Así pues, 1956 era, en la mente de Carlos Luján y en las ilusiones comunicadas a todo el mundo por su mujer, Laura, el año «del despegue». En las Navidades de 1955, el matrimonio Luján y el pequeño Bruno en su cunita celebraron la llegada de un año repleto de expectativas. Carlos Luján, sin embargo, apenas podía imaginar el alcance de lo que se avecinaba. Y, desde luego, habría sido imposible para él imaginar, mientras cantaba villancicos con su familia y la de su mujer, que a la vuelta de poco más de un año, el caso López volvería a cruzarse en su vida, y de una forma tan sorprendente como lo hizo.
En realidad, las cosas habían empezado un poco antes. El 2 de diciembre de 1955, el Boletín Oficial del Estado había publicado la creación del «Círculo Tiempo Nuevo», que pretendía ser una iniciativa para fomentar la investigación y la discusión sobre materias propias de la universidad y cuya sede fue facilitada por el Gobierno en un piso céntrico, en la calle Alcalá frente al Retiro. Sin embargo, como se supo después, varios jóvenes estudiantes y profesores que ya habían intentado en el otoño del 55 celebrar un congreso de jóvenes escritores universitarios comenzaron a utilizar ese foro para sus reuniones. Algunos de estos promotores, como Miguel Sánchez-Mazas Ferlosio, eran hijos de destacados falangistas; alguno incluso era falangista de pro, como Dionisio Ridruejo. Pero este grupo, con rapidez, comenzó a mostrar su oposición al poder monolítico del Sindicato Español Universitario (SEU), organización falangista de estudiantes. El 1 de febrero de 1956, este grupo de estudiantes publicó un manifiesto, que circuló por la facultad de Derecho en copias ciclostiladas, en el que se pedían elecciones libres de estudiantes y se criticaba a « la organización que hoy se atribuye cada día de un modo más ilusorio al monopolio del pensamiento, de la expresión y de la vida corporativa de la vida universitaria», en clara alusión al SEU.
El 7 de febrero, comenzaron a celebrarse elecciones espontáneas en la facultad de Derecho de la Complutense, en la calle de San Bernardo. Sin embargo, varias decenas de falangistas, vistiendo sus camisas azules, boicotearon con violencia esta actividad. A la mañana siguiente, una placa colocada en el edificio en memoria de los caídos por Dios y por España apareció apedreada y medio arrancada. Los hogares de la Falange se movilizaron; se convocó a las centurias. Decenas de falangistas homenajearon a esa placa cantando el Cara al sol. Sin embargo, no estaban solos. Grupos de estudiantes se enfrentaron con ellos y se multiplicaron los disturbios, entre ellos el asalto, en la noche, a un colegio universitario.
Al día siguiente, 9 de febrero, los falangistas celebraban el Día del Estudiante Caído, en memoria de Matías Montero, un joven falangista que había sido asesinado en tal día de 1933 por un socialista, Francisco Tello, mientras volvía a su casa en la calle Marqués de Urquijo. El acto fue multitudinario y, finalizado el mismo, los asistentes se dispersaron para volver a sus casas. Uno de estos grupos recorrió la calle de Alberto Aguilera y, a la altura del Colegio de Areneros1, se encontró con un grupo de estudiantes hostiles, con los que se enfrentó. En el curso de la refriega, en la que intervino la policía, un estudiante de bachillerato de 18 años y miembro de una centuria madrileña del Frente de Juventudes, Miguel Álvarez, resultó gravísimamente herido de un disparo en la cabeza. Dos días más tarde, el viernes 11 de febrero, el Gobierno cerró la universidad y suspendió la vigencia de los artículos 11 y 18 del Fuero de los Españoles (libertad de residencia y detención gubernativa). El 15 de febrero, Franco cesó al ministro de Educación, Joaquín Ruiz-Giménez, a quien los falangistas acusaban de ser blando y aún de haber alentado las veleidades aperturistas de los estudiantes; pero también cesó a Raimundo Fernández-Cuesta, Secretario General del Movimiento y, por lo tanto, máximo representante del aparato de la Falange en el Gobierno, a pesar de que estaba en Brasil de misión oficial durante los sucesos. Ridruejo fue expulsado del Partido2.
