miércoles, septiembre 13, 2017

Trento (28)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles.



Una vez resuelto, cuando menos formalmente, el temita de la actitud hacia los protestantes o cercanos a la Reforma, el concilio pudo dedicarse al otro gran asunto que tenía sobre la mesa, esto es, la reforma de la Iglesia. De todos los asistentes, Seripando era el que más se había gastado por ese tema y el que, por así decirlo, lo tenía más trabajado. Los padres conciliares, sin embargo, le hicieron la cobra y se dedicaron a mostrar preferencias por Simonetta, argumentando (y no les faltaba razón) que era el mejor canonista del equipo papal. Los legados, por lo tanto, le encargaron a él la ponencia, por decirlo en términos modernos.


Los legados sabían lo que hacían. El cardenal Luigi Simonetta haría parecer a Rouco Varela un dirigente anticapitalista, incluso para aquellos tiempos tan poco propicios al progresismo eclesial. Así las cosas, la comisión que presidió únicamente elaboró doce artículos de reforma que fueron sometidos a los padres conciliares. Entre ellos, los más importantes eran, probablemente, el primero, que se refería al deber de residencia de obispos y curas en sus diócesis; así como el tercero, que prohibía, cuando menos estéticamente, la simonía. El quinto y el sexto regulaban la distribución de los curas entre las diferentes parroquias y el séptimo obligaba a adjuntar un buen vicario en el caso de los curas titulares fuesen unos gañanes (lo cual es toda una manifestación de estado de la Iglesia, la verdad). Por último, también se trataba la cuestión de los matrimonios clandestinos de los hombres de Iglesia.

De toda esta parafernalia reformista cuando menos en su fachada, lo más importante, como habremos de comprobar sobradamente en estas notas, era la regulación de la residencia de los obispos y sacerdotes. Todo hace pensar que es un asunto en el que Simonetta se pasó de frenada. Después de haberlo introducido e incluso redactado, se jiñó, cambió de idea y pasó a proponer que no se tuviese en cuenta, al darse cuenta de que la discusión podía llegar a ser muy incómoda en Roma; lo cual viene a demostrar que incluso en este Trento 3.0 todo lo que le importaba al establishment católico era el bienestar del Papa. Ni convicción sincera de reforma, ni una leche.

Pero, claro, uno de los problemas que han tenido a lo largo de la Historia Universal los curas, y que no pocas veces les ha perdido, es su manía de pensar que todo el que no lleva cartón en el cabolo (otrosí: tonsura) es tonto del culo; y que, además, ellos son muy listos. A menudo los judíos sienten el mismo tipo de desprecio intelectual hacia quienes tienen pene inconsútil, y los protestantes también lo suelen pensar de quienes no saben cantar sus interminables himnos dominicales. Todos se equivocan, claro; conditio sine qua non de todo buen timador es estar preparado por si descubren tu celada.

Los embajadores de Viena no tardaron en darse cuenta de aquella jugada de Simonetta que, la verdad, había que ser un ciego talibán para no ver. Así pues, fríamente le comunicaron a los legados que, según su opinión, quitar de la lista de reformas de la Iglesia la única realmente importante, esto es que los obispos hubieran de vivir con su grey y no en la capital rodeados de capones asados y/o sospechosas cortesanas, sería como una invitación en Alemania para cachondearse del compromiso imperial con Trento; así pues, si se retiraba el articulito, los empellizados políticos y eclesiásticos que representaban en Trento al emperador le harían un francés al concilio y se marcharían por donde habían venido sin siquiera despedirse en condiciones.

A los pocos minutos de comunicar los embajadores imperiales esta nueva, en Trento se escuchó un interesante ritmo sincopado que hizo pensar a algunos conocedores de España que, tal vez, a los buenos obispos españoles de origen andaluz se les había ocurrido arrancarse por bulerías con las palmas. Pero no era eso: en realidad, aquel ruidito era el que hacían los testículos de los legados rebotando escalera abajo tras haber abandonado su escrotos como consecuencia del acojone en modo experto que les entró de pensar que los embajadores del hermano de Carlos pudieran pirarse de Trento. Ellos tenían muy presente que cuando un emperador se distancia del Papa, automáticamente le entran ganas de saquear Roma, entre otras cosas. La consecuencia más inmediata fue que en la sesión del 11 de marzo se sometió al concilio la versión completa del documento de Simonetta; cardenal al que hay que suponer sus compañeros legados miraban negando con la cabeza mientras susurraban: “la que has liao, tonto'l'culo”.

