Seguiremos hablando de la labor inquisitorial en
Italia, aun a costa de que el lector pueda pensar que nos estamos recreando en
la suerte y/o que estamos siendo, por decirlo malamente, demasiado pesados.
Pero, vaya, es que sobre la Inquisición hay muchas cosas que contar, que no se
cuentan a menudo.
Es un hecho que el Santo Oficio romano fue
especialmente activo, por ejemplo, en la Italia septentrional, donde el
fibrilado, relativamente sencillo, de ideas protestantes se ganó pronto a mucha
gente, sobre todo entre las clases más pudientes. Así, en fecha tan temprana como
1554, el arzobispo Arcimboldo de Milán comenzó las persecuciones en su ámbito.
El curita encontró un aliado potentísimo al año siguiente en el duque de Alba,
nombrado gobernador del Milanesado. Bajo las órdenes del duque, las torturas de
protestantes eran constantes. Carlos Borromeo, que sustituyó a Arcimboldo al
frente la sede milanesa, intentó todo tipo de movidas para reformar su Iglesia
para mejorar las costumbres de los sacerdotes y laicos católicos, pero también
se aplicó, como es lógico teniendo en cuenta su perfil, a perseguir a los
heterodoxos. Y lo hizo con tanto celo y violencia que pronto se ganó la enemiga
de todos los principales de la ciudad y del Estado, así como de la mayoría del
estamento sacerdotal.
Borromeo, sin embargo, tenía un aliado poderoso: el rey
español Felipe. El Rey Prudente, imprudentemente, ambicionaba la idea de
instaurar en el Milanesado la Inquisición española, como ya había hecho en los
Países Bajos (decisión que le iba, y le iría, como el culo). En 1563, consiguió
el permiso de Pío IV para proceder a la consabida imposición. La medida fue
radicalmente contestada, no sólo por el Senado milanés, sino por los propios
obispos de la Lombardía. Los responsables de las sedes episcopales temían la
emigración masiva de milaneses o, peor, el estallido de revueltas que pudiesen
llevar a la apostasía colectiva de toda la región. La oposición fue tan cerril
que, finalmente, el nuevo gobernador, Gonzalo Fernández de Córdoba y Fernández
de Córdoba (lo que en matemáticas se llama un Fernández de Córdoba período),
tercer duque de Sessa, tercer duque de
Terranova, tercer duque de Andria, tercer duque de Sant'Angelo y quinto conde
de Cabra, decidió actuar de forma que la Inquisición, en la práctica, no
estuviese implantada en el Milanesado.
La cosa, sin embargo, no paró ahí. En 1564, el
gobernador decretó que ninguna persona que hubiera sido acusada de herética
pudiese residir o descansar en el territorio del Milanesado, bajo pena de
aplicarle las leyes canónicas. Todos los hosteleros, gondoleros, personal de
servicio en general para los viajeros, adquiría la obligación de denunciarlos.
En general, la medida se puede decir que impedía el paso de la mayoría de los
alemanes y suizos a los Estados milaneses.
De todas las villas del Milanesado, ninguna estaba tan
expuesta al riesgo de infección protestante que Como, al fin y al cabo
emplazada a un tiro de lapo de Suiza y de las tierras de los grisones,
furibundos protestantes. Precisamente por eso la Iglesia usó para actuar allí a
su Balón de Oro inquisidor, Michele Ghislieri, futuro Papa Pío V, quien para
ganar puntos ante Dios para ese nombramiento no dudó en quemar personal y
perseguir a los reformados con saña. La cosa fue tan brutal que el capítulo de
la catedral, que gobernaba la sede episcopal en ausencia de obispo, se declaró
en contra del inquisidor general. El pueblo de Como secundó la moción de una
forma inequívoca, esto es, levantándose en las calles y persiguiendo al propio
Ghislieri a pedrada limpia hasta que lo echaron de la ciudad.
Ghislieri, sin embargo, parece que no entendió muy bien
el mensaje, pues de Como se marchó a la Valtelina, provincia dominada por los
grisones, y por lo tanto por los protestantes, donde le abrió un proceso a un
obispo. Las autoridades civiles respondieron negándole todo poder en su
territorio y, puesto que Miguelito siguió impasible el ademán, fueron los propios católicos de la Valtelina
los que se levantaron contra él y lo echaron, una vez más, a pedrada limpia. Se
llegó a Bérgamo, donde suspendió al padre Víctor Soranzo, obispo local, por
sospechas de herejía. Luego fue a por el conde de Mezzolago, quien se libró
porque estaba reclamado por las autoridades civiles venecianas, y prefirió entregarse
a ellas que a la Inquisición. En todo caso, los bergamenses también se
levantaron contra el inquisidor dominico hasta que lo echaron.
