A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal.
Hemos dicho que el 13 de marzo comenzó
el espectáculo, pero en realidad hemos mentido. Ése fue el día en
que los legados papales hicieron su entrada protocolaria en Trento,
pero no fue, a pesar de las previsiones de la bula papal, el día en
que comenzó el concilio. La razón: allí prácticamente no había
nadie. Y no ha de extrañar que sea así, pues los obispos de media
Europa tenían que cruzarla para llegar (y entonces no había alta
velocidad); incluso, con anterioridad a su salida tenían que llevar
a cabo un proceso entre sus feligreses para el acopio de medios
monetarios suficientes que pagasen el viaje y la estancia en Trento.
Así pues, la convocatoria suponía
tantos problemas logísticos que, en realidad, el día 14, cuando
tenía que comenzar el concilio, apenas había cinco personas
para atenderlo: los tres legados, el cardenal Madruzzo y el obispo de
Feltre. En septiembre, terminando el verano, apenas eran una
treintena.
Había,
por supuesto, más razones para justificar tan magra convocatoria.
Trento estaba a un tiro de piedra de Alemania; en realidad había
sido escogida por ello. Pero, sin embargo, los representantes
luteranos no fueron. Todos ellos, como un solo hombre, reaccionaron a
la convocatoria del concilio de la misma manera, porque lo que ellos
le habían demandado a Carlos V no era eso, sino un concilio libre y
abierto. No se equivocaban. De haber ido al concilio, su destino
habría sido el de otros herejes del pasado: ser conminados a
arrepentirse o sufrir las consecuencias. Le exigieron al emperador
que les garantizase sus derechos frente al concilio, algo que Carlos
rehusó hacer. Como siempre tratándose del emperador, era una
cuestión de oportunidad temporal. En ese momento, Carlos estaba
desempeñándose con notable dureza contra los protestantes de sus
posesiones holandesas, contando además con la alianza del rey
Francisco de Francia, que también por esa época estaba masacrando a
los valdenses.
Carlos,
pues, le negó a los protestantes el pan y la sal que les había
prometido en 1544. Sin embargo, eso no quiere decir, como
habitualmente se interpreta, que estuviese encantado de cómo se
estaba planteando el concilio. Él tampoco era partidario de una
asamblea ciegamente sometida a los designios finales del Papa. Los
padres de la Iglesia reunidos en Constanza y en Basilea habían sido
muy claros al establecer la superioridad de los concilios sobre la
persona del Papa; y, por lo tanto, Trento, a los ojos de Carlos,
tenía una entidad superior propia que lo hacía capaz y responsable
de corregir los abusos cometidos por el papado; abusos que, parece
lógico considerar, el papado era el menos indicado para intentar
corregir.
Carlos
ambicionaba un concilio del que saliese como consecuencia una Iglesia
católica en el fondo parecida a la que querían los protestantes.
Una especie de versión light
de los deseos reformados. Quería una Iglesia más federal, en la que
los obispos y los episcopados nacionales tuviesen más poder a costa
del papado. Alguien puede pensar que todo esto eran buenos deseos en
torno a la correcta evolución de la Iglesia y no cabe descartar que
algunos de los actores de esta astracanada (Pole, por ejemplo)
realmente creyesen en esos altos designios. No así Carlos. Si el
emperador defendía estas ideas sería, desde luego, por el flujo de
sus creencias; pero era, sobre todo, porque sabía que una Iglesia
más descentralizada concedía más poder sobre la misma a los
príncipes temporales. En este punto hay todo un debate de filosofía
de la Historia en el que el lector es libre de escoger el punto de
vista. Digo esto porque es evidente que la pretensión del emperador
español era ésa: una Iglesia con un papado más desdibujado, más
simbólico, que permitiese la creación de episcopados nacionales
autónomos, soberanos. Se puede pensar que ésta era una buena idea;
que, por ejemplo, habría abierto más Europa a las ideas. Pero, ojo:
allí donde este principio se aplicó, léase Alemania, nos
encontramos con una nación que siempre tuvo conciencia de serlo
pero, sin embargo, hubo de esperar hasta finales del siglo XIX para
formarse. La autonomía, la soberanía, tiene el efecto colateral de
desunir a quien la aplica. Europa fue parcialmente invadida por los
musulmanes en el siglo VIII, y ocho siglos después estaba expuesta
al mismo riesgo. ¿Habría sido capaz de resistir el embate como lo
hizo si hubiera sido un continente atomizado en decenas de poderes
espirituales descoordinados que, lógicamente, se habrían comunicado
a una estructura de microunidades políticas como la italiana? Ahí
está el debate.
