Te recuerdo que antes de seguir leyendo te hemos recomendado que pases por una cabina de descompresión y te hemos contado el cabreo de Hindenburg que lo comenzó todo. Asimismo, te hemos contado el discurso de Von Papen en Marburgo, y la que montó.
En la pizpireta villa de Neubabelsberg, a orillas del lago Wannsee, los vecinos se encuentran a menudo con un hombre entrado en años, que pasea a menudo por sus calles. Es el general Von Schleicher, voluntariamente retirado del mundanal ruido desde la llegada del nacionalsocialismo al poder. Sin embargo, cuando ha transcurrido un año, más o menos, desde su retirada, algunas cosas comienzan a pasar. En los meses anteriores, por la casa de Schleicher apenas se ha visto entrar a viejos compañeros de armas, como Kurt von Hammerstein o Ferdinand von Bredow. La calidad de los encuentros, sin embargo, cambia de forma nada sutil. El general comienza a verse, por ejemplo, con representantes diplomáticos en Alemania, como es el caso de Rumania, o de la propia Francia. Incluso se habla de que ha podido verse con Strasser, quien, entre otras cosas, era el único jerarca nazi con el que se entendía durante sus tiempos de canciller, hasta el punto de haberse planteado incluso hacerlo ministro (algo que de Hitler no pensó en modo alguno).
Todo esto pertenece
al terreno de las hipótesis. Pasados los años, poco o nada se sabe
de los posibles movimientos que se pudieron producir en junio de
1934, que tuviesen como eventuales protagonistas a Schleicher y a
Strasser. Pero la cosa tiene cierta lógica. Como hemos dicho, el
general apreciaba al dirigente nazi y, asimismo, éste era, dentro
del Partido, el que siempre se había mostrado más proclive a la
colaboración con otras fuerzas de derecha. Por tener, Strasser
incluso tenía abierta la puerta de la izquierda, puesto que su hermano
Otto, emigrado a Praga, tenía allí importantes contactos en ese
mundo.
Strasser
conservaba, como por otra parte es lógico en un hombre que tenía
una larga historia dentro del partido nazi, importantes amistades
dentro de las SA. No está claro, sin embargo, si pudo contactar, de
alguna manera, con Röhm; hecho éste que habría sido un importante
desencadenante de las acciones de Hitler. En aquella época,
principios de junio, por Berlín circulaba el rumor de que entre los
camisas pardas había un sector de jóvenes militantes especialmente
radicales, muy enfrentados con el Ejército, que tenía el plan de
atentar contra el Estado Mayor para robarle documentación. El rumor
bien pudo tener su origen en el ataque de nervios permanente que
tenían los militares alemanes desde el denominado affaire
Sosnowski, en el cual un grupo de miembros del Estado Mayor
habían sido engañados por un espía polaco (y bien digno de contarse algún día, por cierto).
El Ejército alemán
vivía en permanente estado de alerta ante un posible ataque de las
SA. Una noche, un oficial activó la alarma, y todo el edificio se
iluminó. Nadie estaba atacando a nadie, pero el suceso es importante
a la hora de entender el estado de nervios y la manía persecutoria
que sufría el Ejército en aquel momento.
Sin poder aseverar
nada con totalidad, trato de hacer ver con estos párrafos que el
principio de junio, así como las semanas anteriores, fue un periodo
en el cual la inquietud militar respecto de las secciones de asalto
alcanzó el paroxismo y que, tal vez, el canciller Adolf Hitler
estaba recibiendo informes de que las cosas en la institución
militar se estaban moviendo hasta el punto de resucitar a sus viejas
glorias, como Schleicher. Es muy difícil que todo esto no pesase en
el ánimo del canciller a la hora de tomar la decisión, que a sus
correligionarios les pareció insólita, de declarar, por primera vez
desde que el NSDAP estaba en el poder, un periodo de inactividad para
las SA a partir del 1 de julio. Esto significaba, entre otras cosas,
que durante la duración de esta inactividad estaría prohibido
llevar el uniforme de las secciones de asalto, con la única
excepción de los hombres que fuesen estrictamente necesarios para
mantener los servicios indispensables (y, de todas formas, éstos
llevarían un brazalete, no la camisa). La decisión, por cierto, no
se aplicaba a la SS.