Desplacémonos ahora a Mantua (y mira que me jode,
porque tengo la puta manía de escribir Manuta, y me paso todo el rato
corrigiendo lo que he escrito; me vais a permitir que me refiera a ella como “Esa Ciudad”). La inquina de Ghislieri hacia Esa Ciudad y sus veleidades
protestantiles es ya muy larga cuando accede al papado; y, como no podía ser de
otra forma, tiene como consecuencia que el Santo Padre ordene una auténtica
cruzada contra la villa. El duque Guillermo se opone a sus designios y mucho más
lo hacen los esaciudadanos, quienes, una noche de Navidad, matan por las calles
a dos dominicos que andan por ahí tocando gónadas con el temita de la herejía.
Pío contesta lanzando contra la ciudad una severísima bula y enviando allí a su
principal inquisidor multitarea: Charlie Borromeo, así como al cardenal Gian
Francesco Commendone (1569). Ante tamaña autoridad, las prisiones de Esa Ciudad
se petan de gente, que es objeto de diversas torturas amables. Al frente de la
tropa inquisidora a pie de calle se halla un dominicano tremendo, el padre Ángel
de Cremona, al lado del cual la Gestapo es un club de macramé.
Pío V, convencido de su labor de extirpar por completo
el problema herético de Esa Ciudad, decide ir directamente contra las
principales casas nobles, y cita a declarar a Julia Gonzaga, la princesa
cultivada, galante y hermosa que un día, en Nápoles, había sido ganada por Juan
de Valdés. Julia, sin embargo, murió, de sus propias cositas, poco después de ser citada.
Desde Milán y en connivencia con el rey español, que
controla muchos territorios católicos en la zona, el Papa traza una estrategia
para penetrar en los valles alpinos mayoritariamente poblados por suizos y
grisones; estrategia que no le fue mal, especialmente en los territorios del
actual cantón de Tessin. Incluso se permite el lujo de arrestar a un predicador
protestante en la Valtelina, llevárselo a Roma y, una vez allí, quemarlo.
La principales preocupaciones papales, sin embargo, se
centraban en Venecia. Venecia, como Piamonte, más incluso que esta provincia,
vivía del comercio, y comercio quiere decir mucha gente entrando y saliendo,
mucho extranjero establecido en la ciudad; contaminación de ideas, pues.
Los venecianos,
además, como buenos comerciantes sólo practicaban, en realidad, la religión de la pela. Esto quiere decir que durante
tres décadas se habían negado en redondo a cualquier medida contra los
protestantes por considerarla mala para el negocio; algo que había amargado la
vida de Gian Piero Caraffa durante los muchos años que pasó allí. Venecia,
pues, junto con sus provincias de tierra firme, se fue convirtiendo en el
refugio natural de los huidos de la Inquisición que no querían pasar a
Centroeuropa. El Friul, por ejemplo, fue totalmente invadido por el
protestantismo austríaco, muy cercano a aquellas tierras. Juan Grimani, el
patriarca de Aquilea, se declaró abiertamente creyente de la teoría de la
predestinación. Otro cura del Friul, el padre Pietro Paolo Vergerio, obispo de
Capo d'Istria, animaba a sus acólitos a adoptar los ritos protestantes, aunque
personalmente siempre mostró su disposición a permanecer en la disciplina
romana.
Las presiones de Roma fueron tantas y de tanto peso
que, finalmente, el gobierno veneciano hubo de renunciar a seguir siendo
tolerante con los reformados. Ya en 1547 Francesco Donato, dogo de la ciudad,
nombró una comisión formada por tres nobles locales, el auditor del nuncio
papal y el principal inquisidor, para que investigasen los actos heréticos
cometidos en el área. Estos tres nobles, conocidos como los Tre savi dell'eresia o los tres sabios
de la herejía, hicieron su trabajo en la persona de muchos protestantes, como
Antonio Brucioli, traductor de la Biblia, a quien se le impuso una pena de
varios años.
