Recuerda que ya te hemos contado cómo se montó la movida y cómo los marineros tomaron el control del acorazado.
Después, hemos contado lo caliente que estaba Odessa antes de la llegada del Potemkin, y el movidón que se montó cuando ya habían llegado, y que inmortalizó Einsenstein. Después comenzó el toma y daca entre los marineros y los revolucionarios, y algún que otro susto. Finalmente, los marineros del Potemkin logran enterrar al marinero Vakulinchuk, aunque con incidentes. Y, finalmente, hemos pasado al bombardeo de Odessa por el acorazado y, posteriormente, sus consecuencias y los movimientos de la Flota del Mar Negro. Sin embargo, cuando dicha Flota llegó para acojonar a los amotinados, sus mandos se llevaron una sorpresa.
Los revolucionarios del Potemkin podían ser tontos, pero no gilipollas. Lo que había pasado en la mayoría de las cubiertas de los acorazados de la Flota les garantizaba la simpatía de sus camaradas marineros, pero tampoco podían estar seguros de nada más. Muy especialmente, no podían confiar en que, si decidían atacarlos, sus camaradas se dejasen atacar. Por lo tanto, la victoria que suponía haberse enfrentado a la Flota sin ser bombardeado había que administrarla con cuidado.
Así
las cosas, el acorazado dio la vuelta, movimiento ante el que Krieger
ordenó que los torpederos se colocasen a sus babor y estribor, formando así una especie de escolta o pelotón de
detención; y a los acorazados les ordenó recuperar la formación
para colocarse de nuevo frente al Potemkin.
Una vez más, éste pasó entre las dos columnas de
embarcaciones, sólo que ahora el paso fue mucho más relajado para
los rebeldes.
A
pesar de que todos en el acorazado esperaban que si se producía
algún gesto hostil fuese desde el Rotislav,
finalmente
hubo de venir desde el Jorge
el Victorioso.
Cuando el Potemkin
pasaba
a su lado, viró a toda velocidad como queriendo embestirlo de
costado. Sin embargo, para sorpresa de los amotinados, el mensaje
morse que recibieron con luces anunciaba que la tripulación del
barco deseaba unírseles, por lo que les invitaba a subir al barco.
El Jorge el Victorioso adoptó una ruta paralela a la del Potemkin.
Matushenko
dudaba. Con los prismáticos y a simple vista podía comprobarse que
los oficiales del Jorge
el Victorioso
seguían en el puente, por lo que tampoco podía descartarse que la
jugada fuese una celada. Feldmann, que fue consultado por el
marinero, opinó que habría que enviar una delegación al barco.
Para sorpresa de todo el mundo, probablemente incluso de sí mismo,
se escuchó la voz del pusilánime Alexeyev. El teórico comandante
de la nave consideraba que podría tratarse de una trampa, y que lo
mejor era quedarse en el barco, dejando bien claro que se conservaba
a los antiguos oficiales como rehenes.
Siguió
una discusión. Kirill y Feldmann eran partidarios de actuar, otros
de alejarse a toda leche de aquel barco. En medio, Matushenko, a
quien las palabras de Alexeyev habían hecho mella. Las discusiones
continuaron mientras ambas embarcaciones se dirigían a Odessa, y el
resto de la Flota regresaba a Sebastopol.
Llegó
un nuevo mensaje del Jorge.
Decía: “si lo deseáis, enviad ayuda”. Cuando llegó el mensaje,
Matushenko hizo un aparte con Dymitchenko y Alexeyev; todo un
síntoma: recababa la opinión de los más prudentes. Decidió,
finalmente, responder con un mensaje en el que llamase al arresto de
los oficiales del barco y al envío de una delegación al Potemkin.
La respuesta del Victorioso
fue: “La cosa no va bien. Hay opiniones muy enfrentadas. Nosotros
no podemos imponernos solos. Enviad ayuda inmediatamente”.
Este
mensaje era todo lo que necesitaba el fogoso y ultra-solidario
Feldmann para soliviantar a la tripulación: era una llamada de ayuda
desesperada que unos camaradas que de tal se reputasen no podían
obviar. Con gran renuencia, los demás aceptaron y, finalmente,
bajaron al agua una chalupa a vapor con un grupo de marineros, entre
los cuales estaban Matushenko y Kirill.