Sean
como sean las cosas, lo que es cierto es que a Carlos el concilio de
Trento, tal y como se había planteado, no le gustaba. Tras la paz de
Crespy, ciertamente, había perdido el buen rollito con los
protestantes que tenía antes; pero, desangrado por tres años de
guerra, tampoco podía ni soñar con atacarlos porque en ese momento
carecía de apisonadora. Estábamos además ya en 1545, un año en el
que los rumores en las cancillerías sobre un nuevo ataque turco
sobre Hungría eran constantes; y si ese ataque se producía, el
Imperio no podría presentarles batalla si sus huestes no se nutrían
de soldados facilitados por los príncipes protestantes. En este
entorno, la solución que encontró Carlos fue apoyar el diferimiento
de los debates del concilio: darle al problema lo que en rugby se
llama una patada a seguir. Permitió que los protestantes discutiesen
por sí solos la cuestión religiosa en la Dieta de Worms, que se vio
seguida por un nuevo debate entre teólogos protestantes y católicos.
Asimismo, exigió, el verbo es más exacto que decir que pidió, a
Pablo III que dilatase el comienzo del concilio hasta que Worms
hubiese pasado.
El
Papa, sin embargo, tenía otro punto de vista. Según su parecer, que
Trento tuviese que tener el rabillo del ojo puesto en Worms resultaba
humillante. La Dieta no dejaba de ser una asamblea convocada por
seglares, y es cierto que cualquiera mínimamente respetuoso con la
jerarquía eclesiástica no podía aceptar el principio de que tal
tipo de convocatoria se pudiera colocar al mismo nivel que otra
convocada por el jefe de la Iglesia, Vicario de Cristo en la Tierra;
menos aun considerar que la segunda tenía que aplazarse para darle
espacio a la primera. La polémica, claro, incidía en la misma
esencia del asunto, que no es otro que, para los protestantes, el
Papa es un señor vestido de blanco.
Pablo
intentó convencer por mil medios a Carlos para que impidiese que
tanto la Dieta como el coloquio de Worms tocasen pito en la polémica
teológica entre católicos y protestantes; pero fue en vano. Le
envió a su nieto, Alejandro Farnesio, a negociar; pero el cardenal
legado abandonó Alemania con cajas destempladas, encabronado por el
poco caso que le hicieron Carlos y Fernando.
Imagínese
el lector la situación de los tres legados conciliares. En el tiempo
en el que estalló la discusión sobre Worms, llevaban seis meses en
Trento, rodeados por una estrecha cohorte de curitas con la que
supongo que se pasarían el día diciendo misas y distribuyendo
incienso por la atmósfera trentina, pero poco más. En términos que
hoy usamos mucho, se dieron cuenta de que no tenían Plan B. El
concilio no había comenzado propiamente; pero, además de eso, no
tenían ninguna planificación, ningún reglamento, no habían
acordado calendario alguno. Los obispos que habían llegado a Trento
estaban allí, gastándose los óbolos de sus feligreses tontamente,
sin saber ni cuándo ni para qué iban a ser convocados. Además de
eso, los legados temían un gambito hispanoimperial. Temían que
Carlos, enterado de la situación, decretase una especie de traslado
inmediato y masivo de obispos de las sedes que controlaba (España y
Nápoles), tras la cual estos sacerdotes okuparían
el concilio, constituyéndose en opinión mayoritaria de la Iglesia
católica y llevando la asamblea por los derroteros deseados por el
emperador.