La puesta en marcha de esta política provocó el cese de
las reuniones públicas de protestantes, así como actos repetidos de abjuración.
A causa de este éxito, el Consejo de los Diez de la ciudad resolvió, el 21 de
octubre de 1548, instituir comisiones en cada ciudad de la tierra firme,
compuesta por el gobernador local, dos doctores en Derecho, el obispo y el
inquisidor local, para investigar y castigar los delitos contra la religión
(católica). En realidad, se trató de un avance muy veneciano pues, como se ha
visto, se admitía el poder sacerdotal de perseguir la herejía; pero siempre
sometida al control y la auditoría de funcionarios estatales laicos.
Como resultado de estas políticas, diecinueve heréticos
fueron quemados, procedentes, sobre todo, de Vicenza, Treviso y Bérgamo. Otros
44 fueron objeto de penas menos severas. Otras personas fueron enviadas a Roma,
donde el Papa, sobre todo Pío IV, procedió a quemarlos.
En la práctica, los venecianos supieron colocarse en un
discreto punto medio. Ciertamente, en el ámbito de su república la pública
celebración de la fe protestante quedó totalmente prohibida; pero también es
cierto que, en términos generales, aquel protestante que seguía siéndolo en la
privacidad de su casa y de su círculo de amistades, no era molestado. Tampoco
lo eran quienes decidían huir, que tenían por ello un camino relativamente fácil.
Los que fueron ejecutados o encarcelados son aquéllos que permanecieron en la
intención de hacer pública ostentación de sus creencias o continuaron con sus
labores de proselitismo. Por cierto, la forma más común de ejecución carecía de
elementos de publicidad: los condenados eran embarcados a medianoche en dos góndolas
que entraban en alta mar. Una vez allí, con una gruesa piedra atada a sus pies,
eran colocados en una tabla que se encontraba entre dos góndolas, tras lo cual
ambas barcas remaban en direcciones opuestas.
En lo tocante a Florencia, allí la Reforma, sin
alcanzar los éxitos de otras zonas de Italia, también tenía sus momentos. En
1528, cuando la ciudad era todavía una república, se decretó el exilio de
Antonio Brucioli por luteranismo. Algunos años más tarde, fue juzgado por el
mismo motivo uno de los hombres principales de la villa, Jerónimo Buonagrazia.
Con la caída de la república, Cosme de Medicis devino duque de Florencia y, posteriormente, Gran Duque de la Toscana. A Cosme
la Inquisición romana no le gustaba nada, por el recorte que suponía para sus
poderes personales y porque la consideraba, como los venecianos, mala para el
negocio (no se olvide que los Medicis hicieron fortuna como comerciantes y
banqueros). Pablo IV no tuvo por ello más remedio que negociar con los Medicis
hasta disolver la rama florentina de la Inquisición, cambiándola por un solo
inquisidor residente, pero que no podía imponerse a las decisiones del duque
(algo que no podía hacer ni siquiera el nuncio papal).
A pesar de este status
quo, en diciembre de 1551 se celebró en la ciudad un auto de fe en el que
fueron juzgados 22 herejes. Pero el auto consistió únicamente en su
arrepentimiento y allí lo único que quemó fueron sus libros y escritos. La mano
del duque llegaba incluso a los toscanos que se encontraban en las mazmorras
romanas, que eran protegidos por sus embajadores.
Cosme de Medicis había conseguido en 1557, con ayuda
española, someter a una de las ciudades que le hacían la competencia a
Florencia, esto es, Siena. En esta ciudad había bastantes protestantes, por lo
que Roma le exigió que ejerciese allí su poder. Cosme, sin embargo, argumentó
que muchas de las acusaciones producidas eran fruto de envidias y
enfrentamientos personales. Así las cosas, se acabó quemando a unas cuantas
mujeres sospechosas de brujería, mientras que los protestantes pudieron abjurar
sin problemas o, incluso, huir.
Sin embargo, la mano de los Medicis, que por lo general
sirvió para salvar muchas vidas de heréticos toscanos, no pudo hacer nada en
dos casos.