Desde
el puente del acorazado, Feldman, Dymitchenko, Alexeyev y otros
marineros esperaron con angustia desde que vieron a los marineros de
la chalupa subir por una escalera de cuerda y desaparecer en la
cubierta del otro acorazado, a media milla de distancia. Pasó un
cuarto de hora. Feldmann, que supongo vais adivinando era un tipo que
no podía contar la paciencia entre sus principales virtudes, decidió
que tenía que comprobar la situación por sí mismo, así pues
reclutó a toda prisa un grupo de hombres que siguiese a los
primeros.
A
medio camino de su periplo, una chalupa lo interceptó, llevando un
mensaje de Matushenko. El mensaje decía: “No se deciden a
unírsenos. Ven inmediatamente con un grupo armado”.
El
grupo subió la escalera de cuerda con los fusiles bien a mano.
Feldmann (quien, por cierto, subió el último; el burro delante...)
inquirió a un marinero, nada más llegar a la cubierta, dónde
estaban sus oficiales. Le respondió que en el camarote del
almirante, y allí se dirigió. Camino del camarote, los marineros
llevando sus pistolas amartilladas, se encontraron con Kirill, al
cual por lo visto estuvieron a punto de pegar un tiro, quien les
informó de que los oficiales estaban ya arrestados.
¿Qué
había pasado? Cuando Matushenko había llegado a la cubierta del
barco, éste se encontraba en medio de una grave confusión. Por todo
el barco había grupos fieles al zar y a la revolución, y nadie
parecía ser capaz de decir quién era quién. Averiguó, eso sí,
que Krieger había ordenado al barco que se reuniese con el resto de
la Flota, pero le habían contestado que tomaban rumbo a Odessa para
hacer algunas reparaciones.
Cuando
llegó Matushenko al barco, el capitán de navío Goosevitch todavía
daba las órdenes desde el puente, aunque no había podido impedir
que el barco abandonase la formación y se uniese al Potemkin.
Para sorpresa de los revolucionarios, lo que se había producido en
el barco era una especie de motín
blando:
el mando seguía siendo el mando, los marineros hacían lo que se
consideraban que debían hacer (de ahí, unirse al Potemkin),
y ambas partes se soportaban. Muchos oficiales habían sido
detenidos, pero sin adarme de brutalidad. La única víctima del
único disparo realizado había sido el teniente de navío Grigorkov,
que se había suicidado.
Goosevitch
y sus oficiales fueron descendidos a una chalupa, donde fueron
trasladados al Potemkin
y
unidos a la detención.
Obviamente,
aquel mediodía marcó el momento en el que el Potemkin
estuvo
más convencido de sus posibilidades de victoria. Los dirigentes
revolucionarios esperaban tomar Odessa, establecer allí un gobierno
revolucionario gracias a la unión de los soldados. Una vez formado
el Ejército del Pueblo, marcharían sobre Kiev, Jarkov y otras
ciudades, hasta llegar a Moscú y San Petesburgo.
El
motín del Potemkin,
además, alcanzaba su cuarto día de duración, lo cual quiere decir
que comenzaba a ser noticia fuera de Rusia. De hecho, la navegación
había sido prohibida en el Mar Negro, y todas o casi todas las
embajadas extranjeras en San Petesburgo comenzaban a enviar informes
a sus metrópolis informándoles de la situación y de las eventuales
amenazas para sus intereses en el país. La cosa llegó al punto que
en Odessa se acabó por destinar dos soldados en cada consulado y
embajada para realizar una vigilancia especial de los edificios.
Asimismo, Korkhanov autorizó a cinco embarcaciones inglesas que
estaban en el puerto para que se moviesen a lugares más seguros. El
optimismo del general apareció cuando supo que las unidades de la
Flota se habían hecho presentes y, de hecho, cuando vio llegar a la
rada al propio Potemkin
y el Jorge el
Victorioso
creyó que el segundo traía detenido al primero. De hecho, avisó a
todos los cónsules de la villa y también a todos los periodistas.
