Atenta la compañía con:
Lord Howard, un experimentado marino y más que aseado estratega, tenía ideas diferentes a las de Isabel sobre cómo abordar aquella amenaza. Por ello, le aconsejó a la reina (la cual tuvo la inteligencia de hacerle caso) la transferencia del escuadrón que había sido enviado para patrullar las costas orientales de las islas en la persona de lord Henry Seymour. De esta manera quedó liberado Drake, quien pensaba, como Howard y acertadamente, que la intención de Felipe sería una invasión por tierra del país, en la que la Armada debería lógicamente jugar el papel de escudo de las gabarras que transportaran las tropas de Parma por el canal. Por ello, lo lógico era juntar los barcos al mando de Drake y de Howard (que debía patrullar el oeste del Canal) para repeler esa acción y poder hacerlo, además, a barlovento, esto es, con el viento a favor. Las instrucciones, ya lo he dicho, fueron correctas, aunque Isabel las dio con cierto retraso (no fue hasta abril que Howard las recibió) a causa de la implicación de Burghley, a quien la reina todavía tenía en el congelador a causa de la celada realizada para ejecutar a María, reina de los escoceses.
La situación para
los ingleses, sin embargo, era comprometida. Faltos de adecuada
inteligencia, no sabían cuál podría ser el calendario de la acción
de la Armada. Por la parte española, además, las cosas iban
despacio. Una serie de galernas ocurridas a final de la primavera,
unidas a la lentitud mostrada por algunos de los barcos auxiliares de
la Armada, obligaron a Medina Sidonia a anclar en Coruña. Para
colmo, una violenta tormenta dispersó a la flota, que tardó semanas
en volver a juntarse en el puerto de la ciudad donde nadie es
forastero. Después de ello, el viaje hacia el golfo de Vizcaya y,
después, a lo largo de la costa francesa, fue exasperantemente
lento. Durante estos tiempos, por cierto, la sempiterna y bien
conocida frecuencia de gilipollas en el género humano conspiró para
torturar a los ingleses. Entre los adolescentes del sur costero de
Inglaterra, tocahuevos e imbéciles en general, se tornó moda la
bromita de regresar corriendo de cualquier acantilado gritando que se
veían las velas de los barcos españoles; lo cual acabó provocando
un exilio casi continuado de familias costeras hacia el interior que,
sin embargo, no tenía ninguna justificación porque los españoles,
en realidad, estaban todavía a centenares de millas de poder ser
vistos.
Finalmente, las
primeras velas españolas pudieron verse a las cuatro de la tarde del
viernes, 19 de julio, cerca de las costas de Cornualles. Howard y
Drake estaban realizando reparaciones en Plymouth. Es probable que
algunos de vosotros o todos conozcáis la leyenda de que Drake estaba
jugando a los bolos cuando le llegó la noticia del avistamiento,
pero que decidió terminar la partida antes de ir. No deja de ser una
chulería británica como cualquier otra. Vamos, que es mentira.
El principal
movimiento que provocó la noticia no se produjo en el mar, sino en
tierra. Las milicias regulares, que se encontraban a disposición
desde mayo, fueron reunidas en diversos puntos de reunión que habían
sido previamente fijados, con órdenes de atacar al enemigo desde el
primer momento que pusiera el pie en Inglaterra. Esas tropas fueron
aumentados en unos 800 soldados más, reclutados en las comarcas de
los alrededores de Londres. Fueron colocados al mando de Leicester,
quien los trasladó a Tilbury. Reforzados con 300 soldados más,
fueron encomendados con la labor de atacar u hostigar a los soldados
de Parma si trataban de remontar el Támesis. De hecho, Leicester
extendió a todo lo largo del río, en la zona donde comenzaba a
estrecharse, un cinturón submarino formado de cadenas, cables y
mascarones de barcos ya hundidos, como medida para impedir el avance
de barcos río arriba.
Después de eso,
conforme la Armada se acercaba a la isla de Wight, se produjo la gran
leva, y casi 27.000 efectivos fueron movilizadas hacia Londres a las
órdenes de lord Hunsdon, quien tenía que haber ganado su gloria
defendiendo a la reina de unos españoles que, sin embargo, como
sabemos nunca llegaron.
Hay que decir que
el famoso Giulio cumplió con sus obligaciones y le dio pronta y
puntillosa noticia de todas estas órdenes a Bernardino de Mendoza.
Sin embargo, históricamente el dato es írrito, teniendo en cuenta
que para cuando ese email llegó a El Escorial y lo pudo leer Felipe,
la Armada ya había sido derrotada.
Con las últimas
luces del mentado viernes 19 de julio, las naves inglesas salieron de
Plymouth navegando contra el viento, y en la mañana salieron del
estrecho que lleva el nombre de la ciudad más marinera de
Inglaterra. A las tres de la tarde de ese día 20 tomaron contacto
visual con la flota española. El domingo por la mañana, los
españoles estaban ya a tiro de los artilleros ingleses. En la
batalla que tuvo lugar, los barcos ingleses, que por lo general eran
más pequeños y por ello también más rápidos, consiguieron
superar y dañar a los españoles. Lograron alcanzar su retaguardia,
lo cual redujo notablemente su capacidad de reaccionar.
Medina Sidonia tomó
una decisión que sería largamente discutida y criticada en España
(ya por entonces, había en el país muchos cultiparlantes que sabían
un huevo de batallas navales sin haber entrado jamás en una bañera):
abandonó a uno de sus principales barcos de primera línea, el
Nuestra Señora del Rosario, al mando de Pedro de Valdez. Lo
cierto es que el barco había sufrido una colisión y había perdido
el mástil.
