Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.
Bueno, una vez pergeñada esta
introducción de varios capítulos para que os podáis imbuir del
espíritu del siglo y del pedazo de follón que tenía montado Europa
con la coña del luteranismo, ha llegado al momento de que nos
metamos con lo que viene siendo el Concilio de Trento en sí. A ver
si la descripción, que diría un taurino, nos sale importante.
La primera vez que en el seno de la
Iglesia se pensó en convocar un concilio para resolver un problema
grave fue, obviamente, el siglo XIV. Ese siglo en el que se produjo
un grave cisma en la Iglesia que provocó que hubiese dos, y hasta
tres, papas disputándose el solio pontificio con no muy buenas
artes. En ese momento, fue la Universidad de París la que lanzó la
idea de un concilio, nunca mejor dicho, conciliador. Fue un
movimiento liderado por algunos de los mayores intelectuales de su
época, tales como Jean Gerson, Pierre d'Ailly o Nicolás de
Clemangis, que la verdad hoy son menos recordados que la delantera
del Recreativo de Huelva del año 1953, pero en su momento fueron,
nunca mejor dicho porque eran teólogos, la hostia. La idea de
reformar la Iglesia desde un concilio prácticamente se ganó toda
Francia y parte de Alemania.
A nosotros, que hemos vivido hace
relativamente poco un concilio, el Vaticano II, que tuvo esa misión
de reformar la Iglesia para adaptarla a los tiempos, nos parece la
idea normal. Pero, la verdad, en los albores del Renacimiento no lo
era ni de coña. Hasta entonces los concilios jamás habían tenido
esa función. En aquel entonces todo el mundo, como ocurre hoy con
algunos documentados y la inmensa mayoría de los indocumentados,
hablaba ya de la necesidad de retrotraer a la Iglesia a los tiempos
de los buenos primeros padres; esos tiempos en los que algunos
quieren ver en la Iglesia una especie de comunismo amable, amigos
para siempre means you'll always be my friend,
que, en fin... Pero si una cosa es cierta y sabida de esos tiempos
presuntamente cojonudos, es que durante los mismos la Iglesia ni
celebró ni un sínodo. Luego, ya después de Constantino, los había
habido, pero, ojo, no convocados por la Iglesia, sino por los
emperadores. De hecho, algunos de los building blocks
del catolicismo fueron construidos en reuniones convocadas, dirigidas
y monitorizadas por ese Constantino que, en realidad, era un parvenu
de la Fe: lo cierto es que la Iglesia no se construyó a sí misma,
se la construyó su jefe de Policía. No ha de extrañar que digan que Dios se manifiesta por senderos inescrutables, porque sino sería un sinsentido todo.
Aquellos
concilios no habían tenido, en modo alguno, la fuerza que requería
uno dedicado a la reforma de la Iglesia. Nadie en ellos era infalible
(bueno; lo eran los emperadores, pero por la fuerza de la espada).
Algunos de sus participantes como Gregorio de Nazianzo, habían
llegado incluso a condenar a los emperadores. Por lo demás, eran
asambleas parciales, no universales. En el 381, en el Concilio de
Constantinopla, sólo hubo un obispo de la Iglesia latina, y 140
griegos. En Nicea, la proporción fue de 3 contra 315. En Calcedonia,
3 contra 350. El Papa, habitualmente, era quien le daba al concilio
la vitola de ecuménico, pero no en razón a que lo hubiese sido,
sino en razón de que sus decretales le hiciesen pandán, o no. Con
el tiempo, además, cualquiera que se compre un buen diccionario de
decretales conciliares podrá comprobar que unos concilios comenzaron
a desmentirse a otros; consecuencia lógica de que en ellos no se
buscase la verdad teológica, sino la conveniencia papal. La cosa
había sido tan burda y tan difícil que, en realidad, con la
desaparición del poder imperial, la razón de ser de los concilios
(presuntamente) ecuménicos había perdido toda razón. Entre los
años 869 y 1123, de hecho, no se reunió ni uno, para ser después
resucitados por los papas como una ayuda en sus peleas contra
emperadores y reyes.
En la
primera mitad del siglo XV, las cosas comenzaron a cambiar. A los
papas, literalmente, se les subieron los cojoncillos a la epiglotis
con la alianza entre la casa de Borgoña y el emperador Segismundo,
que amenazaba con crear un fuerte poder en un área de Europa que los
papas consideraban un poco suya (la donación de Constantino y todas
esas polladas). Asimismo, los fracasos, en buena parte inesperados,
en la lucha contra los husitas, fueron un poco como el Vietnam de
Roma, es decir, esa guerra en la que, después de mucho tiempo
pensando que eres Ironman y que no te va a ganar ni Dios, pues llegan
unos matados y te frenan. Ése día, pues, que descubres que, lejos
de ser el Vicario de Cristo, eres un Puto Pringao. Uno más.
En un
furor concilatorio, la Iglesia reunió no uno, ni dos, sino tres
concilios: Pisa, Constanza y Basilea. Que salieron como el orto. Pisa
para lo único que sirvió fue para instituir un tercer papa. El
segundo había cerrado la herida del cisma, pero había provocado la
guerra con los husitas. En el tercero, un concilio veramente
interesante, y esto lo digo para friquis de la movida, se hicieron
intentos serios de recortar el poder absoluto del papado; pero,
claro, sin resultado alguno. De aquellos tres conflictos salió un
Papa convertido en el inquilino bajomedieval de la Casa Blanca, una
iglesia donde todo estaba en venta, y una grey de Dios en su peor
situación jamás conocida, pues difícilmente en otro momento fueron
los frailes y los sacerdotes más puteros y más bebedores que
entonces (actitud que sembró, entre otras cosas, el anticlericalismo
español). La Iglesia católica se refocilaba en su propia
coprolalia.