Hitler y el Partido
«vendieron» esta decisión como una justa retribución a unos
esforzados militantes que tanto habían hecho por la victoria del
Partido. La realidad, sin embargo, era otra. La decisión respondió
a presiones sutiles desde el extranjero, y a otras menos susurrantes
en el interior, procedentes de Von Blomberg y Schacht. Tanto la
vertiente militar como la económica del gobierno de Hitler (la
segunda de ella, objeto de presiones extranjeras) exigieron que se
lanzase al mundo la idea de que las SA no eran una fuerza permanente, puesto que la idea de que Alemania era un país gobernado por patotas semilegales, a menudo confundidas con las fuerzas policiales propiamente dichas, no ayudada al país, precisamente.
La decisión dejó
pijarriba a los oficiales de las SA. Ellos estaban en la onda
radicalmente contraria. Estaban acostumbrados a desfilar por las
calles de igual a igual con los generales del Ejército regular y, en
realidad, manejando muchos más efectivos que ellos. En realidad, no pocos de los mandos de las secciones de asalto reputaban como altamente probable que Hitler acabase por realizar una operación que podríamos calificar de leninista, esto es: disolver el Ejército regular (blanco) para rear el Ejército Rojo (léase nazi); labor para la cual, obviamente, habría de contar con sus muy curtidos cuadros de mando de asalto. Röhm de seguro
que habría protestado por la desmovilización, pero no pudo porque cuando la decisión se
tomó, y esto no es en modo alguno fruto de la casualidad, él no
estaba en Berlín.
A la vuelta del
jefe de las SA a la capital, tuvo una larga entrevista de cinco horas
con Hitler, que el propio canciller confesaría fue una tortura.
Hitler trató de convencerle de que la medida no tenía ningún matiz
negativo y se declaró fuertemente partidario de las SA, además de
jurar que jamás se le había pasado por cabeza disolverlas. Röhm le
escuchó fríamente y terminó por afirmar, disciplinadamente, que
trabajaría para reconstruir la moral de las secciones de asalto.
Según diría Hitler con posterioridad, fue en esa entrevista en la
que Röhm se dio cuenta de que su viejo compañero de fatigas se le
quedaba corto para lo que él quería hacer, y decidió matarlo. Lo
cual, probablemente, quiere decir que fue en esa entrevista cuando
Hitler se dio cuenta de que nunca conseguiría sujetar a Röhm hasta el punto que otros cuya relación le interesaba le reclamaban, así que decidió,
él, cargárselo.
Y bien pudo pasar,
desde luego, que uno y otro decidiesen matar a su contrario a la vez.
Según los
testimonios de aquella entrevista, publicados entre otros por Otto
Strasser, Röhm llegó a la cancillería en un tono duro y demandante y sacó, casi de inmediato, la reivindicación que era
la gran madre del cordero de las SA en ese momento: la incorporación
de sus mandos en el Ejército con el grado que tenían en las
secciones de asalto. Hitler le dijo que no podía garantizar dicha
integración; al canciller, y todo esto a pesar de la imagen cultivada de él como persona de poder omnímodo que hacía y deshacía como le daba la gana, le había llegado la hora de tascar el freno. Es lo que le suele ocurrir a todos los movimientos revolucionarios o, más bien, lo que le ocurre a todos; la única diferencia entre Hitler y otros casos es que él no tuvo que pasar a esta fase para ganar las elecciones, sino que tuvo que hacerlo después. Pero tuvo que hacerlo como todo chichi.
Cuando se llega al poder, uno descubre que no todo está en el BOE, y que hay cosas que uno pensaba, cuando estaba en su cuartel, en su cátedra o en su celda, que se podrían hacer sin más, y que resulta que no es tan fácil. Hitler odiaba los despachos con Schacht o con Von Neurath por esto; porque aquel tipo era el cabrón que le enseñaba que cosas que cuando él era un matao en la oposición pensaba que se podían ordenar con un chasquido de dedos, resulta que dependían de miles de combinaciones, o que podían generar problemas con tal o cual capo de la industria, o que podían irritar a los obreros, o que blablabla, con lo que el corolario era que ni chasquido de dedos, ni una leche. Tanto le jodía que le pusieran problemas que, en cuanto tuvo el poder absoluto, puso en esos puestos a gente que no le llevase la contraria; las consecuencias son bien conocidas.