Fernando, además, no se quedó quieto. Ahora que había tenido la prueba clara y diáfana de que el Papa lo quería borbonear, se resolvió a darle la vuelta a Trento petándolo de obispos protestantes o cercanos a la Reforma y, para ello, utilizó al llamado obispo de las Cinco Iglesias (húngaro), quien propuso que los obispos alemanes ausentes del concilio fuesen con ello severamente penalizados. Los legados, temiendo que ello pudiera obligar a los protosancionados a ir a las sesiones, protestaron contra medida tan excesiva según ellos que, por lo demás, no se había tomado en ninguna de las dos fases anteriores del concilio.

En medio de esto llegó la sesión del 11, y se montó la mundial.

A pesar de que aquella asamblea de Trento había sido meticulosamente diseñada por la Curia romana para tener una mayoría indefectible de papistas sobre reformados o reformoides, en el tema de la residencia eso no contaba. El Papa no había podido evitar que muchos padres conciliares de su cuerda fueran partidarios de imponerle a los obispos la residencia en sus diócesis. Como ya hemos apuntado antes en estas notas, la mayoría de los hombres de Iglesia del siglo XVI consideraba que de todas las dignidades eclesiásticas, la de obispo, puesto era la que venía existiendo desde los primeros tiempos, era una delegación divina. Por supuesto, y como no podía ser de otra forma entre católicos, aceptaban y defendían que al Papa lo nombraban hombres directamente iluminados por Dios gracias a la colaboración colombófila en los cónclaves; pero eso no los llevaba a asumir que la dignidad obispal fuese una distinción meramente humana. Los obispos eran los primeros pastores de la Iglesia. Los discípulos de Jesús no fueron cardenales ni papas; fueron (alguno) obispos. A una inmensa parte de aquellos hombres del partido papal de Trento el tema se la soplaba porque ya residían comúnmente en sus diócesis; eran los hombres del estrecho entourage papal, los cardenales de la Curia y otros obispos embebidos en la elite, los que tenían un interés especial en que, o bien no existiese la obligación en sí; o bien el Papa retuviese el poder de dispensarla.

Los obispos españoles le escribieron por aquellos días al rey Felipe que se estimaba que un 10% de los sacerdotes españoles no residía en el lugar que les daba de comer (en no pocas ocasiones, muy bien, además); y eso hablando de la provincia de la Iglesia, probablemente, más limpia. Los propios obispos italianos consideraban racional limitar muy seriamente el nivel de discreción papal en este terreno.

La cuestión, de hecho, era tan delicada y batallona que ni siquiera los legados estaban de acuerdo. Tanto el cardenal de Mantua como Seripando se mostraban dispuestos a aceptar lo que decidiese la asamblea, a pesar de que los signos eran muchos de que dicha decisión no sería de satisfacción para el Papa. Simonetta, en cambio, no estaba dispuesto a quitarle al Papa ninguno de sus derechos. Había, pues, dos campos muy delimitados; dos campos que comenzaron a discutir con argumentos teológicos, para pasar, al rato, a apelarse de hijos de puta y cosas peores.

El 7 de abril de 1562 comenzó la discusión pública de los artículos de la reforma. La discusión duró días, pues todos querían hablar y, cuando lo hacían, parloteaban durante horas. Parecía existir un consenso en la idea de que la residencia era necesaria. En un momento dado, el arzobispo de Granada, el combativo cardenal Guerrero, planteó la cuestión que era la madre del cordero: ¿era la obligación de residencia de derecho divino? ¿Quién la imponía: el Papa, el concilio, o Dios? Porque si la respuesta era la tercera, en puridad no había nada, pero nada, que discutir...

Ahí fue cuando afloraron las acusaciones de herejía, de insolencia, de mala hostia, que hasta entonces se habían estado manejando en los retretes y en los conciliábulos. Cada vez que los legados trataban de poner orden, todos se les echaban encima acusándoles de tratar de conculcar su libertad de hablar; o sea: como hoy día en Facebook.

Hércules Gonzaga y Seripando no vieron otra forma de salvar aquel impasse que proponiendo que el concilio votase si quería o no quería hacer una declaración pública del derecho divino de la obligación de residencia. Un gambito genial. Colocó a los padres conciliares ante la disyuntiva de aprobar la reforma y colocarse explícitamente en contra de la autoridad papal, o mantener la disciplina a costa de sacrificar la reforma de la Iglesia (pues si fracasaba aquello, ya no habría vías para sacar nada útil en materias como la simonía). Se montó un gran tumulto pero, finalmente, los legados consiguieron sacar adelante la votación. Los resultados fueron: una cuarta parte negaron el carácter divino de la obligación de residencia; la mitad votó justo lo contrario; y la cuarta parte restante votó que lo que diga el de Roma.