En ese
momento surgió Martín Lutero como pudo surgir Kobe Bryant. Estoy
con los marxistas, aunque sólo sea por una vez, en que no fue el
hombre, sino la situación. Si no hubiese dado el paso adelante
Lutero, lo habría dado mi tatarabuelo, o el tuyo, o el tuyo. Ahora
bien, métete una idea en la cabeza, especialmente si eres de
educación católica, no digamos ya si has pasado por el seminario:
escribe cien veces en la pizarra, como Bart Simpson, Lutero
no quería dejar de ser católico.
La intención era reconstruir la Iglesia, no escindirla. Lutero, como
todo sincero hombre de la Fe de aquel tiempo, estaba escandalizado
por los cercanos antecedentes de escisión eclesial, y en modo alguno
quería eso. Además, como otros muchos documentados como he dicho,
estaba fascinado por la visión de una Iglesia primitiva que tal vez
no conocía bien pero en todo caso imaginaba con presciencia; lo que
quería era que Roma dejase de ser la Puta de Babilonia, para volver
a ser esa jovencita callada de arreboladas mejillas que él pensaba
que había sido alguna vez.
En
1524 la Dieta de Nuremberg, que fue una asamblea y no una recomendación
de no comer carbohidratos, propuso que se solucionase la situación
creada en la Cristiandad mediante un concilio. Sin embargo, se habló
sólo de un sínodo nacional, germánico, dado que, entonces, el
luteranismo se encontraba limitado al estrecho perímetro de Germania
y partes de Suiza. Sin embargo Carlos V, emperador, que estaba
obsesionado con mantener la unidad de la Iglesia, dijo que nones, que
lo que había que hacer era un concilio general.
Ante
esta propuesta, sin embargo, Roma se puso en modo pánico. En
realidad, les entiendo. Ya hemos dicho que la inmensa mayoría de los
concilios de la Historia de la Iglesia, hasta entonces, habían sido
reuniones diseñadas para que el poder temporal mangonease al
espiritual. Carlos V era un emperador potente, que sumaba posesiones
innúmeras y un poder que nadie había exhibido en Europa en mucho
tiempo. Era, literalmente, un nuevo César, y eso era, precisamente,
lo que temían los purpurados y el de blanco. Cuando Carlos V decía
convóquese un concilio ecuménico, lo que leía el Papa era aquí se
va a hacer lo que a mí me salga de la vagina que no tengo.
Para
ser concretos: ¿y si este nuevo concilio se defecaba y miccionaba
sobre las decretales de Constanza y Basilea, y decretaba la
independencia episcopal? Obviamente, ésta sería la petición
fundamental que diversos territorios, sobre todo los centroeuropeos,
tendrían para su emperador: en cada territorio, la correcta Fe sería
aquélla que el obispo local defendiese. Era una forma de resolver el
problema (una especie de Estado Federal, solo que de la Fe); y,
contra lo que puedas pensar si todo lo que sabes de Carlos V es lo
que te contó en el aula un maestro desmotivado, en realidad el Papa
no tenía ninguna, repito, ninguna razón para pensar que Carlos no
fuese a apoyar ese tipo de approach.
Y
luego estaba el bisnes:
en cuanto comenzaron a distribuirse las noticias que de podría
convocarse un concilio, los precios de los empleos eclesiales se
desplomaron. Aquí los temores del Papa eran mucho más ciertos.
Resultaba prácticamente imposible que si Carlos V tomaba el
gobernalle de la reforma de la Iglesia, aceptase mantener el
escandaloso estado de cosas en que estaba ésta a la hora de vender
protonotariados, obispados, cardenalatos y toda la pesca. Porque
Carlos V, esto es un hecho, nunca se apartó de la obediencia
católica; pero, con las mismas, siempre fue un partidario de la
reforma de la estructura y disciplina eclesial. En buena parte, él
quería hacer como dicen que hizo Jesús con las tienducas colocadas
en la explanada del templo (leyenda evangélica que nos demuestra que
el problema es mucho más antiguo que el Papado renacentista; entre
otras cosas, tal vez lo sufría ya esa primera iglesia tan cojonuda).
Clemente
VII, Papa del momento, se puso pues a pensar en cómo narices sería
capaz de hacer zozobrar el proyecto carlino. Y es por eso que comenzó
a virar hacia el principal rival del emperador, que no era otro que
Francisco I de Francia. Sin embargo, como sabemos, Paco y el Papa
fueron derrotados por Carlos, quien, para dejar las cosas claras,
cogió la Caterpillar y se montó el saco de Roma para enseñarle al
señor cura quién mandaba; literalmente, cuál de los dos repartía
las hostias.
Tanto
en el tratado firmado en 1527 como en la conocida entrevista de
Bolonia en 1530 entre un emperador rutilante y un Papa reducido a
piltrafilla, se acordó la idea de la celebración de un concilio.
Carlos tenía un plan. Quería convertirse en el jefe político de
toda Europa; pero ese plan pasaba por reformar profundamente la
Iglesia, cambiar las escandalosas costumbres del clero de base, y
crear una estructura bastante federal (independencia obispal), porque
la consideraba más fácil de manejar desde el Imperio. Cuando se
celebró la famosa dieta de Ausburgo, en la que los protestantes
hicieron profesión de fe, al Papa ya no le quedaron argumentos para
oponerse a un concilio que no quería. Carlos, de seguido, conminó a
los reformados a aceptar las decisiones de dicho concilio.
La
idea ya estaba lanzada.
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