Hubo un tiempo, que sinceramente no creo que sea el presente, en el que, en el número 4 de la calle de la Paja de Barcelona, había un estanco. Las últimas noticias que tengo de este establecimiento es que fue cerrado en 1978, cuando la última de las hermanas que lo regentaba murió, y que probablemente fue cerrado ya entonces. He buscado el portal en Google y esas cosas, pero debo reconocer que no soy muy bueno con estas cosas. Aquel estanco, sin embargo, encerraba una pequeña historia que tiene su aquél contar: el de las tres hermanas quintacolumnistas de Barcelona.
En efecto, aquel estanco era regentado por la familia Vergara, formada por tres hermanas: Carmen, Josefina y Mercedes. Estaba abierto ya cuando estalló la guerra civil, pero no es hasta el mes de marzo de 1938, bastante avanzada ésta por lo tanto, que adquiere cierta importancia. En aquella fecha, el servicio de inteligencia republicano, el SIM, realizó un registro en el establecimiento, probablemente acicateado por denuncias diversas o, tal vez, por un conocimiento evidente que ya se tenía pero que no se había querido llevar a la práctica por los republicanos.
En el registro del estanco, los agentes del SIM encontraron un fajo de tarjetas de visita y una lista de nombres. Obviamente, se aplicó a investigar a las personas de la lista, muchas de las cuales, tras ser interrogadas, dieron datos de otras personas; de modo y forma que, al correr de los días, el SIM tenía más de un centenar de fichas personales.
La investigación descubrió que aquel estanco era una especie de caja social para sacerdotes. Recibía donaciones de todas partes: de zona republicana, de zona nacional e, incluso, del exterior, que posteriormente repartía entre sacerdotes residentes en Barcelona que se encontraran (que eran casi todos los casos) en situaciones económicamente muy comprometidas (cuando no personalmente muy comprometidas). Con el tiempo, el estanco amplió su objetivo, puesto que, además de dinero, también «traficaba» con el vino y las hostias con que los curas celebraban sus cultos privados. Finalmente, además del dinero, también se acabó facilitando a algunas personas medios y contactos necesarios para poder salir de la zona republicana.
La existencia de aquel estanco no podía ser muy clandestina. Domingo Pastor Petit, autor de un libro muy interesante sobre la quinta columna en Cataluña, afirma categóricamente que tanto el primer ministro Juan Negrín como Paulino Gómez, titular de Gobernación, conocían la existencia del estanco y de las cosas que hacía. No es nada descabellado afirmar eso, siempre y cuando se afirme de 1938 y no de tiempos anteriores. Como ya hemos contado, desde la segunda mitad de 1937, algo se estaba moviendo en la actitud de la República respecto de la Iglesia. Siendo el vasco (y católico) Manuel de Irujo ministro de Justicia, estuvo preparado y redactado, en agosto del 37, el decreto para la reinstauración del culto católico en zona republicana; decreto que nunca vio la luz porque, al parecer, los anarquistas pusieron pies en pared; es cierto que esto es lo que dicen los comunistas, y que ello abre ciertas dudas sobre la afirmación. Pero no lo es menos que el comunismo estalinista estaba dotado de una amplia dosis de pragmatismo (como demuestra su pacto con Hitler, sin ir más lejos); así pues, no creo que a los comunistas les hubiese molestado volver a legalizar las misas, si con ello hubiesen considerado mejorada su posición bélica.
En octubre del mismo año, los dirigentes de Unió Democràtica de Catalunya, los más religiosos de entre los catalanes, habían intentado una negociación con el Vaticano en la que llegaron a manejar la idea de que Cataluña tuviese una nunciatura propia. Sin embargo, nada de eso salió bien y, de hecho, la toma de Teruel por los republicanos (que supuso el arresto de su obispo, monseñor Polanco) empeoró las cosas. No obstante, a finales de febrero, el consejo de ministros abogó por la apertura de una iglesia en Barcelona y, el 1 de marzo, Indalecio Prieto ordena el traslado de todos los miembros del ejército popular que fuesen religiosos a la sanidad militar. Sabemos, por lo demás, que más o menos en el mismo momento en el que el estanco de la calle de la Paja fue registrado, el vicario general de Barcelona, monseñor José María Torrens, decía misa clandestina en la parroquia de San Felipe Neri; pero era ésa una clandestinidad de chichinabo, pues toda Barcelona sabía que se hacía. El gobierno, de hecho, trató de negociar con Torrens la normalización del culto religioso, pero el cura se negó aduciendo que eso era algo que los republicanos tenían que negociar con el Vaticano. Llegaron incluso a pedirle que abriese una parroquia, pero Torrens siguió negándose.