En ese momento,
esto lo sabemos por los informes de Giulio, en Londres el personal
estaba mayormente acojonado. Todo el mundo creía que pronto vería
aparecer desde el río a las tropas españolas. Todo el comercio
cerró y a lo largo de las calles se dispusieron pesadas cadenas
metálicas. Isabel, de hecho, abandonó el palacio de Richmond para
trasladarse a Saint James, mucho más fácil de defender y que,
además, tenía un túnel de escape. Drake, consciente de este miedo,
hizo enviar a Londres a todos los prisioneros españoles (entre ellos
Pedro de Valdez), los cuales fueron paseados por las calles para
popular escarnio pero, sobre todo, para mejorar la moral de los
ingleses.
Además de la gran
batalla del domingo, hubo otra el martes enfrente de Portland Bill, y
aún una tercera el jueves cerca de la isla de Wight. En esta última
el Santa Ana, el barco del segundo comandante de la
expedición, Juan Martínez de Recalde, fue dañado de tal manera por
los ingleses que se tuvo que retirar de la formación para anclar en
El Havre. A pesar de todo lo ocurrido, Medina envió mensajes a Parma
en los que le conminaba a tener listas sus tropas para el embarque en
Dunkerke.
En la última tarde
del sábado 27 de julio, la Armada echó el ancla cerca de Calais,
con los ingleses muy cerca, para esperar noticias de Parma. Cuando
las noticias llegaron, no eran las mejores del mundo: Parma
comunicaba que el acopio y transporte de sus tropas iba como el
huevo, y que cuando menos tardaría otra semana en tenerlas listas.
Peor aun, aunque no os lo creáis, no fue hasta Calais que los
estrategas del ejército de Flandes se dieron cuenta que las barcazas
de transporte, diseñadas para el relativamente tranquilo tráfico
fluvial, probablemente lo harían como la mierda en alta mar. A todo
esto hay que unir que los rebeldes holandeses estaban ayudando a los
ingleses bloqueando lo que podían de su propia costa con barcos de
gran maniobrabilidad.
Con estos negros
presagios en la cabeza, más las inflexibles órdenes del rey español
que, obligando a la flota a proteger las barcazas de Parma sin
intentar ningun desembarco propio, realmente condenaba toda la
operación al fracaso, Medina pasó un domingo más o menos tranquilo
hasta cerca de la medianoche, cuando los ingleses enviaron ocho
barcos ardiendo contra la flota española. La flota española tuvo
que salir de allí a toda prisa, dejando en Calais algunos arcos de
gran importancia que fueron rápidamente saqueados.
Con el viento y la
marea empujando a los barcos hacia el norte, y perseguidos de cerca
por los ingleses, los españoles no podían ni soñar con volver a
Calais. Más aun, una vez en el Mar del Norte, las esperanzas eran
pocas, si alguna, de volver a conectar con las tropas de Parma. Así
las cosas, el lunes 29 tuvo lugar la batalla decisiva, frente a
Gravelinas. Los barcos de Howard y Drake fueron reforzados por los de
Seymour, por lo que ésta fue la primera vez que las dos flotas
completas se enfrentaron (bueno, completas no, porque la española
estaba ya bastante reducidita). En el enfrentamiento artillero,
claramente los ingleses llevaron las de ganar, logrando hundir por lo
menos tres barcos españoles mientras que éstos no consiguieron
hacerlo con ninguno de los ingleses. Los españoles, por otra parte,
sufrieron grandes pérdidas.
A pesar de aquella
derrota, Medina en realidad pensaba que al día siguiente volvería a
enfrentarse a los ingleses. Pero al día siguiente se presentó una
galerna que empujó peligrosamente a los barcos españoles hacia los
bancos de arena de la costa flamenca. El martes, como los vientos
fuesen todavía más fuertes y las olas más altas, tomó una
decisión que sus críticos en España llamarían sarcásticamente
“el viaje de Magallanes”: regresar con la mayoría de la flota
que le quedaba por el Mar del Norte, costeando el norte de Escocia y
la Irlanda occidental. Una decisión que venía a suponer que los
barcos más lentos tendrían que componérselas por ellos mismos.
Isabel recibió las
primeras noticias que olían a derrota de la Armada en Tilbury. Había
ido allí a pasar revista a las tropas de Leicester y, tras esa
ceremonia, estaba empezando a comer en una tienda puesta al efecto en
el campo cuando llegó a uña de caballo George Clifford, conde de
Cumberland (haciendo un chiste fácil se podría decir, pues, que era
un tipo muy salsero). Cumberland le dio noticias de la persecución
de los españoles hacia el norte que había iniciado Howard y que,
una vez que éste se había quedado sin pertrechos, había continuado
Drake. Drake, asimismo, informaba ya del efecto letal que habían
tenido las tormentas sobre la Armada.
Aquel día, en
Tilbury pues, Isabel supo que había ganado la batalla contra su
archienemigo, el rey español; el cual, de forma un tanto cínica,
acabaría diciendo eso de que yo no mandé a mis naves a luchar
contra los elementos; que no deja de ser una forma elegante de
escamotear del análisis la influencia que sobre el desastre de la
Armada tuvieron sus propias decisiones, estratégicamente endebles. Y
aquí es donde la Historia de esta movida termina para muchos
españoles. Lo normal, como digo, es que en España nadie esté
demasiado interesado en saber qué leches ocurrió en Inglaterra
después de la Armada. Un interés selectivo que deja a Isabel
de Inglaterra en muy buena situación. En Tilbury, durante la
revista, había dirigido unas vibrantes palabras a sus soldados que
éstos habían saludado enardecidos; y, tiempo después, había
conocido que no sería necesario el ardor de aquellos hombres, porque
la invasión de Inglaterra había sido emasculada antes de haber
podido ser. Todo bueno, pues.
Pero es que pasaron
unas cuantas cosas más. Muchas,diría yo.
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