Os lo creáis o no, la conclusión que sacaron los legados de esta votación es que la postura ganadora era... dejar que el Papa decidiera. ¿Una cacicada? Pues hombre, sí; pero en la Historia de la Iglesia hay de éstas a puñados, no sé de qué os vais a extrañar a estas alturas del relato (88 páginas según mi procesador de textos). Sucintamente, argumentaron que, como ninguna propuesta había ganado con claridad (sic), lo lógico era pasarle el email al Papa. Pero lo que es un hecho es que habían escogido, de todos los males, el peor. ¿Cómo podrían sacudirse los sacerdotes católicos la acusación reformada de que sólo eran los mamporreros espirituales del Papa, si el propio concilio se negaba a declarar el carácter divino de las obligaciones de los obispos? (Esto es: interpretándolo de una forma radical, puesto que los obispos no cumplen una orden divina, entonces se limitan a hacer lo que el Papa les diga que deben hacer. Y si un día el Papa les dice que tienen que hacer cabriolas en una cama elástica, entonces deberán abandonar el púlpito para irse a un circo...)

El arzobispo de Praga, que se guardó mucho al tomar la palabra de dejar claro que era un representante imperial de alto nivel, dijo, alto y claro, que consideraba aquella decisión indigna. Luego añadió, para lubricar el pepino con algo de vaselina, que estaba convencido de que el propio Papa se escandalizaría de ella cuando la conociese (ja). Por lo demás, los defensores del poder papal sobre las dignidades episcopales, esto es las personas que se beneficiaban, o esperaban beneficiarse, de diezmos y arriendos provenientes de unos sucios agricultores distantes mientras ellos estaban living la vida loca en Roma, viendo que la votación había puesto en serio peligro su momio, se dedicaron a escribir cartas a Roma poniendo a parir a Gonzaga y a Seripando, que por lo tanto quedaron atrapados entre dos tsunamis.

En fin, a causa de que ahora tenía que llegar la respuesta de Roma y que, además, el resto de los artículos de reforma se encargaron a unas comisiones que no iban demasiado deprisa, la sesión siguiente, prevista para el 19 de mayo, hubo de aplazarse hasta el 4 de junio. Sin embargo, en el ínterin llegaron de Roma cartas en las que el Papa confesaba que había opinado ante el colegio de cardenales que estaba convencido de la naturaleza divina de la obligación de residencia. Sin embargo, con posterioridad a esas cartas, ya había habido varias personas que se habían dirigido al padre santo para preguntarle, de una forma más elegante desde luego, si era tonto del culo o qué. Aquellas bocas innominadas le comieron la oreja al Vicario de Cristo con argumentos bien ciertos: si se aceptaba que los obispos son legados de una misión divina, entonces con el tiempo se crearía un contrapoder al poder del Papa que podría hacerle sombra; que podría comenzar, por ejemplo, por reducir la parte de los diezmos enviada a Roma, y terminar por establecer sus propios elementos doctrinales. Y he dicho, y repito, que tenían razón; quien piense que no es así, que se fije en el mundo musulmán, donde casi cualquier muftí o imán puede alumbrar una fatwa y montar la mundial. O en el protestante, capaz de alumbrar personajes como el pavo aquél de los Estados Unidos que quería quemar una pila de Coranes en una plaza pública; hecho éste que es implanteable en una Iglesia jerarquizada y con Papa.

Como consecuencia de la deglución de pabellones auditivos, el Papa Pío Palito Uve cambió de idea y se encabronó de la leche, especialmente contra Seripando y Gonzaga por haber permitido aquella charlotada. La hoguera fue convenientemente atizada por Simonetta, que envió cartas secretas a todos sus amigos romanos poniendo a parir a sus colegados. Pío terminó acusando en público a Seripando de haberse dejado manipular por Gonzaga. Lo acusó de ser “un enemigo de la Santa Sede” y de haberse aliado con los españoles (todos ellos furibundos anticatólicos, como bien se sabe) y afirmó que era él, como pastor universal, quien tenía la potestad de fijar, o no, la obligación de residencia de los obispos.

En fin, el Papa anunció el envío a Trento de tres nuevos legados, entre ellos Gian Battista Cicala, conocido como cardenal padre de San Clemente (que ya había participado en Trento como obispo de Albenga) y por lo tanto superior a Gonzaga, que presidiría el concilio. Asimismo, instruyó a Simonetta, a través de Carlos Freddy Kruger Borromeo, en el sentido de que a partir de ahora todo se haría en Trento según sus designios, y que debía oponerse abiertamente a cualquier limitación del poder papal.


Sig heil, Pius!

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