Así pues, en mi opinión los datos y las fechas nos indican que la operación del SIM, que difícilmente se pudo producir sin conocimiento de Negrín, se desarrolló en un momento en el que el primer ministro debía de tener bastante clara una actitud proclive a normalizar las relaciones de la República desde el punto de vista religioso, pero encontrándose con una cierta oposición interna, y especticismo externo. Bien pudo ser la operación del estanco diseñada para presionar en dicha negociación o, tal vez, para tener la ocasión de tener un gesto de buena voluntad.
Sea como sea, tenemos una cifra cercana a los cien detenidos, entre los cuales se encontrabael mismo padre Torrens del que ya hemos hablado, que fue detenido junto al tesorero de la diócesis de Barcelona, pariente de un magistrado de la ciudad. El tesorero y el vicario de la diócesis fueron trasladados al centro del SIM del paseo de San Juan donde, según todos los testimonios, fueron tratados con enorme deferencia, puesto que fueron autorizados: el vicario, a decir misa; y el tesorero, a comulgar, en ambos casos todos los días.
Torrens fue liberado casi inmediatamente, el 27 de marzo, lo cual abona la tesis de que aquélla fue una operación probablemente diseñada para callar bocas (toda Barcelona sabía lo que pasaba en aquel estanco, y eso no podía ser del agrado de los más radicales) y, al tiempo, para mostrar un gesto de buen rollo en el marco de las negociaciones de normalización. Sin embargo, el tesorero, tal vez por no ser tan importante en los apaños, fue llevado a otro centro del SIM, en la calle Vallmajor, y posteriormente al buque-prisión Uruguay.
Entre los, por así decirlo, civiles, los detenidos fueron casi cincuenta miembros de la UDC, así como un destacado miembro de las juventudes cristianas catalanas, Juan Rof; y, sobre todo, el escritor Mauricio Serrahina, al que los republicanos tenían por jefe de la Falange en Barcelona.
Parece ser que fue Serrahina el que, enterado de que Torrens estaba detenido (él también fue llevado a San Juan), intimó a sus carceleros la importancia de liberarlo, argumentando con ellos que si se pretendía normalizar las cosas con el Vaticano, no se podía tener detenido al único sacerdote con el que, en puridad, se podía negociar en toda la capital catalana. Sin embargo, Serrahina pasó incomunicado casi cuarenta días. Durante ese tiempo, fue sometido a frecuentes interrogatorios donde nunca fue tratado con violencia, como él mismo tendría la ocasión de reconocer muchas veces durante el franquismo. La interpretación que se ha hecho de esas tan buenas condiciones es que al SIM todo lo que le interesaba era el espionaje, y todo lo que había habido en aquel estanco era una red de ayuda a los curas. Sin embargo, como ya he dicho, cuando se repasa todo lo que estaba en juego en aquellas semanas, es más que probable que esa mano suave tuviese otros motivos. La República, simple y sencillamente, no se podía plantear llevarse por delante o hacer desaparecer a personas implicadas en un asunto que tenía que ver con la fe católica.
Por lo que se refiere al tesorero, su pariente el magistrado llegó a verlo un día que se lo trajeron a un chalé que hacía las veces de una de las muchas sedes de los grupúsculos armados que, a pesar de los sucesos de mayo del 37, quedaban en Barcelona. Las personas con las que se encontró el magistrado en aquel lugar no escondieron su voluntad de llevarse por delante a su pariente, el cual, dijeron, estaba implicado «en un asunto muy feo». Esas ganas de fusilar al tesorero me hacen pensar que aquellas personas, probablemente, eran anarquistas. Eso sí, como quiera que el visitante les argumentase que un juez había decretado ya la libertad de su pariente, admitieron con malos modos que tendrían que cumplir esa provisión. Aunque no está del todo claro, todo parece indicar que el tesorero, en efecto, fue liberado.