Por
todas estas razones, los legados aconsejaron al Papa que trasladase
el concilio a una sede papal, con dos candidatas fundamentales: la
propia Roma y Bolonia. Cuando estaban haciendo eso, les llegó la
confirmación de las intenciones del emperador pues, por intermedio
del cardenal Madruzzo, les llegó un mensaje de Carlos en el que les
solicitaba el traslado del concilio a una ciudad alemana.
En
teoría, quien lo tenía más fácil era el Papa. Trento era una
villa de difícil acceso y en la que la vida era dura en invierno
para mucho obispo provecto. Pretextando estas razones, Pablo propuso
a Carlos el traslado del concilio a una villa italiana, tal vez
Roma... De hecho, transfirió a sus legados los plenos poderes para
decidir el traslado. Con lo que demostró que era un cobarde, pues al
convertirlos en plenipotenciarios, los colocaba en primera fila a la
hora de enfrentarse con el emperador; una primera fila que le estaba
teóricamente reservada a él.
Cuando
Carlos supo de todo esto, se puso como el puma de Baracoa. Trasladar
el concilio al centro de Italia suponía mandar a tomar por culo toda
su política de reforma moderada, de apariencia de buenrollismo
frente a los príncipes protestantes. Le hizo saber al Papa algo que
por otra parte Pablo ya sabía: que los protestantes no aceptarían
un concilio que no se celebrase en suelo imperial. La presión cedía,
no obstante, porque la Dieta de Worms estaba finalizando sus
sesiones. Así las cosas, tratando de evitar un conflicto directo con
Roma, Carlos le escribió al Papa explicándole que su permisividad
con la Dieta no era sino un truco para tener a los protestantes
tranquilos mientras él se rearmaba para atacarlos (cosa que era
cierta). Asimismo, en dicha carta renunció a todas sus
reivindicaciones sobre la reglamentación del conflicto, a cambio de
que el Papa comenzase sus sesiones lo antes posible (octubre de
1545).
Aquella
postura de Carlos, movida no por sus creencias sino porque sabía que
carecía de los medios de hacerle la guerra a los protestantes,
fueron una victoria del Papa, que retuvo todos los poderes sobre la
organización del concilio. De esta manera, se produjo la extraña
convocatoria de aquella asamblea. Una asamblea a la que la mayoría
de sus asistentes (obispos y príncipes de casi toda Europa) fueron
para reformar la Iglesia; pero cuyos organizadores estaban convocando
precisamente para todo lo contrario, esto es, para dejarla como
estaba. Una asamblea convocada para soplar, pero cuyos organizadores
sólo querían sorber.
La
intención del Papa, en ese punto, es que Trento se perdiese en
discusiones más o menos bizantinas y acabase disolviéndose en
tablas; eso sí, mediando una condena sin ambages del protestantismo.
De esta manera, la cuestión de los abusos de la Iglesia se dejaría
en paso, lo cual quiere decir que las eventuales reformas dictadas
por esos abusos quedarían en sus propias manos.
Enfrente
de esta posición, el Papa tenía a las Iglesias, y sobre todo a los
príncipes, que desde Italia se llamaban ultramontanos
porque estaban más allende las montañas (los Alpes). Y digo esto
porque, muy a menudo, escucho a personas, en conversaciones o en
debates en televisión, utilizar la expresión ultramontano
para referirse a esa persona
ultraconservadora en materia de religión, y es un error. Donde la
palabrita nació con un sentido religioso, que fue en los
preparativos de Trento, los ultramontanos, lejos de ser los
ultraconservadores, eran quienes los combatían.
Los
protestantes, por supuesto, contestaron a todo este montaje
quedándose en casa.
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