Durante días, España vivió pendiente de la suerte de Miguel Álvarez. Fueron horas en las que, en el Lunarcito, en la propia comisaría, incluso también en casa con Laura aunque mediando metáforas y medias palabras, no había más que un tema de conversación: ¿qué ocurrirá si el falangista herido muere?
Laura rezaba por él, sentada en el salón tras la cena, con la radio con que Carlos trata de disolver sus pensamientos de fondo. Él sabía lo que sus camaradas estaban diciendo. De hecho, el día 10 por la tarde, de forma callada y sobre todo por tratar de tranquilizar sus propias inquietudes, Carlos Luján se dejó caer por el hogar de Falange de su barrio, donde era bien conocido y respetado. Lo hizo para poder escuchar alguna palabra tranquilizadora, pero fue todo lo contrario. Frente al local había una cafetería que casi nadie sabía cómo se llamaba por la costumbre que habían tomado todos de llamarla El Gallego Guarro, en su alusión a su dueño, en efecto poco escrupuloso con el lavado de vasos. Allí se encontró con Pedro Carnero, otro policía como él pero de los de uniforme; el típico joven acostumbrado a patear la calle y a visitar los locales de Falange más habitualmente que él. Bebía vino en soledad, aparentemente en silencioso soliloquio consigo mismo.
-¡Carnero!
-Hola, camarada. Se ha liado, por fin, ¿eh?
-¿Por fin?
-Por fin, sí, por fin, ¿eh? Fuera máscaras, joder. Aquí hay cosas mal terminadas, y habrá que acabarlas de una puta vez.
-No sé a qué te refieres.
-A los rojos. A los blandos, ¿eh? A los hijos de puta que se han cargado a Álvarez.
-No está muerto.
-Sí está muerto. Otra cosa es que no se conoce, todavía, ¿eh?. Franco se lo calla. Franco no tiene ni idea de qué hacer con ese cadáver, ¿eh?. Se le empieza a pudrir en la nevera y no tiene ni puta idea de qué hacer, porque no sabe, ¿eh?
-No sabe, ¿qué?
Profundo trago. Al estilo de los pistoleros en las películas del Oeste.
-No sabe quién ha sido. Qué putos rojos lo mataron, ¿eh?. Y los blandos, como son blandos, le estarán diciendo que si perdonar, que si olvidar, que si exaltados, que si poca cosa.
-Puede que fuese así.
-¡Unos cojones fue así, Luján, joder! –El subinspector nunca había tenido miedo de su medio compañero Carnero; pero ese día, en ese momento, leyendo sus ojos, lo tuvo- Vamos a ver, tú, ¿dónde has estado estos días, eh? El 8, cuando tuvimos que defender la lápida en honor de los caídos en San Bernardo, que esos hijos de puta la habían arrancado, Luján, ¡arrancado!; cuando fuimos, digo, ¿eh?, tuvimos que llamar a varias centurias. Estudiantes y obreros, ¿eh? Allí fue gente recién salida de sus trabajos, Luján, mecánicos con la puta llave inglesa en la mano, ¿eh? Sin camisa azul, ¡joder, no nos hostiamos entre nosotros de puto milagro! Y, aún así, nos costó, nos costó, ¿eh? Y, luego, al día siguiente, van y pillan en Alberto Aguilera a un grupito de camaradas. ¡Esto estaba orquestado, Luján, cáete del árbol! ¿Quién coño tiene miedo de que empiece la guerra otra vez, eh? ¡Lo mismo, nunca ha terminado!
El pequeño monólogo de Carnero había comenzado a resbalar perceptiblemente. Claramente, el policía llevaba un largo tiempo bebiendo.
-Si mue… ejem, si está muerto, entonces, ¿qué va a pasar?
-Imagínatelo –contestó Carnero, con media sonrisa en el rostro-. Don Martín ya está hirviendo.
-¿Don Martín?