Pietro Carnesecchi era miembro de una importante
familia noble florentina, y había sido amigo íntimo del Papa Clemente VII,
quien lo había nombrado secretario y protonotario apostólico. Había recibido
asimismo del Papa permiso para unir a su nombre el apellido Medicis (la familia
del propio pontífice). A partir más o menos de 1535, se acercó cada vez más a
Juan de Valdés, y comenzó a tener relación con diversos protestantes, entre
ellos el propio Melanchton. Perteneció tanto al círculo del cardenal Reginald
Pole, como al de la elegante princesa Julia Gonzaga. Bajo el pontificado de
Pablo III fue llamado por la Inquisición y luego una segunda vez tras un viaje
a Francia. Amigos importantes consiguieron su liberación, tras lo cual se fue a
vivir a Venecia. Pablo IV lo llamó frente al tribunal de la Inquisición, pero
Carnesecchi se guardó mucho de ir, conocedor de lo mala bestia que era el tipo.
Roma lo excomulgó, pero siguió viviendo en Venecia cómodamente. Gracias a la
intervención de algunos hombres de la Iglesia, como el obispo de Trento Cristóbal
Madruzzo, Pablo dejó de insistir. A la muerte de Pablo III, Carnesecchi se
presentó en Roma y, explotando las envidias y enfrentamientos entre Pablo IV y
su antecesor, obtuvo de éste una declaración a su favor que lo reconocía como
buen cristiano.
Esto ocurrió en 1561, año tras el cual Carnesecchi se
trasladó a Florencia, donde vivió favorecido por los Medicis. Pero en 1566, ya
bajo el mandato papal de Pío V, se encontró con que el nuevo Papa exigía su
extradición a Roma. Cosme, fuertemente presionado, le ofreció una transacción: él
debía abjurar y permitir que la Iglesia usase su conocido nombre como prueba de
la debilidad de los protestantes. Pero Pietro se negó en redondo. Fue
encarcelado y llevado a Roma. Allí mismo, el Papa decretó un retraso de diez días
en su ejecución para tratar de conseguir algún tipo de acuerdo con él. Pero
Carnesecchi se negó cien veces, y fue decapitado y después quemado en octubre
de 1567, en compañía de un monje veneciano amigo suyo.
El otro caso imposible se refiere a Aonio Palleario, un
sabio profesor que daba clase en la universidad de Siena, donde conoció
Bernardino Occhino, quien le inculca las doctrinas de la la justificación. A
causa de sus opiniones, Palleario tuvo que dejar Siena y colocarse en Lucca
como profesor de elocuencia. Después de residir allí nueve años, se trasladó a
Milán. En todo ese tiempo escribió una anónima acusación contra los papas. Pío
V lo llamó a Roma en 1566. Frente a las acusaciones y ofertas de los
inquisidores, permaneció firme hasta que fue estrangulado y quemado después el
8 de julio de 1570, tras cuatro años de cautiverio.
La consecuencia fundamental de todo este proceso fue la
pobredumbre intelectual de Italia. En primer lugar, el país perdió la variedad
en la enseñanza, pues ésta fue monopolizada por los jesuitas; aunque es
probable que el lector contemporáneo no aprecie problema en esto, pues, al fin
y al cabo, ese mismo monolitismo es el que el ciudadano moderno medio desea, sólo
que sustituyendo a los jesuitas por el Estado. Las universidades italianas, los
foros intelectuales de Padua, de Bolonia, de Pisa, cayeron en picado; sus aulas
pasaron a estar mayoritariamente dirigidas por curitas con esa limitación
neuronal propia de quien sólo sabe seguir los pasos de un misal; o del BOE.
En el centro de esta decadencia se encuentra la figura
de Pío V, un tipo obstinado y cabrón que jamás escuchó ninguno de los muchos
consejos que se le dieron de levantar el pie del acelerador. Ya de por sí
persona proclive a la mala hostia (nunca mejor dicho), el hecho de que sufriese
de piedras en el riñón no ayudaba a dulcificar su carácter; a saber cuántas
personas acabaron en el fondo de una celda o en el cementerio por puras razones
nefríticas. Comía poquísimo y sólo bebía
agua y jamás se separaba del sayal que había portado cuando era monje.
Curiosamente, nos dicen las crónicas que, en todo lo
que no fuese el temita de la herejía y la organización de la Iglesia, era
persona dulce y moderada. Sin embargo, cada vez que alguien le hablaba de la
razón de Estado o de lo aconsejable que resultaba ser políticamente moderado en
algo relacionado con la herejía, se ponía como el Puma de Baracoa.
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