Como buen soldado radicalizado, Adolf Hitler había crecido en un caldo moral basado en el convencimiento de que uno de los culpables de la desgracia de Alemania era el clasismo de las Fuerzas Armadas alemanas; lo que podríamos denominar «esclerosis prusiana», y no sé si hace falta recordar que para alguien que tiraba para lo bávaro, creer de los «otros» alemanes que eran una pandilla de estirados llenos de von y von y von y tal, no resultaba nada difícil. Dado que, como dijo Muñoz Seca, los extremeños se tocan, lo que quería Hitler, como ya hemos dicho, era llevar a cabo el plan practicado por sus odiados comunistas en Rusia y, ejem, en España: laminar al Ejército regular en favor de una milicia de partido encomendada de la seguridad del país. Lenin lo tuvo más fácil que Hitler, porque tuvo una guerra civil que, lógicamente, le dio la patente para mandar a tomar por saco a todo lo que le interesó. Hitler adoptó una estrategia distinta, que se basó en la creación de unidades propias tanto en el Ejército como en la Policía (SA, SS, Gestapo...), con el objetivo de, progresivamente, y echando mano del catón fascista de identificar partido, nación y gobierno (catón también aplicado por los comunistas; no por casualidad, el gobernante efectivo de la URSS era el camarada primer secretario general del Comité Central del PCUS) acabar identificando todo, sus patotas y las unidades regulares.
En 1933 y 1934, sin embargo, Hitler, en gran parte de la mano de Göring, que era su lugarteniente más cercano a los cuartos de banderas, descubrió que una cosa es salir a la calle a dar mamporros, y otra muy distinta tomar la cota 345 con fuerte viento de Levante. O tal vez siempre lo supo y entonces especuló desde el primer momento con la idea de que algún día tendría que pararle los pies a las SA en su pretensión de ser el Ejército alemán, no lo sé y, la verdad, tampoco sé si alguien lo sabe. Lo que sí opino, más que sé, es que llegado al gobierno manejó la idea de la integración y precisamente por eso nombró ministro a un tipo como Von Blomberg, que no se podía considerar miembro del gotha prusiano formado por los nietos de los miles gloriosus que habían sitiado París, que aceptaba medidas de nazificación en las Fuerzas Armadas; en suma, que, pensaba él, acabaría tragando. Pero Blomberg le salió rana. El tipo tenía criterio, en según qué momentos le importaba una higa ocho que ochenta, y no se callaba. Aunque yo cuando menos no lo sé con precisión, es evidente que en algún momento del 34, Von Blomberg le quitó de la cabeza a Hitler la idea de integrar las SA en el Ejército. Y, si le quedaba alguna duda, el consejo de Mussolini, acompañado con el relato de la vida de Tarquinio el Viejo, le acabó de convencer: ya no se trataba sólo del interés de Von Blomberg y el Ejército; se trataba de la posibilidad de que, si Hitler le daba a Röhm todo el poder que quería, éste se lo acabase comiendo por las patas. Sin ir más lejos: si había un testamento de Hindenburg, si ese testamento favorecía a Von Papen y las derechas conservadoras religiosas, ¿qué le impedía a un Röhm investido de poder efectivo pactar con Papen y adelantar diez años la Historia del mundo, reservando para Hitler el destino de morir de un tiro en el patio de la Cancillería?
Volvamos a la entrevista y al momento, tenso, en que Hitler le dice a Röhm que no puede garantizar la integración. Esta confesión levantó, de seguro, un muro de hielo entre los dos viejos camaradas. En compensación por esta negativa, Hitler hizo una oferta: el 1 de julio, esto es el primer día que la inactividad de las SA comenzaba, se reuniría un Gran Consejo de jefes de las SA para estudiar las condiciones de una reorganización de los camisas pardas, así como discutir con los militares el estatus de estas fuerzas. De esta manera, la inactividad aparecía como una mera transición hacia un estatus definitivo, de cuya definición participaría el Ejército, lo que contribuiría para hacerlo todo más armónico.
