, y en buena parte los que han venido
detrás, es un movimiento presidido por las afinidades. No es que, al
escribir esto, esté tratando de establecer un adarme de superioridad
de la política occidental sobre la africana pues, al fin y al cabo,
¿que otra cosa que una solidaridad tribal-ideológica exhibía, y
exhibe, ese ideologizado militante europeo recién duchado que exige
libertades en su país mientras sale a la calle, puño en alto, a
dedicarle larga vida al régimen cubano? Lo que pasa es que en África
ha habido pocas oportunidades de irradiar un estado de cosas
verdaderamente democrático y, probablemente, el ANC ha sido la más
importante dada la relevancia relativa de su país; y éste es un
tema que no está saliendo del todo bien.
Sudáfrica
construyó un sólido proceso de transición desde la violencia hacia
la convivencia pacífica. Encadenó diversas elecciones comúnmente
entendidas como libres y limpias y aprobó una Constitución con
fuertes elementos garantistas. Además, supo reinstalar, por así
decirlo, su economía y basarla en más pilares que los que la
sostenían en los tiempos de los gobiernos blancos. Por lo tanto, en
buena parte la experiencia de su proceso de transición es
considerada, justamente, un éxito.
El
panorama, sin embargo, presenta muchas incertidumbres. Lo normal en
estas notas es que las paremos cuando ya nos acercamos en exceso al
momento presente porque la función de un blog de Historia no es ni
relatar ni juzgar el presente. Pero son muchos los signos de que,
conforme Sudáfrica se aleja del recuerdo de Mandela, que es la
persona que con su carisma fue capaz de enderezar un proceso tan
difícil, las cosas tienden a cambiar, por no decir torcerse.
La gran
batalla perdida por la transición sudafricana es la batalla de la
igualdad. Sudáfrica ha conseguido ser un país próspero y estable,
sobre todo diferencialmente próspero y estable respecto de lo que se
puede ver en África en cuanto se traspasa su frontera. Pero sigue
teniendo un problema grave de paro y exclusión social, porque cuando
se ha estado medio siglo practicando la inequidad se tarda bastante
más que otro medio siglo en poner las cosas en su sitio. Es un país
donde el ejército de efectivos que pueden decir que a ellos la
recuperación de la democracia los ha traspasado sin romperlos ni
mancharlos es muy nutrido; y esto quiere decir que su debate
sociopolítico siempre está en la frontera de ser pasto del
populismo.
Si
hablamos de que en Europa y en los Estados Unidos el populismo está
avanzando a marchas forzadas y amenaza las estructuras políticas
tradicionales, en Sudáfrica hay un proceso parecido, si bien en este
caso está en el seno de las grandes formaciones tradicionales más
que en nuevas expresiones. El populismo tiene una herramienta
importante para extenderse, que es la oferta de poner las cosas en su
sitio. En esto, paradójicamente, a Mandela le está pasando lo mismo
que le ocurre a los arquitectos de la Transición española. Todos
ellos pensaron que tenían en el tiempo a un aliado, pero han acabado
por descubrir que, en realidad, en un enemigo. Que un proceso de
pacificación voluntaria, de renuncia consciente a demandas y
necesidades justas, lo que genera en las generaciones que no lo
vivieron, y que por lo tanto no son conscientes de los porqués de
las cesiones, es una sensación de vacío y rencor muy fácil de
explotar en mitines y charlotadas televisivas.
En
Sudáfrica no ha desaparecido ni de coña la sensación de que los
blancos, los blancos racistas en el caso de los análisis más finos,
se escaparon de rositas, y que eso no puede ser. Como digo, esta
sensación, por pura lógica demográfica, es cada vez más sostenida
por gentes que si no quieren conocer las claves de ese proceso pueden
no conocerlas, porque ya no son sus contemporáneos. Dónde pueda
terminar ese cóctel, eso, ya, te lo miras en algún blog de
futurólogos.
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