Ésta es la razón de que la noticia de la detención de los
amotinados apareciese, de hecho, publicada en toda la prensa mundial,
a pesar de ser incierta.
Cuando
las noticias ciertas se hubieron conocido, los militares de Odessa y,
sobre todo, las autoridades civiles presentes, entraron en pánico.
La policía fue prevenida de posibles conflictos en los barrios
obreros, y se dio orden inmediata de instalar una batería de
morteros de 280 en la colina de Jevaka. Asimismo, el general
Korkhanov cablegrafió a sus superiores solicitando el envío
inmediato de artillería pesada de largo alcance.
Entre
tanto el almirante Chukin, jefe de la Flota, había regresado de San
Petesburgo y era informado por Krieger de la situación: dos
acorazados amotinados y un tercero, el Catalina
II,
del que verdaderamente no se podía confiar ni para ir a comprar un
billete de lotería. Krieger y Vishnevetsky lo convencieron de que
había en la Flota por lo menos dos barcos más cuyas tripulaciones
no esperaban sino la disculpa ideal para montar la mundial; a lo que
había que unir la situación en otros de los barcos, sobre todo los
más potentes, donde quizá la proclividad hacia el motín era menor
pero, sin embargo, había un estado de opinión bien definido en
contra de cualquier agresión a los amotinados.
Ante
la situación, Chukin toma una decisión realmente poco común
(aunque la reacción del gobierno de la República ante el golpe del
18 de julio del 36 se le parece mucho): decretar el permiso sine
die
de los cerca de 5.000 componentes de las tripulaciones de la Flota.
Asimismo, relevó tanto a Krieger como Vishnevetsky de sus mandos.
En
otras palabras: la Marina rusa, ante la incapacidad manifiesta de
controlar los movimientos revolucionarios en sus barcos, había
decidido no tener barcos.
A
partir de ahí, comenzó un proceso, todo lo rápido que se pudo, de
improvisación de nueva marinería, sobre todo a partir de los
miembros de la Guardia Imperial con sede en San Petesburgo. Pero eran
marineritos de agua dulce y, además, había que transportarlos a
Sebastopol, que no era moco de pavo. Así pues, Chukin no tenía
grandes alternativas salvo la que más le jodía, que era reconocer
que debería ser el Ejército de Tierra el que solventase aquel
marrón. Y en esas estaba cuando un grupo de oficiales le pidió
audiencia.
Esos
oficiales, según las crónicas, eran aproximadamente unos cuarenta,
y habían sido todos formados en la Escuela de Artillería Naval.
Cualquier persona que sepa algo de ejércitos y cosas militares (yo
no soy ningún experto, y aun así lo sé) sabe que los artilleros,
casi en cualquier ejército que se pueda pensar, suelen ser un cuerpo
con características morales especiales. Algunos teóricos dicen que
esto viene ya de tiempos bien antiguos, cuando los ejércitos que
llevaba un rey a la batalla eran básicamente una joint
venture
de fuerzas de sus señores feudales, pero con la excepción de la
artillería, que comúnmente era de dependencia real. Otro factor
importante es que para ser artillero hay que saber de fuerzas,
ángulos, derivadas e integrales; no basta con ser un cachobestia. Be
it as it may,
lo cierto es que aquellos artilleros sentían con
especial intensidad la misión de defender a su zar, así como la
obligación de vengar la muerte de los compañeros cuya suerte ya se
conocía. Y, por ello, se habían juramentado para tomar control del
barco o hundirlo, lo primero que pasase. Acción que pensaban
realizar con un destructor.
Este
grupo de chavalotes echados p'alante estaba liderado por un teniente
de navío cuyo patronímico era Yanovitch, y se habían bautizado a
sí mismos como la Escuadra Suicida.
Ni
qué decir que a Chukin el plan le pareció de pila máster. Además
de abrazarlos y todas esas cosas que hacen los valientes con los que
verdaderamente lo son, les entregó uno de los barcos más
modernos de la flota rusa, el Stremilteny.
Este barco abandonó Sebastopol en la noche, en el mayor secreto. Lo
hizo tan deprisa que se olvidó de llevarse sus códigos y sus
señales de reconocimiento, cosa que pagaría caro.
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