Cuando se llega al poder, uno descubre que no todo está en el BOE, y que hay cosas que uno pensaba, cuando estaba en su cuartel, en su cátedra o en su celda, que se podrían hacer sin más, y que resulta que no es tan fácil. Hitler odiaba los despachos con Schacht o con Von Neurath por esto; porque aquel tipo era el cabrón que le enseñaba que cosas que cuando él era un matao en la oposición pensaba que se podían ordenar con un chasquido de dedos, resulta que dependían de miles de combinaciones, o que podían generar problemas con tal o cual capo de la industria, o que podían irritar a los obreros, o que blablabla, con lo que el corolario era que ni chasquido de dedos, ni una leche. Tanto le jodía que le pusieran problemas que, en cuanto tuvo el poder absoluto, puso en esos puestos a gente que no le llevase la contraria; las consecuencias son bien conocidas.
Como buen soldado radicalizado, Adolf Hitler había crecido en un caldo moral basado en el convencimiento de que uno de los culpables de la desgracia de Alemania era el clasismo de las Fuerzas Armadas alemanas; lo que podríamos denominar «esclerosis prusiana», y no sé si hace falta recordar que para alguien que tiraba para lo bávaro, creer de los «otros» alemanes que eran una pandilla de estirados llenos de von y von y von y tal, no resultaba nada difícil. Dado que, como dijo Muñoz Seca, los extremeños se tocan, lo que quería Hitler, como ya hemos dicho, era llevar a cabo el plan practicado por sus odiados comunistas en Rusia y, ejem, en España: laminar al Ejército regular en favor de una milicia de partido encomendada de la seguridad del país. Lenin lo tuvo más fácil que Hitler, porque tuvo una guerra civil que, lógicamente, le dio la patente para mandar a tomar por saco a todo lo que le interesó. Hitler adoptó una estrategia distinta, que se basó en la creación de unidades propias tanto en el Ejército como en la Policía (SA, SS, Gestapo...), con el objetivo de, progresivamente, y echando mano del catón fascista de identificar partido, nación y gobierno (catón también aplicado por los comunistas; no por casualidad, el gobernante efectivo de la URSS era el camarada primer secretario general del Comité Central del PCUS) acabar identificando todo, sus patotas y las unidades regulares.
En 1933 y 1934, sin embargo, Hitler, en gran parte de la mano de Göring, que era su lugarteniente más cercano a los cuartos de banderas, descubrió que una cosa es salir a la calle a dar mamporros, y otra muy distinta tomar la cota 345 con fuerte viento de Levante. O tal vez siempre lo supo y entonces especuló desde el primer momento con la idea de que algún día tendría que pararle los pies a las SA en su pretensión de ser el Ejército alemán, no lo sé y, la verdad, tampoco sé si alguien lo sabe. Lo que sí opino, más que sé, es que llegado al gobierno manejó la idea de la integración y precisamente por eso nombró ministro a un tipo como Von Blomberg, que no se podía considerar miembro del gotha prusiano formado por los nietos de los miles gloriosus que habían sitiado París, que aceptaba medidas de nazificación en las Fuerzas Armadas; en suma, que, pensaba él, acabaría tragando. Pero Blomberg le salió rana. El tipo tenía criterio, en según qué momentos le importaba una higa ocho que ochenta, y no se callaba. Aunque yo cuando menos no lo sé con precisión, es evidente que en algún momento del 34, Von Blomberg le quitó de la cabeza a Hitler la idea de integrar las SA en el Ejército. Y, si le quedaba alguna duda, el consejo de Mussolini, acompañado con el relato de la vida de Tarquinio el Viejo, le acabó de convencer: ya no se trataba sólo del interés de Von Blomberg y el Ejército; se trataba de la posibilidad de que, si Hitler le daba a Röhm todo el poder que quería, éste se lo acabase comiendo por las patas. Sin ir más lejos: si había un testamento de Hindenburg, si ese testamento favorecía a Von Papen y las derechas conservadoras religiosas, ¿qué le impedía a un Röhm investido de poder efectivo pactar con Papen y adelantar diez años la Historia del mundo, reservando para Hitler el destino de morir de un tiro en el patio de la Cancillería?