-Don Martín –Carnero parecía divertido con la ignorancia de su interlocutor-. Don Martín de los Heros. Ya sabes, la Guardia de Franco3.
La mirada del policía parecía perderse por segundos. Eructó con dificultad.
-Están haciendo listas –musitó, como recordando algo importante repentinamente.
-Listas, ¿de qué?
-De objetivos, ¿eh? –respondió él- Álvarez será nuestro nuevo Calvo Sotelo. Igual que matándolo a él en el 36, los rojos se buscaron que los mandásemos a tomar por culo, la muerte de Miguel Álvarez se va a cobrar. Sangre por sangre, ¿eh? Pero mucha más, que un camarada vale lo que mil cabrones.
Luego le miró. Luján tuvo la sensación de que su interlocutor apenas le veía.
-Si no vas a participar, procura que no te pille en medio.
Saludó con un movimiento de cabeza más caótico que otra cosa y echó a andar, con dificultad, hacia la calle.
Luján tenía guardia aquella noche. La pasó, en su mayor parte, en El 56, discutiendo con Luci, o más bien monologando frente a ella, sobre los diferentes escenarios, personales y nacionales, que se presentaban. A media madrugada, estaba convencido de que en Madrid habría un baño de sangre en cuestión de unas horas. Y que todas las personas como él tendrían que tomar una decisión, y aplicarla. Se acordó de Rebollo, dos años atrás. Franco ha fusilado, y fusilará si es preciso. ¿A quién?
A las seis de la mañana, tras un par de horas contraviniendo la regla de oro de su oficina y ocupando la mesa que había sido de Rebollo para estar cerca del despacho del comisario (pensaba que ése sería el teléfono que sonaría si estallaba la Revolución), no pudo más, tomó un teléfono y marcó un número.
Tres timbrazos. Dudas. Uno más. Un chasquido.
-Diga -contestó una voz desde la ultratumba del sueño.
-¿Rebollo?
-¿Luján? ¿Qué hora es, coño?
-Las seis.
-¿Las seis? ¿Y?
-No sabía si estarías en casa. Te hacía por ahí. Vigilando. Supongo. O haciendo lo que sea que hagas.
Luego hubo un silencio de varios segundos. Se escuchó un roce en la línea. Rebollo se incorporaba. Luego un suspiro y luego, de nuevo, su voz.
-¿Qué te pasa, estás acojonado?
-¡Joder! ¿No debería estarlo? ¿Tú sabes lo que van diciendo por ahí… algunos?
-Pues sí –contestó, cortante, Rebollo-. Lo sé muy bien porque hay muchas personas en España que tienen mucho más claras sus fidelidades de lo que las tienes tú.
-Rebollo…
-Bah, déjalo. Tú me importas un huevo, hoy. La situación está controlada.
-¿Estás seguro?
-Seguro.
-Mira que hay gente que dice que si ese chico muere…
-A ese chico lo ha operado el mejor neurocirujano del mundo –interrumpió Rebollo-. El doctor Sixto Obrador. Ese cabrón ha evitado una segunda guerra civil, y jamás nadie lo sabrá –se interrumpió para reír brevemente-. El chico está bien. O sea, respira.
-¿Qué quiere decir eso?
-Pues que se ha quedado tontito –contestó Rebollo, con el mismo tono de voz con que comentaría un pequeño accidente doméstico sin importancia-. Paralítico, ciego y muy lento de cabeza, por decir algo. Pero, ya te digo, respira.
-¡Joder!
-He oído por ahí que le darán algo. Un quiosco, un estanco. Y a tirar para delante –tras dos segundos de silencio, y con un todo de voz mucho más ronco, dijo-: no va a haber Revolución, Joseantoniete. Siento decepcionarte.
-Eres un imbécil –escupió Luján-. Tengo un hijo recién nacido.
-Ya –concedió Rebollo-. Pues, entonces, enhorabuena.