El 16 de noviembre de 1938, en una fría Barcelona que hacía mucho que había perdido la guerra, se celebró el juicio de setenta implicados en la red del estanco de la calle de la Paja. Dos de las hermanas propietarias, Josefina y Mercedes, fueron condenadas a muerte, junto con doce personas más; su hermana Carmen quedó absuelta. Otras personas fueron condenadas a diversas penas de cárcel.
Aquella sentencia, sin embargo, era papel mojado. Entre marzo y noviembre de aquel habían pasado muchas cosas. La principal de ellas, que en el verano de aquel año se había perdido la última oportunidad de que la guerra cambiase de signo por una brusca mutación en el entorno internacional que nunca llegó. El sueño de normalizar las relaciones con el Vaticano había sido aparcado, entre otras cosas porque ya no habría servido para nada. La República había perdido la guerra y ya sólo quedaban sobre la tierra de España, en aquellas zonas que dominaba, los intereses de Negrín y de los comunistas a la hora de cerrar aquel chiringuito en buenas condiciones (que es una forma elegante de decir: no antes de haber sacado toda la pasta). Para entonces, lo último que necesitaba Negrín eran matanzas estúpidas e inútiles que no habrían llevado a parte alguna. Para qué cargarse a aquellas dos jovencitas por muy condenadas a muerte que estuviesen, si eso no iba a servir para otra cosa que para ponerles palos en las ruedas en una huida que sabían que tendrían que emprender tarde o temprano.
Las tres hermanas Vergara, dos de ellas condenadas a muerte, fallecieron los años 1972, 1974 y 1978. Su caso resulta interesante de conocer y de investigar, en libros como los escritos por el propio Pastor Petit o por Hilari Raguer, por lo que supone de ayuda para dos cosas. La primera, colocar en sus términos más aquilatados eso que llamamos quintacolumnismo. Un movimiento notablemente exagerado durante la guerra tanto por nacionales como por republicanos, pero que casos como éste vienen a señalar que estaba lejos de ser un movimiento de espionaje al modo del que estamos acostumbrados a ver en las pelis.
La segunda cosa para la que sirven estas lecturas es para pulsar la temperatura real de la zona republicana en el año 38, y sobre todo en su segunda mitad. En el invierno de 1937, la República dejó de preocuparse sobre cómo ganar y comenzó a plantearse cómo perder. En esa reflexión perdió toda su fuerza y su capacidad de crueldad, pues, a lo largo de aquel año de 1938, sólo los muy enloquecidamente radicales dejaron de preguntarse por su futuro y a hacer cosas que, pensaban, les podrían servir algún día para defenderse ante un tribunal que los acusase de traición. Martínez Bande, en su libro sobre el final de la República, comienza el texto recordando que 1938 fue el año en el que, paulatinamente, se dejó de hablar, en la zona republicana, de la revolución, de la libertad, de esas cosas, y comenzó a hablarse de España; como siempre, la República llegaba tarde, y para cuando se quiso dar cuenta de que la invocación de España le había sido embargada por los nacionales, ya poco podía hacer para darle la vuelta a tortilla. Pero en medio de ese proceso de «normalización», en el marco del cual la República pretendía convertirse en ese régimen democrático, homologable al inglés o al francés, que sus hagiógrafos pretenden que fue siempre; en medio de ese proceso, digo, tuvo que levantar la bota del cuello de los curas, y tratar de convencer al mundo de que en su territorio se podía decir misa y acudir a ella con total normalidad.
El suceso de la calle de la Paja fue, como digo, y cuando menos según mi opinión, una de las últimas veces que la República intentó presionar, dar miedo con este asunto. Trató de acojonar a monseñor Torrens, su polémico y ríspido interlocutor de facto en Barcelona, pero no lo consiguió. No hubo nada. Los católicos de Barcelona, los muchos católicos, ya sólo esperaban a una persona para que abriese sus iglesias. Y no estaba en el gobierno de la república sino más allá, detrás de la trinchera. Eso sí, como era bajito, no se le veía.
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