Volvamos a la entrevista y al momento, tenso, en que Hitler le dice a Röhm que no puede garantizar la integración. Esta confesión levantó, de seguro, un muro de hielo entre los dos viejos camaradas. En compensación por esta negativa, Hitler hizo una oferta: el 1 de julio, esto es el primer día que la inactividad de las SA comenzaba, se reuniría un Gran Consejo de jefes de las SA para estudiar las condiciones de una reorganización de los camisas pardas, así como discutir con los militares el estatus de estas fuerzas. De esta manera, la inactividad aparecía como una mera transición hacia un estatus definitivo, de cuya definición participaría el Ejército, lo que contribuiría para hacerlo todo más armónico.
A Röhm la
propuesta no le sonó mal. Lo único que pidió fue el adelanto de la
reunión en un día, al 30 de junio, para que ésta se produjese
antes de la desmovilización. Hitler aceptó esta condición.
Ernst Röhm, sin
embargo, no era tonto. No se fiaba de Hitler, lo cual es lógico porque lo conocía bien. Y es por eso que tomó
una medida rápida: realizar, con publicidad, la convocatoria de la reunión.
Röhm quería darle luz y taquígrafos al proceso, para que luego el de Linz no tuviese la oportunidad de darle gato por liebre. El jefe de las SA quería que al pueblo alemán le quedase claro que la desmovilización del 1 de julio no era permanente y que seguiría habiendo secciones de asalto. El 9 de junio, por lo tanto, el Estado Mayor de las SA publicó una nota de prensa que advertía contra «los falsos rumores surgidos sobre el futuro de las secciones de asalto».
Röhm quería darle luz y taquígrafos al proceso, para que luego el de Linz no tuviese la oportunidad de darle gato por liebre. El jefe de las SA quería que al pueblo alemán le quedase claro que la desmovilización del 1 de julio no era permanente y que seguiría habiendo secciones de asalto. El 9 de junio, por lo tanto, el Estado Mayor de las SA publicó una nota de prensa que advertía contra «los falsos rumores surgidos sobre el futuro de las secciones de asalto».
El comunicado
reproducía un discurso de Röhm a sus tropas, afirmando que se iba
de nuevo de vacaciones por causa de los sufrimientos que le provocaba
su herida, y que, además, quería disponer de calma en la campiña
para poder preparar la reunión del día 30. Anunciaba que en su
ausencia todas sus funciones serían asumidas por el gruppenführer
Fritz von Krauser (una más, por supuesto, de las víctimas de junio
del 34). Y añadía: «si nuestros enemigos se imaginan que las
secciones de asalto no volverán de su inactividad o que sólo
volverán en parte, se van a decepcionar. El destino de Alemania
reposa sobre estas tropas».
Este comunicado fue
publicado en primera página por toda la prensa nacionalsocialista.
Ni Hitler ni Göbels pudieron impedirlo, y es bastante probable que
el segundo se llevase una buena bronca del primero por ello. Lo
cierto es que este comunicado de prensa exasperó al canciller, y lo
puso mucho más nervioso de lo que ya estaba.
La razón es bien
obvia. En aquella Alemania, nadie con un mínimo coeficiente de
inteligencia habría imaginado, jamás, que aquella nota de prensa
había sido suscitada por la sola voluntad de Röhm. Hitler y su
amigo, en aquel entonces, eran contemplados como una unidad; de
hecho, la Noche de los Cuchillos Largos viene a ser algo tan
traumático como si, en el año 1983, Felipe González hubiese
decretado la detención y ejecución de Alfonso Guerra. Así pues,
probablemente, en toda Alemania las únicas dos personas que sabían
a ciencia cierta que Hitler no había formado parte de esa
nota de prensa, no la había conocido, redactado, corregido, y sobre
todo aprobado, eran el propio Hitler, y Röhm. El resto del personal,
dentro y fuera de Alemania, asumió que el texto portaba el nihil
obstat del jefe del Partido (razón por la cual, la prensa lo
publicó todo con tanto alarde).
Ahora, Hitler había
quedado ante todos como el avalista de aquél a quien había querido
narcotizar por demanda de otros miembros del Gobierno. Y no podía
deshacer el entuerto, porque hacerlo habría supuesto aflorar una
división dentro del movimiento nacionalsocialista que no haría sino
dar alas a la banda Hindenburg-Papen, que habría encontrado más de
un motivo para sostener la necesidad de un mando arbitral.
Röhm se la metió
doblada aquel día a Hitler. El canciller, en cosa de un mes, le
respondería reventándole el pecho.
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