Miguel Álvarez, en efecto, no había muerto. Paralítico y ciego, sobrevivió al disparo; conforme avanzaron los días, las noticias tranquilizadoras comenzaron a conocerse. Sin embargo, pasada la angustia del primer momento, Carlos Luján comenzó a hacerse preguntas. Porque lo cierto es que, tras informarse de los sucesos del 9 de febrero de 1956 en la calle Alberto Aguilera de Madrid, tenía preguntas sin respuestas. ¿Y si en aquellos pronunciamientos, que culminaron con el disparo a la cabeza de un miembro del Frente de Juventudes, había habido todo menos espontaneidad? ¿Y si era cierto que nadie arranca una placa en honor de los Caídos sin saber que tiene fuerza para ello? ¿Cómo es posible que unos muchachos que días antes eran tan sólo estudiantes con ganas de armarla tuviesen aquella tarde pistolas y el cuajo necesario para usarlas?4
Todo eso confluía en la angustiada pregunta de su esposa Laura: ¿se habían marchado los rojos de España?
Fue una decisión personal de Carlos Luján, o por lo menos él se decía que nada tenía que ver con las prevenciones que Rebollo había compartido con él, la de intimar, en aquellos meses que siguieron de 1956, con aquellos compañeros de la Policía cuyo activismo en el Partido conocía bien. Había algo en los sucesos del 9 de febrero que le inquietaba profundamente. Por ejemplo, el hecho de que civiles armados hubiesen ocupado la calle Alberto Aguilera, o que los falangistas entre los cuales estaba Álvarez cuando fue herido estuviesen, en ese momento, tratando de resistir a un apedreamiento. Resultaba difícil de digerir que esas cosas pudiesen ocurrir. Durante aquellos tensos días de espera en los que todo dependió del devenir de un adolescente, Madrid parecía haber contenido la respiración y, como siempre ocurre en esos casos, cuando tuvo un motivo para relajarse, lo hizo incluso con exceso. Por ello, en los cubículos del Partido todos se hacían lenguas de la injusticia de la que había sido objeto Romojaro5, pero a todas luces se percibía que nadie movería un dedo más allá de donde podía llegar la lengua por sí sola. Pronto, esa ambición de tranquilidad consiguió apoyos. El ministro de Trabajo, José Antonio Girón, anunció el acta de defunción del hambre, de la escasez, la demostración de que el Amanecer era, contra lo que los pesimistas afirmaban, para todos. En marzo se anunció un incremento de los salarios del 25%, o sea cinco pesetas donde hasta entonces había habido cuatro, que tendría efectos el 1 de abril. Abril, abril. En las cantinas falangistas se coreaba el lema, abril será definitivamente nuestro. Con un 1 de abril tan venturoso, quién querrá recordar el 14.
Mediado el mes, sin embargo, la situación había cambiado. Y mucho. En las calles de Madrid, en parte porque era todavía una ciudad muy provinciana y por ello recostada sobre sí misma, en parte por la habilidad con que las noticias llegaron con cuentagotas, las gentes no eran conscientes. Pero en los despachos policiales, aún los que, como la oficina de Luján, tenían, como se decía, poco que hacer con la política, todo más o menos se sabía. Las dos decenas de funcionarios que se amontonaban alrededor de Antúnez (estaba hecho de otra pasta que el Viejo Ramos; el despacho limitado con falsas paredes del anterior comisario fue pronto trastero y archivo caótico, pues el nuevo comisario prefirió instalar el Cielo en el mismo centro de la sala, para así poder controlar a todos con un solo vistazo, lo que había provocado serias reformas en la tradicional segmentación geográfica de la comisaría) vigilaban e investigaban muertes comunes. Pero también eran parroquianos habituales de los lugares de reunión en el tiempo del desayuno, el aperitivo o la última hora laboral, y allí se encontraban con otros colegas de otros departamentos. El 13 de abril, cuando el gobernador de Vizcaya, Genaro Riestra, terminó de evacuar sin miramientos las fábricas que habían sido tomadas por huelguistas a cientos, incluso los teléfonos de los policías dedicados a los homicidios echaron humo. Todo el mundo parecía conocer a alguien en Bilbao, en Barcelona o en las cuencas mineras, que quería contar lo que estaba pasando.
¿Qué querían las protestas? Eso era lo más indignante, se comentaba. Querían un salario de 550 pesetas6 y la jornada de 8 horas. En los corrillos policiales, la interpretación era siempre o casi siempre la misma: en cuanto el hambriento había recibido el primer plato de lentejas (la subida de Girón) rápidamente se había alzado para reclamar el mejor de los solomillos.
Medio embutido por el alcohol y el tabaco, y ante el reducido público formado por una mujer silenciosa y un sarasa amable, Carlos Luján hacía en El 56 las siguientes cuentas: 550 pesetas, a 4 pesetas la copa, son 138 copas. Qué menos que darle media hora de palique al parroquiano que la paga; así pues, 138 copas, a media hora por copa, vienen a ser 69 horas.
-Así pues –remataba, señalando con dedo temblón a la Luci, que siempre lo miraba benevolente desde detrás de la barra-, para ganar lo que gana cualquiera de esos putos rojos, tú tienes que pasarte 70 horas de tu vida aguantando a babosos.
Nada más decir esto, solía caer Luján en la cuenta de que él no dejaba de ser un baboso más de la lista, motivo por el cual añadía, casi en un susurro:
-No sé qué haces que no te apuntas a la revolución, tú también.
Inevitablemente, la palabra revolución provocaba la reacción asustadiza, probablemente exagerada, de Yanclod, el dueño del local, quien cada vez frecuentaba más al señor gendarme, probablemente, pensaba Luján, a la procura de protección ante lo que pudiese pasar. En cambio, en Lucía, esa misma palabra, Revolución, parecía no generar reacción alguna; como si estuviese pronunciada en un idioma que no comprendiese.
Otra cuenta atrás había comenzado: la que llevaba al mes de abril a su muerte y al primero de mayo. Alrededor de Luján había personas, como ese subinspector Iglesias que lo había engañado en su primer día, que tenían edad y memoria suficientes como para recordar otros días similares a aquél en los que decenas de retratos de Stalin, de varios metros de alto, desfilaron por Madrid. Había miedo y, al mismo tiempo, otra vez, como en febrero, en algunos de los camaradas de Luján, entre aquellos cuyos nombres él sabía debería dar a Rebollo si fuese un buen chico, había una suerte de deseo, de intención de caos. De hecho, el 1 de mayo ocurrió poca cosa, en gran parte por las más de mil detenciones que, se decía, se habían hecho en las zonas industriales como, ésa era la expresión utilizada, medida profiláctica.
Algunos meses después, concretamente el 13 de diciembre de 1956, el caso Anselmo López regresó abruptamente a la vida de Carlos Luján.
1 Actual sede de la Universidad Pontificia.
2 En un Memorial remitido el 1 de abril a la Junta Política de FET y de las JONS, Ridruejo, ya expulsado, culpó al propio SEU de provocar los incidentes «para que pudiera intervenir la policía».
3 La Guardia tenía la sede en esta calle de Madrid.
4 La hipótesis más plausible de la herida de Miguel Álvarez es que se la produjese algún compañero falangista que estuviese situado cerca de él, al que se le disparó la pistola.
5 Tomás Romojaro, vicesecretario general de Falange, era el responsable directo de las centurias en febrero de 1956. Fue cesado por Franco pocos días después de los sucesos.
6 En 1954, un obrero metalúrgico ganaba unas 360 pesetas al mes.
He oído por ahí que le darán algo. Un quiosco, un estanco. Y a tirar para delante –tras dos segundos de silencio, y con un TODO de voz mucho más ronco, dijo-: no va a haber Revolución, Joseantoniete. Siento decepcionarte.
ResponderBorrarHay que corregir "todo" y poner "tono".
Sigo con interés el folletín y engancha. Solo una apreciación. En la conversación con Carnero degradas a Luján a subinspector.
ResponderBorrarGracias por tu novela.
Saludos
Quisiera por una parte felicitar al autor de tan "enganchante" folletín y por el interesante repaso a la historia reciente.
ResponderBorrarTambién quisiera indicar que el artículo del fuero de la libertad de residencia es el 14, no el 11.
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/67926282101469673765679/p0000001.htm#I_2_
Saludos